Con el torrente informativo que soportamos cualquiera diría que en nuestro mundo ya nada funciona, que poco a poco nos estamos convirtiendo en un residuo del pasado, en las cenizas de la antaño gloriosa hoguera del progreso, y que todo lo que fuimos, somos y seremos está gravemente amenazado y a expensas de los milagros que obre una élite presuntamente acreditada que trabaja denodadamente para conjurar el estallido final, o sea, el apocalipsis.

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Excepto por las secciones de sociedad, donde rara vez la noticia tiene que ver con algún hecho ejemplar, meritorio y emocionante sino que lo habitual son las memeces, a ser posible llamativas por chuscas, escabrosas o directamente gilipollas, la inmensa mayoría de los contenidos informativos que nos envuelven están directamente relacionados con las admoniciones, decisiones, advertencias, pugnas y planes de esa superestructura política y experta que aspira a convencernos de que si no fuera por ella el mundo dejaría de girar.

Sólo los locos, los estúpidos o los farsantes pueden defender que el progreso se origina aguas arriba para luego derramarse sobre nuestras huecas cabezas

Pero es justo al revés, el mundo sigue girando a pesar de todo porque el progreso tiene su origen abajo, no arriba. Y este progreso, si acaso, será tanto mayor o menor en función del empeño que en ese arriba pongan por arruinarlo o por facilitarlo.

Para comprobar que esto es así y que en realidad siempre ha sido así, no es necesario recurrir a los grandes pensadores que pudieran argumentarlo, ni pertrecharse de poderosas teorías y descubrimientos sociológicos, aunque los hay y en suficiente cantidad y no estaría de más conocerlos un poco. Basta con cambiar la orientación de la mirada y, en vez de permanecer absortos ante las enloquecidas maniobras de esa superestructura pagada de sí misma, observar con idéntico pasmo el laborioso mundo del común, donde millones de individuos anónimos y mucho más humildes interactúan y realizan actividades aparentemente prosaicas y banales que, sin embargo, son las que garantizan nuestra existencia. Porque es ahí, a ras de suelo, donde suceden los milagros, a menudo pequeños, diminutos, pero en ocasiones extraordinarios. No en las alturas.

Precisamente, por mi interés por lo cotidiano, por esas actividades aparentemente banales con las que la gente se gana la vida y aspira a cumplir sus pequeños sueños, me topé en Youtube con un joven mecánico en cuya cuenta en esa plataforma cuelga vídeos de sus reparaciones. Desconozco la edad exacta de este joven, pero por su aspecto barbilampiño diría que está lejos de la treintena.

Una de sus series de vídeos tiene que ver con un proyecto especialmente desafiante que arranca con la adquisición mediante subasta de un superdeportivo que tras un violentísimo accidente ha quedado irrecuperable. El automóvil en cuestión es un McLaren de 2018, cuyo precio en buen estado de segunda mano flirtea con los 300.000 dólares. Una máquina extremadamente sofisticada y exclusiva que intimidaría a cualquiera, incluso a un experto mecánico. Y que, en el caso que nos ocupa, resulta aún más intimidante por el lamentable estado en que se encuentra.

Pero John (con ese nombre me referiré en adelante al jovencísimo mecánico) se ha propuesto hacer algo descabellado: adquirir ese amasijo informe de metal y fibra de carbono para devolverlo a su forma original y darle una nueva vida. Cualquiera pensará que comprar esa chatarra al menos no es muy costoso, pero nada más lejos de la realidad. El destruido McLaren aún conserva piezas aprovechables que son muy cotizadas. Así que al delirante desafío mecánico de John se añade un importante riesgo económico, concretamente el desembolso de unos 70.000 dólares. Al fin y al cabo, sólo el corazón de esa bestia, un motor V8 biturbo de 4.000 centímetros cúbicos y 720 caballos vale 100.000 dólares en origen.

A pesar de que John se ha ocupado previamente de obtener abundante documentación fotográfica del estado del vehículo, una vez lo compra, lo transporta a su taller y se pone manos a la obra irá descubriendo más y más daños ocultos. Uno de ellos especialmente crítico que afecta a la estructura principal del habitáculo y que, por así decir, es el tronco del que brota todo lo demás. Esta parte fundamental está construida íntegramente en fibra de carbono lo que hace que su reconstrucción resulte imposible cuando sufre daños estructurales graves, como desgraciadamente es el caso.

Para mayor complicación, resulta que McLaren no suministra esa parte por separado porque, como digo, es un elemento estructural de grades dimensiones que en esencia es el esqueleto del vehículo. La marca entiende que, si eso está irremediablemente destruido, no hay reparación posible puesto que intentarlo implicaría ni más ni menos que reconstruir el automóvil por completo, lo cual sin los planos, recursos o herramientas exclusivas de McLaren sería poco menos que imposible. Pero ese es precisamente el plan del joven mecánico: enfrentarse a lo imposible y salir victorioso. Y no va a rendirse, objeten lo que objeten los responsables de Mclaren.

John, a pesar de su corta edad, es un hombre de recursos y diría que de una fe impropia en nuestro tiempo. Usará Internet para buscar a lo largo y ancho del mundo otro siniestro de un McLaren idéntico al suyo pero que conserve esa estructura intacta. Lo que equivale a buscar una aguja en un pajar. Sin embargo, lo encontrará. Negociará hábilmente para hacerse a buen precio sólo con la parte que necesita y añadirá a su cuenta de gastos 10.000 dólares adicionales, más otro pico por los portes.

