“Estamos aburridos de ver actores comunicando falsas emociones. Estamos hartos de pirotecnias y efectos especiales. Mientras el mundo que habitamos es en algunos aspectos falsificación, nada hay de falso en el mismo Truman. Nada de guiones, de cartas ocultas… Es vida”.  “El show de Truman”.

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Vicente Verdú recoge esta referencia en su ensayo “El estilo del mundo” para subrayar que la etiqueta que se usa como “real” es muy atractiva. Lo excepcional del show es que promete vida en toda su pureza, pero para eso tiene que emocionar. El presente discontinuo que describe el autor no dispone de pasado ni futuro, el vivir es un sin cesar. El ensayista y novelista Alexandro Baricco prefiere una imagen más refrescante y describe la pericia del surfista. Solo cuando está en la cresta de la ola, donde el agua concentra su máxima energía, la tabla mantiene en pie al surfista, unos segundos que son muy breves pero muy intensos.

Con el boom digital la comunicación se convierte en emoticon, la política en marketing de todo a cien, las redes sociales en indignación y los amigos en seguidores

La inteligencia emocional es un término que popularizó Goleman, que ha resultado ser sustancial para comprender por dónde ha ido parte de la psicología aplicada en estas últimas décadas, y a rebufo, en gran parte la educación. Un modelo que se centraba anteriormente en los trastornos mentales por un lado, por el otro en las capacidades racionales, es desplazado por al canon de las emociones, que se entienden desde este enfoque como intrínsecas y esenciales en el comportamiento humano y su ejercicio mental.

El discurso del bienestar

Algunos fenómenos sociales como el descrédito de las ideologías políticas, el acelerado consumismo y la denominada revolución sexual, fueron motivos para construir una narrativa cuyo epicentro era y es la autorrealización del yo.  De modo consecuente, apareció la llamada narrativa terapéutica que encontró su nicho en la gestión de las emociones. Así, es muy frecuente que en la estantería de las ofertas nos encontremos con un poco de control emocional, un cursillo exprés de técnicas no cognitivas para regular el exceso o defecto, unas cuantas respiraciones profundas para continuar, y por supuesto un libro de autoayuda. Una secuencia perfectamente marcada por los gurús de turno y muchas sesiones de coaching. El largo recetario es diverso, inolvidable porque es recordado por los diferentes vendedores de humo que pululan por todos los sectores.

Esta narrativa emergió hace unos años facilitando e impulsado la conversión del cliente-consumidor en cliente-paciente. No es suficiente estar bien, tener cubiertas nuestras necesidades, también hay que sentirse bien, y si somos capaces de regalar sonrisas, mucho mejor. La cosa consiste en emplear el mínimo esfuerzo y ser muy agradable.

Pero esta sensación del bienestar necesita un motor que la mantenga, un encendido permanente. Un ralentí emocional, que quién más quien menos activa para su pequeño gran sueño de autorrealización. Esa búsqueda de la promoción personal facilita una percepción idealizada de sí mismo, en parte alejada de los propios méritos y capacidades, en parte muy próxima a las necesidades y derechos emocionales.

El sentido del deber con sus obligaciones quedan apartados para un después, porque lo primero es que yo me sienta bien, que los demás me lo aprueben. Es frecuente observar a padres y madres que buscan el reconocimiento de la camaradería de sus hijos, maestros y profesores que priorizan caer bien y ser muy simpáticos, porque enseñar y educar lo necesario es secundario. Cualquiera quiere que el espejo le devuelva esa imagen de autorrealización.

El discurso del bienestar necesita un permanente culto al yo. Una vida de escaparate siempre externa, una vida hacia afuera, intolerante a la frustración, incapaz de afrontar un problema. Todo es muy breve, también las relaciones, los compromisos y sus vínculos, una industria cosmética que convierte las arrugas en piel tersa. La veneración de lo insustancial, no de lo que es y merece, sino de su subjetiva proyección. Sin sentido, como un nenúfar que vaga por el lago a merced de las pequeñas corrientes.

Este infantilismo cristaliza con particular frecuencia en el escenario político. En un reciente artículo “Los hijos del desencanto”  Guadalupe Sánchez señalaba que “el bipartidismo hace mucho que renunció a tratar a los españoles como ciudadanos adultos, capaces de interiorizar la realidad de los problemas y asumir sacrificios para abordarlos. El resultado es una sociedad infantilizada que, harta de que la política se haya convertido en una agencia de colocación de ineptos afines al partido, abomina de contrapartidas”. La inexistente tolerancia a la frustración propia de los niños se puede educar si hay voluntad para ello, pero si estamos montados en el carrusel infantil político, queda mucho por hacer.

El ambiente de crispación que ofrecen los medios de comunicación, debidamente engrasado en las redes sociales, necesita un espectáculo audiovisual gratificante y caliente, que mantenga esa chispa del motor emocional. Los argumentos, el análisis racional ni se desean, ni se esperan. La construcción de un sentimiento que es consciente del impacto emocional que me puede afectar y que afecta a los que me rodean supone un arduo esfuerzo, y no hay tiempo para eso porque el presente absorbe toda la energía y fagocita cualquier relación con el pasado.

Con el boom digital la comunicación se convierte en emoticon, la política en marketing de todo a cien, las redes sociales en indignación y los amigos en seguidores. Coca-Cola sabía lo que hacía cuando lanzó su “Instituto de la Felicidad”, en el que aparecen píldoras de este ingrediente como “¿Con quién hacer viajes turísticos?”, “Reciclar en casa”, “Los europeos más felices”, “Echarse la siesta” o “sin ojeras y bien dormidos”, por citar solo algunos ejemplos. Ojo, consejos que están avalados por cientos de estudios y una legión de expertos en eso de la inteligencia emocional.

Un discurso del bienestar que muestra la descarada incapacidad crónica para asumir y afrontar las dificultades, de renunciar a las ganancias que procura la estimulación inmediata. Una experiencia a cualquier precio si me satisface y me llena emocionalmente.  En este relato la libertad se convierte en un don, bien proporcionado por el Estado protector o bien como gratificación emocional al sueño de autorrealización. De nuevo se olvida que la libertad ha tenido una historia de luchas y logros, jalonados por el esfuerzo de muchos siglos, con unos derechos conseguidos en el cumplimiento de unas obligaciones.

Creo que acierta Sara Ahmed cuando expresa que “las emociones son la piel del tiempo”, que se pega a los objetos, sujetos, medios, contextos. La Historia se ha convertido en cientos de historias, que en su devenir devoran el pasado, aunque no importa, porque el impacto emocional mantiene el vehículo en marcha y sin destino.

Foto: Adam Whitlock


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