Uno de los problemas de cultura política que tenemos en España es que nos hemos acostumbrado desde hace tiempo a ciertas anomalías en la convivencia democrática como si fueran lo más natural del mundo. Es un problema de fondo que luego, como los picos de un iceberg, emerge en decenas o acaso centenares de casos puntuales, algunos preocupantes, a veces llamativos, en ocasiones irritantes y otros, simplemente anecdóticos. Pero todos ellos delatan en nuestros lares un grave déficit de cultura democrática.

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Quizá las coordenadas espacio temporales desde la que escribo me permiten una perspectiva más amplia y una mirada más sosegada. Lejos de mi lugar habitual de trabajo, percibo la sesteante vida política en la que se instala el país durante el mes de agosto con una distancia escéptica que me permite describir sin llegar necesariamente a juzgar y, en todo caso, a ensayar una crítica que, en contra de lo que suele ser habitual entre nosotros, no se dirige contra los otros, sino que nos abarca y afecta a todos sin excepción.

La democracia, como es bien sabido, se construye sobre unas determinadas bases económicas y sociales y se articula luego en una serie de instituciones y mecanismos políticos. Pero, junto a todo ello, hay unas pautas ideológicas, unas disposiciones mentales, unos usos y costumbres que permiten por ejemplo el respeto mutuo, la convivencia entre los distintos, la alternancia pacífica en el poder o la renuncia a tomarse la justicia por uno mismo, por citar algunas de las referencias más elementales.

Se repite hasta la saciedad que “democracia es votar” y también que democracia es “derecho a decidir”, tomando como vulgarmente se dice el rábano por las hojas

Por razones que todos conocemos, hoy se repite hasta la saciedad que “democracia es votar” y también que democracia es “derecho a decidir”, tomando como vulgarmente se dice el rábano por las hojas. Da una cierta pereza repetir una vez más que, lejos de ser cierto, en las dictaduras también se vota y que el derecho a decidir de cualquier colectivo está limitado, como la misma libertad, por los derechos de los demás o del conjunto al que se pertenece. Por el contrario, se recuerdan muy pocas veces algunas obviedades, hasta el punto de que estas, por desuso, dejan de ser tales.

Democracia es, además de otras cosas, respeto a la ley, tolerancia y contrapeso de poderes. Nada que no dijeran en su momento los clásicos, de Locke a Stuart Mill, de Montesquieu a Tocqueville. Me ciño a esos tres elementos porque a poco se fijen, encontrarán que por ahí falla clamorosamente nuestro sistema de representación y convivencia. Me apresuro a señalar antes de que me lo adviertan mis lectores que, por supuesto, no es un problema exclusivo de España. Dependerá de con quién queramos compararnos. Siempre hallaremos que en otros lugares están peor. Pero si aspiramos a una democracia seria o nos quejamos a menudo de la “baja calidad” de nuestro sistema, bien empleado estará que, como mínimo, nos tomemos la cuestión en serio.

No es difícil convenir que tenemos desde el punto de vista político algunas disfunciones específicas que resultan chocantes o incluso grotescas. Ya que hablamos de convivencia, aquí tenemos la particularidad de convivir con lo anormal con absoluta naturalidad. Así, por ejemplo, una parte del territorio nacional –o sus representantes políticos- se mantienen desde hace tiempo en abierta y permanente rebelión contra el Estado y, bueno, ya ven, la vida sigue. Hay procesos judiciales en curso, ya sé, pero no parece que quiten el sueño a los sediciosos y más bien son los legalistas y servidores del orden quienes se mantienen en vilo, cada vez más acosados. El mundo al revés. Y no pasa nada.

Los representantes del Estado en una comunidad autónoma no solo incumplen las leyes que no les convienen sino que se enorgullecen de hacerlo y así lo proclaman a los cuatro vientos

Los representantes del Estado en una comunidad autónoma no solo incumplen las leyes que no les convienen sino que se enorgullecen de hacerlo y así lo proclaman a los cuatro vientos. Decir nuevamente que nada pasa es quedarse corto. Porque mientras esos dirigentes políticos despotrican del Estado y persiguen a todos los que no comparten sus consignas, la administración española –o sea, todos los españoles- les pagamos puntualmente el sueldo (¡y qué sueldos!) y financiamos los planes para constituir su república independiente. Seamos sinceros, ya hasta lo vemos con normalidad. Cuando se lo tenemos que explicar a un amigo europeo o norteamericano, tenemos ciertas dificultades para hacernos entender y no precisamente por el idioma. Aun así, cuando terminamos, vemos en su rostro que no da crédito.

