En 1968 el director estadounidense George A. Romero sentó un hito en la historia cine de terror con el estreno de Night of the living dead, en español conocida como La noche de los muertos vivientes. La cinta de bajo presupuesto y con actores desconocidos marcó un antes y un después en el canon del género que, con el tiempo, se convirtió en una auténtica película de culto. Tanto es así que la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos la escogió para formar parte del National Film Registry, el archivo cinematográfico que se dedica a conservar películas “cultural, histórica o estéticamente significativas”.
La propuesta del film fue todo un éxito, y dio lugar a la génesis del arquetipo del zombi de nuevo cuño, del muerto que vuelve a la vida que solo busca saciar su hambre irrefrenable de carne humana. El muerto viviente, el cadáver resucitado, no por medio de la magia negra o el vudú, sino por causas no muy claras, pero sí más “racionales” o al menos más verosímiles, cuando ataca a su víctima la convierte también en zombi, reproduciendo así hasta el infinito el horror más abyecto, como una infección que no tiene cura.
Fuera, el asedio imparable de la muchedumbre de muertos vivientes; dentro, los supervivientes aun no infectados que por cobardía, miedo o desesperación se enfrentan entre sí y, de esta manera, solo consiguen que los zombis alcancen su cometido final
El zombi de Romero es el vigente en el actual imaginario colectivo. El que todos conocemos, el espantoso cadáver caníbal que de lejos parece un ser viviente, ya que está en pie, anda y se asemeja a un humano, pero que cuando nos acercamos a él, percibimos que hiede porque está en descomposición y, sobre todo, que es un peligroso organismo muerto muy contagioso y carente de alma.
Existe una cierta similitud del gobierno Sánchez con el zombi de Romero, el de La noche de los muertos vivientes, ya que como este, es un cuerpo en descompuesto que sigue en pie, que no asume su condición putrefacta, que corrompe todo su entorno y, lo peor de todo, a diferencia del de la ficción, no tiene a nadie enfrente con el coraje ni la determinación suficiente de acabar con él. Que el zombi esté muerto no solo lo define, sino que es la característica que le da ventaja, ya que no tiene vida que perder, juega con otras reglas, muy distintas de la de de los vivos.
El gobierno zombi es igual, no tiene vida, se niega a aceptar su condición, apela al pasado adaptándolo a su necesidad para justificar su andadura, es lógicamente amoral, carece de alma, pero anda como los vivos, entre los vivos contagiando y pudriendo todo a su alrededor. En España pasamos de un gobierno Frankenstein -formado por miembros de cadáveres diferentes- a un gobierno zombi, mucho más zafio aún: el gobierno zombi de Sánchez.
Para entender mejor la figura y el paralelismo empleado, vale recordar que en la galería de monstruos, el vampiro de Drácula es un noble, la criatura de Frankenstein, aunque éticamente cuestionable, es fruto de la ciencia, el Hombre Lobo sufre una maldición de raíz folclórica; pero el zombi es el más plebeyo, cutre, asqueroso y repulsivo de todos, cuyo único cometido es comer y contagiar, nada más.
Hay otro paralelo para completar el cuadro de situación, y es el planteado por Mira Milosevich, la politóloga y socióloga de origen serbio residente en España, que es investigadora del Real Instituto Elcano, cuando afirma en su libro titulado ‘El imperio zombi. Rusia y el orden mundial’ que:
“Tanto la URSS como la Rusia de Vladimir Putin han de verse como potencias revolucionarias y revisionistas con el objetivo irrenunciable de cambiar el orden internacional establecido. El Imperio zarista, que se construyó entre los siglos XV y XIX, se desintegraron en 1917. El soviético, que le sucedió desde 1922, desapareció setenta años después , tras el colapso del comunismo. La Rusia actual es un imperio zombi, un difunto que, de una forma u otra, intenta volver a la vida”.
De acuerdo con Milosevich, la Rusia actual no acepta que su imperio acabó, nunca asimiló la idea del fin de una era imperial. Por ese motivo tampoco acepta la idea de ser un Estado nación integrado en el orden mundial. De ahí el intento, como sea, de volver a la vida -como un zombi- de volver a ser un imperio. Su reimperialización, es la base de su revisionismo y mesianismo que no deja de actuar como una justificación geopolítica en la actualidad. Rusia tampoco tiene una clara idea de fronteras nacionales y que encaja con esa vuelta al imperio -a la vida del zombi- a pesar de su muerte, que es un cadáver en pie, un muerto viviente muy peligroso.
En la España actual con el gobierno zombi de Sánchez podemos trazar algunos paralelos políticos con el imperio zombi ruso analizado por Milosevich. El gobierno español tiene algunas pretensiones similares al ruso, pero lógicamente en un grado muy inferior. Sánchez, al igual que Putin, también tiene un objetivo irrenunciable, ya que se ve revolucionario y revisionista y pretende cambiar el orden establecido, en este caso a nivel local y a lo sumo regional. Y lo está consiguiendo con la sanchificación del Estado; es decir con el proceso en marcha de avance sin freno del poder Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial, la instrumentación institucional como herramienta de este proceso de descomposición del Estado de derecho, las libertades ciudadanas, la igualdad ante la ley y la unidad nacional. Si a ello le sumamos la hegemonía del relato oficial en los medios masivos y en la cultura, la apatía ciudadana más la falta de proyecto político alternativo de una oposición confundida y enfrentada entre sí, el fin de este proceso de sanchificación del gobierno es la zombificación de la nación, mucho más peligrosa y dañina aún.
Como afirma Michael Bloom en su artículo Reanimando a los muertos vivientes, el film de Romero modificó la idea que se tenía sobre los zombis. Pasaron de ser seres serviles, dominados por una inteligencia superior y carentes de voluntad o de capacidad de comunicación, a mostrarse como incontrolables, caníbales y dotados de un instinto de supervivencia que los mueve a atacar seres humanos vivos. El proceso político actual vuelve a tener similitudes con la ficción cinematográfica y con el género del horror. De la ficción a la realidad hay solo un paso. Como en la película de Romero, en España, el peligro no solo se encuentra fuera sino también dentro de la casa rodeada. Fuera, el asedio imparable de la muchedumbre de muertos vivientes; dentro, los supervivientes aun no infectados que por cobardía, miedo o desesperación se enfrentan entre sí y, de esta manera, solo consiguen que los zombis alcancen su cometido final.
Si en la realidad como en la ficción, aún hay seres vivos que se niegan a sucumbir a este apocalipsis zombi político, deberán primero tomar conciencia del peligro, juntar coraje, tejer alianzas, aunque sea solo por conveniencia, y enfrentar de una vez por todas a los muertos vivientes que los tienen rodeados. Si no, como en La noche de los muertos vivientes, el final de la película es muy desagradable.
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