No sé si valdrá como experiencia para usted, querido lector, pero en mi caso he podido comprobar a lo largo de los años que las mejores personas, las más íntegras, generosas y valiosas tienden a ser las más discretas. Esta afirmación no la hago de forma gratuita ni inspirado por la brisa de la primavera, que la sangre altera. Lo he podido observar con mis propios ojos en ambientes muy distintos, en el académico, en el empresarial, en el científico, en el literario e intelectual y, por supuesto, en el familiar y más íntimo.

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Hoy quiero hacer un elogio de una de estas personas, de un buen español que no verá usted en ningún salón de la fama, ni en las redes sociales, mucho menos en las ferias de vanidades que compiten por el espacio de lo público. El nombre de mi protagonista es Gonzalo, un español cosmopolita, con méritos bastantes, viajado, culto y leído que, sin embargo, nunca perdió el arraigo con su pueblo, Socuéllamos. Es, por tanto, además de todo lo anterior, un socuellamino de pura cepa.

Que Gonzalo sea socuellamino es una clave que desvelaré más adelante. Vaya como aperitivo que los socuellaminos están en todas partes, por todo el mundo, incluso los hubo en las Torres Gemelas, cuando los hijos de Alá estrellaron dos aviones contra ellas. Esta sobrenatural ubicuidad hace que Socuéllamos, más que un pueblo modesto, parezca la cuna de un imperio expedicionario. No es una broma, aunque ciertamente tiene su gracia. Pero permítame que antes, a través de Gonzalo, reflexionemos juntos sobre la forma de medir la verdadera dimensión de este tipo de españoles, tan discretos y sin embargo tan ejemplares, a los que deberíamos venerar y aprender mucho más de ellos.

Gonzalo encarna a ese buen español, prudente, ilustrado y discreto y, sin embargo, combativo en la acepción más noble y necesaria del término. Representa a esa generación de compatriotas, que ya empezamos a echar en falta, que con esfuerzo y sacrificio, nos legó a los que veníamos detrás una España mejor, posiblemente la España más esperanzadora de todas las que han sido. Desgraciadamente, no hemos estado a la altura

Lo primero que es pertinente apuntar es su confesión religiosa. Gonzalo es católico, y no matizo si practicante o no porque esa distinción me parece absurda. El cristiano es practicante o no es cristiano. Porque la moral cristiana no tiene tregua, sobre todo en un mundo en el que los malos no descansan. Esta condición religiosa alcanza en Gonzalo su expresión más virtuosa porque nunca le he visto hacer ostentación de ella, como sí hacen algunos santones empeñados no ya en volver a evangelizarnos, sino más bien en hacer alarde de su fe, en demasiadas ocasiones con pretensiones crematísticas. Gonzalo, por el contrario, no presume ni pide nada. Simplemente hace el bien.

Más allá de confesiones, Gonzalo es en esencia un hombre bueno, con toda la carga que este sintagma conlleva. No es un santo. Nunca ha pretendido serlo porque sospecho que es consciente de que superar las limitaciones y defectos que la condición humana nos impone es un desafío en el que todos fracasamos. Simplemente ha tratado de ser un buen padre, un buen marido, un buen abuelo y un buen amigo. Eso sí, y espero que me perdone por la indiscreción, cuenta la leyenda que en su época universitaria fue una buena pieza.

Sea como fuere, Gonzalo encarna a ese buen español, prudente, ilustrado y discreto y, sin embargo, combativo en la acepción más noble y necesaria del término. Representa a esa generación de compatriotas, que ya empezamos a echar en falta, tan sufrida y escarmentada, tan aplicada y laboriosa, tan responsable y consecuente que, con esfuerzo y sacrificio, nos legó a los que veníamos detrás una España mejor, posiblemente la España más esperanzadora de todas las que han sido. Desgraciadamente, no hemos estado a la altura. De ahí que revindicar a Gonzalo, como exponente de una generación ejemplar, me parezca no ya oportuno, sino imprescindible para poder tomar conciencia de nuestras graves carencias.

Con Gonzalo y los suyos, el último hálito de eso que llamábamos “temor de Dios” alcanzó su significado más afortunado, pues ellos ya no actuaban por miedo, ese temor al Infierno que durante siglos pesó sobre las cabezas de tantos cristianos, sino por responsabilidad y convencimiento. Convirtieron esa expresión en sentido del deber, en la mejor práctica posible, la más moral del libre albedrío. Aspiraban, como cualquier otro español, a una vida mejor, pero en todos los sentidos; es decir a una vida buena y a la buena vida. De ahí su envidiable equilibrio entre el tener y el ser, entre la ambición y el deber.

Gonzalo es también esa España en la que, por primera vez, se podía acudir en masa a las universidades, cuando éstas aún eran confiables porque los egresados regresaban al mundo bien pertrechados. Sin embargo, nunca confiaron ciegamente, tal y como sucede ahora, en que hacer una carrera te asegura el futuro. Sabían que el mañana no depende de los títulos sino de los actos y decisiones de cada uno, que nada se gana de una vez y para siempre; al contrario, todo puede perderse en un instante porque la vida es lucha y la paz sólo un accidente.

Gonzalo también es esa sociedad civil que dicen que no existe, supongo que porque no tiene cabida en los presupuestos del Estado. Comprometido con el civismo, ha promovido el asociacionismo y desafiado a políticos cuando, a su juicio, tomaban malas decisiones que suponían graves perjuicios para su comunidad. Siempre con la razón por delante, aunando voluntades, aun en las causas perdidas. Porque hechos son amores y no buenas razones.

Y aquí llegamos a la clave que indicaba al principio. El cariño por su tierra manchega, además de otros desvelos, le ha llevado a documentar fotográficamente a lo largo de muchos años las viviendas populares y tradicionales, las bodegas, chozos, bombos, puertas y molinos y cualquier vestigio arquitectónico que de fe de esa forma de hacer y ser singular y diversa que expresaba la idiosincrasia española, en este caso manchega y, más concretamente, socuellamina.

Gonzalo no llora por la España vaciada, la camina, la vive, la reivindica, fotografía y atesora. Por eso, además de su ejemplo, nos deja como legado un libro, Pasado y presente del patrimonio cultural socuellamino, que es fruto de años de idas y venidas, de búsquedas incansables en ese mar que es la llanura manchega, de anotaciones y marcas inacabables en el mapa que dan fe de una expedición extraordinaria. Como él mismo me escribió, a propósito del libro y su particular epopeya, “Ha sido el resultado y expresión del cariño por mi pueblo”.

En la dedicatoria Gonzalo escribe: “A mi hija Patricia, que siempre profesó un gran cariño por nuestra tierra”. Y es que ser un hombre bueno no te libra de las desgracias. Patricia nos dejó prematuramente en agosto de 2019. Sin embargo, el tiempo que estuvo entre nosotros demostró que el conocido aserto de casta le viene al galgo, en ocasiones, no sólo es cierto sino sublime.

Foto: The HK Photo Company.

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