Recuerdo hace algunos años el agobio y la congoja al pasear por algunas localidades vascas, sobre todo pequeñas y medianas ciudades de la Euskal Herria profunda entre inquietantes pasillos de jóvenes con miradas retadoras. Por doquier, crespones negros, ikurriñas con fotos de etarras y pintadas de Presoak Kalera. Territorio comanche. Hace poco un diario titulaba “Iglesias y Colau ponen en marcha el ‘presoak kalera’ catalán”. Ahora son cruces y lazos amarillos pero la señal es la misma. ¿De quién es el espacio público? La apelación al simple cumplimiento de la ley se mueve entre la ingenuidad y la temeridad. Pero eso es lo que hay.

Paradójicamente todos esos abusos y extorsiones se hacen en nombre de la democracia. Pero sin respeto a la ley no hay democracia digna de tal nombre

Paradójicamente todos esos abusos y extorsiones se hacen en nombre de la democracia. Pero sin respeto a la ley no hay democracia digna de tal nombre. Esto reza para los de arriba, es decir, para los que tienen el cometido de hacer que se cumplan las leyes, pero también para los de abajo, que tienen el deber de respetar los cauces establecidos. Cuando aquellos renuncian a su obligación por pusilanimidad u oportunismo político mal entendido y estos desprecian las vías de participación y reivindican sus supuestos derechos a las bravas, se producen situaciones como las que salpican de uno a otro confín la geografía española.

Sin entrar en el fondo del conflicto que enfrenta al gremio de taxistas con las nuevas empresas de transporte, me limito una vez más a una simple constatación: en defensa de sus reivindicaciones, los taxistas bloquean el centro de las principales ciudades españolas no una mañana o un día, sino el tiempo que ellos mismos juzgan pertinente para defender “sus derechos”. Las autoridades, por supuesto, les dejan hacer. En este caso me atrevo a dar un paso más: si hubieran sido desalojados por la fuerza, una parte importante de la opinión pública habría reaccionado con indignación. No hay más que ver quienes se habían convertido en sus defensores políticos. ¿Exagero si digo que algo está fallando aquí?

Cuando cada cual va a lo suyo y así se acepta con naturalidad, no solo se quiebra el respeto que posibilita la convivencia, sino que estamos a un paso de la ley de la selva. Por descontado que así nadie está en condiciones de exigir nada a los demás. La ejemplaridad es un valor obsoleto. La alternancia política, por citar otro caso, se ha degradado entre nosotros a una carrera desembozada para colocar compañeros de partido, amiguetes y familiares. Es verdad que esto lo han hecho hasta ahora todos, pero ha resultado particularmente obsceno en quienes han accedido al poder en nombre del rechazo a la corrupción.

Lejos del respeto a la división de poderes, individuos, grupos y partidos entienden el acceso a cualquier cargo no como una responsabilidad al servicio de la ciudadanía sino como desembarco u ocupación

Lejos del respeto a la división de poderes, individuos, grupos y partidos entienden el acceso a cualquier cargo no como una responsabilidad al servicio de la ciudadanía sino como desembarco u ocupación, al estilo de “ahora mando yo”. De ahí que los partidos hayan terminado por contaminar de sectarismo todos los aspectos de la vida política nacional, desde los medios de comunicación a la justicia.

No es menos cierto que a veces en el pecado encuentran la penitencia: cualquier dirigente político sabe hoy día que una imputación se resuelve según el color del juez que le toca, pues la justicia –como decía Clausewitz de la guerra- se ha convertido en una prolongación de la política por otros medios. Así están las cosas. Y nada parece auspiciar que a corto o medio plazo vayan a cambiar. Luego nos quejamos del funcionamiento de nuestras instituciones, sin querer ver las raíces de nuestros males.

Foto Hasan Almasi

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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).