Hay un término que se ha puesto de moda a ambos lados del Atlántico desde hace unos años: polarización. Todo está, según dicen, polarizado. Da igual el país que escojamos. En Estados Unidos se habla de polarización entre Demócratas y Republicanos a causa de la llegada de Donald Trump. En España la polarización es doble. Por un lado la que hay entre la izquierda y la derecha, acrecentada tras la irrupción de Podemos. Por otro la de los partidos constitucionalistas con los independentistas en Cataluña.
Podríamos seguir. En Francia la división se da entre el lepenismo y el resto de partidos. En Alemania entre los «antisistema» de AfD y los guardianes de las esencias de la Bundesrepublik. En Italia entre los populistas del norte y del sur y lo que queda de la socialdemocracia. En el Reino Unido entre los partidarios del Brexit y los de seguir en la Unión Europea. Hasta dentro de esta última hay polarización. Los euroescépticos frente a los europeístas.
En Hispanoamérica se sigue el mismo patrón, aunque matizado por el presidencialismo, lo que implica que todo se polarice en clave personal. Los mexicanos se debatían este año entre obradoristas y antiobradoristas. Los argentinos entre kirchneristas y antikirchneristas. Los chilenos entre piñeristas y antipiñeristas. Los colombianos entre votantes de Duque y votantes de Petro. Los brasileños entre los que adoran a Bolsonaro y los que le odian. Los peruanos con sus propios fantasmas a cuestas no terminan de enterrar el fujimorismo y andan enfrentados por eso mismo.
La fractura se verifica en prácticamente todos los países occidentales, incluidos algunos que hasta ayer eran un oasis de consenso como Holanda, Suecia o la plácida Costa Rica
La fractura, como vemos, se verifica en prácticamente todos los países occidentales, incluidos algunos que hasta ayer eran un oasis de consenso como Holanda, Suecia o la plácida Costa Rica, que ha celebrado este año unas elecciones muy reñidas que partieron al país en dos mitades irreconciliables .
Aseguran que esto es motivo de preocupación ya que constituye una amenaza para la democracia. Pero no, no es así. Es exactamente todo lo contrario. La polarización es buena. La polarización significa que la democracia funciona y sirve para algo.
Los apóstoles del consenso piden, sin embargo, que se regrese al entendimiento. Entenderse está muy bien, pero no a costa de eliminar el debate de ideas y los principios, que es lo que termina sucediendo cuando el consenso lo inunda todo.
Las democracias se fundamentan sobre un consenso original, algo de mínimos que garantiza la alternancia en el poder: el de someter a todos los actores a las mismas reglas de juego y establecer unos límites que ningún bando puede sobrepasar. En la mayoría de países estos límites quedan reflejados en la constitución fuera de la cual no hay vida política.
Las constituciones pueden reformarse o enmendarse. Ahí es donde entraría el consenso. En este caso plenamente justificado porque modificar un texto constitucional es alterar las reglas que a todos afectan. Por debajo de esto es normal que las posiciones se polaricen. Normal y recomendable. De esta manera la política gana atractivo para la población, que siente que su voto tiene sentido.
La polarización llena la urnas y reaviva el debate. El consenso de las élites vacía las urnas y lo seca
Cuando las posturas están enfrentadas la participación en los comicios aumenta. En España, por ejemplo, la mayor participación se registró en 1982, un año después del golpe de Estado y con la reforma democrática en el alambre. Casi un 80% del electorado fue a votar. Algo similar sucedió en 2004 tras los atentados del 11-M y el año previo de agitación callejera a causa del Prestige y la guerra de Irak.
La polarización llena la urnas y reaviva el debate. El consenso de las élites vacía las urnas y lo seca. De hecho, en lugares como Suiza, donde se someten a referéndum periódicamente las más variopintas cuestiones, es común que esas cuestiones se debatan con entusiasmo durante meses. A nadie le parece mal, todo lo contrario. Una auténtica democracia debe funcionar así. Absolutamente todo es debatible, incluida, claro está, la propia constitución.
Esto, evidentemente, tiene sus implicaciones mediáticas. No hay cosa más triste que constatar que los periódicos son todos un calco. Ídem con las televisiones o las cadenas de radio. El periodismo es -o debería ser- algo ascendente que emana de la sociedad civil, no una protuberancia del poder tal y como se entendía en el franquismo o se entiende hoy en la Venezuela bolivariana, dos variedades de consenso impuesto desde arriba que son la negación misma de la democracia.
Un país libre es aquel en el que las ideas surgen de abajo, se debaten y ascienden hasta condicionar la agenda electoral. La prensa y las redes sociales es donde tiene lugar ese debate que se libra, generalmente con pasión, día tras día sin que la élite pueda intervenir más que circunstancialmente.
Toda democracia necesita electroshocks periódicos que son los que la mantienen viva
Así nació, por ejemplo, Podemos. Aprovecharon la ventana de oportunidad que les ofreció la crisis económica y en sólo un par de años consiguieron colocar una serie de ideas -casi todas malas, por cierto- en el centro del debate público. Transformados ya en una máquina de guerra electoral se colaron en ayuntamientos, parlamentos autonómicos y en las Cortes. Ahora tratan de disecar ese mismo debate porque ahora son ellos los que están arriba.
Pero el caso Podemos no interesa tanto ahora como hace tres años. Polarizaron el mercado electoral y encontraron una demanda ávida de novedades que el consenso no se atrevía a abordar. Cosas tales como, por ejemplo, saquear a la clase media o poner en solfa al mismo sistema clamando por una constituyente. Un fenómeno parecido al de AMLO en México, con la diferencia de que AMLO se ha hecho con el poder. Lo que venga a partir de ahora está por ver.
Con esto se corre, naturalmente, el riesgo de terminar cargándose el sistema, pero es un coste asumible. Toda democracia necesita electroshocks periódicos que son los que la mantienen viva. También sirve para extremar la vigilancia, el pluralismo es una planta muy delicada. No ya es que merezca la pena, es que deberíamos hacer todo lo posible para que la polarización persista.
Foto: Gem & Lauris RK