Una vez recibe el crucial componente, John empieza a hacer lo que en McLaren consideran imposible para un particular: reconstruir desde cero, pieza a pieza, tornillo a tornillo y conexión a conexión, sin plano ni croquis alguno, uno de los máximos exponentes de la ingeniería automovilística moderna. Para hacerse una idea de la complejidad del desafío, sólo los cables y conectores que deberá John trasplantar a la nueva célula y enrutar y enchufar en decenas, si no centenares, de lugares diferentes suman al peso más de 30 kg. Hay una secuencia en la que John, que es un joven fornido, carga con ese enjambre de cables sobre sus hombros y se tambalea por el peso.

Aunque es hábil, John no es un ingeniero experto ni un mecánico con una vasta trayectoria. Tampoco es el hijo de alguien con posibles, lo que quizá le permitiría asumir este riesgo y fracasar sin arruinarse. Tiene dotes para la mecánica y una fina inteligencia, además de temple y disciplina, pero carece de una vasta experiencia, no se ha licenciado en ingeniería y no tiene detrás una familia pudiente que lo financie.

Sin embargo, John culminará con un éxito indiscutible la reconstrucción de esa máquina endiabladamente compleja. Además, lo documentará con absoluta honestidad. Grabará en vídeo todo el proceso, sin escatimar errores, pasos atrás y rectificaciones, mostrándonos cómo mediante el sufrido proceso de prueba y error va resolviendo cada problema de forma pulcra, sin tomar atajos ni recurrir a la chapuza. Al fin y al cabo, la idea inicial de John es revender el McLaren, recuperar su inversión y obtener un margen de beneficio. ¿Y qué mejor garantía para el posible comprador que documentar con pelos y señales la exquisita reconstrucción?

No abundaré en las vicisitudes del joven John para no aburrir, aunque no tienen desperdicio. Lo que me interesa transmitir es aquello que en última instancia me parece muy emocionante y que, pienso, debería llenarnos de optimismo y confianza en nosotros mismos para disgusto de quienes están empeñados en convencernos de nuestras limitaciones y peligrosísimas carencias.

Con su determinación y coraje, John, que es sólo uno entre muchos, desmiente a estos agoreros y cantamañanas que se han atribuido el derecho a dirigirnos como si fuéramos estúpidas ovejas para salvarnos de nosotros mismos. Es en este sentido que resulta evocadora la audacia, la perseverancia, la inteligencia y, sobre todo, la ilusión de este joven capaz de hacer lo que parece imposible, porque con su logro nos recuerda que lo que mueve el mundo no son los Thierry Breton ni las Ursula Gertrud von der Leyen, ni los ejércitos de politólogos, sociólogos y expertos enquistados en la superestructura de los estados y las organizaciones, sino la inquietud y la sana ambición de millones de hombres y mujeres anónimos.

Nada hay más lleno de verdad que la expresión luminosa de este joven cuando, tras meses de trabajo, esfuerzos y tribulaciones, logra por fin poner en marcha el Mclaren reconstruido. La luz que enciende su rostro deslumbra y rejuvenece porque es la misma que ha iluminado a la humanidad desde tiempos inmemoriales. Es el ¡eureka! del matemático griego Arquímedes de Siracusa que se repite, que resuena poderoso con cada logro, con cada hallazgo, grande o pequeño, del ser humano. Es, en definitiva, la luz ancestral, poderosa y penetrante con la que una y otra vez atravesamos las tinieblas para iluminar el incierto futuro.

Cada día millones de personas, sean mecánicos, agricultores, ganaderos, pescadores, profesores, arquitectos, ingenieros o médicos, obran pequeñas proezas que, sumadas, dan forma a la idea de progreso. Estos pequeños éxitos en ocasiones devienen en grandes saltos adelante, en esos momentos estelares de la humanidad que relataba Stefan Zweig en el libro de título homónimo. Es entonces, cuando un desconocido obra algún prodigio y deviene en celebridad, que quizá nos confundimos, pues descontamos que alguien tan genial tiene que provenir por fuerza de un lugar distinto del nuestro, un lugar que imaginamos en las alturas.

Sin embargo, todos venimos de abajo, también los genios. Sólo los locos, los estúpidos o los farsantes pueden defender que el progreso se origina aguas arriba para luego derramarse sobre nuestras huecas cabezas. Abajo empieza todo porque sólo ahí es donde las misteriosas fuerzas que dan forma a nuestro destino interactúan de forma masiva. Creer lo contrario o, peor, pretender imponer el orden inverso, que un grupo selecto de mentes situadas en las alturas decidan nuestro destino, es el camino más seguro hacia el desastre. Por eso debemos rebelarnos, recuperar la confianza y asumir la parte de responsabilidad que nos corresponde: para impedirlo y dar la oportunidad a quienes vienen detrás de escribir su propio futuro.

Para terminar, sólo me queda añadir que John al final decidió no vender el McLaren. La razón la desconozco. Pero sospecho que en su aventura siempre hubo un motivo más profundo que el simple beneficio económico.

Foto: Satyam Pathak.

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