En 1957 Karl Popper publicó su Miseria del historicismo un breve e influyente ensayo con el que, además de parodiar a Marx y a Proudhon, se propuso derribar la creencia en que el futuro pueda ser predecible en base a supuestas leyes o tendencias del pasadoSu argumento de fondo es puramente lógico (bastaría con que una predicción pudiera ser tomada en serio para que se pudiese desmentir con la acción contraria) y tal vez por eso mismo ha tenido, por desgracia, muy corta influencia en la práctica, porque la lógica le importa un carajo al público. Hoy no podríamos hablar ya de un historicismo sino de una muy variopinta oferta de predicciones pesimistas, lo que muestra que los profetas no suelen hacer mucho caso de los que predican precauciones, normas lógicas y escepticismo metódico porque forman parte de una grey cada vez más extensa: la de quienes se empeñan en que sus creencias son evidentes pese a cualquier objeción que pueda desmentirlas. Como es disculpable, el año de la pandemia ha exacerbado el afán apocalíptico de unos y otros en el convencimiento de que un clima de postración económica y moral se convertirá de manera casi automática en una oportunidad histórica para que los autores más cenizos lleguen al culmen de su fama.

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Decir al universo mundo que se equivoca es uno de los placeres más exquisitos que quepa imaginar, en especial si se consigue la adoración universal, basta con imaginarse el gusto que se debe sentir siendo Greta, Yuval o Slavo, personajes a los que nadie jamás reprochará un gazapo, dada la sublime intención de sus empeños. Frente a los que nos avisan del desastre, los optimistas siempre parecemos no ya desinformados sino bastante gilipollas.

Se invocará el modelo chino como única manera eficaz de protegernos y ya se sabe que en China solo hay elecciones en el interior del partido y siempre ganan los que están arriba, es la única manera de ser eficientes contra los grandes desafíos a los que se enfrenta el mundo

En esta apuesta desatada por la predicción de catástrofes, a la ciencia le ha cabido un papel algo equívoco, porque los historicistas pretenden hablar en su nombre al criticar los males de este mundo (el consumismo, el capitalismo, la destrucción del planeta, el colapso ecológico) y el efecto autoritario que está teniendo ese clima findelmundista, está haciendo casi imposible que las voces críticas se atrevan a insinuar nada, tal es el clima cancelatorio en el que se mueven muchas de estas predicciones agoreras. Y en esto estábamos cuando saltó la pandemia, una posibilidad que le parecía erradicada a Harari, pero pelillos a la mar.

Por curioso que pueda parecer, la primera reacción del poder político a la pandemia fue en España muy sincopada: se pasó de la negación al pavor y en cuatro meses a la victoria sanchista (“¡Hemos vencido al virus!”) para continuar luego con una especie de baile de la yenka en pleno desconcierto, lo que muestra el mucho desparpajo del gran timonel. La razón de esta actitud se encuentra en la creencia en que volverá a haber elecciones y no conviene cargar sobre las espaldas con ninguna responsabilidad, pero imaginen por un momento que pudiesen retrasarse, como puede que pase en Cataluña, incluso de manera indefinida, entonces el discurso político sería con certeza muy distinto. Los socialistas y los lenipopulistas que nos gobiernan se apresurarían a cargar contra el liberalismo, y aprovecharían el clima de terror sanitario para edificar instituciones y proclamar leyes que impidan que nada similar vuelva a suceder. En ese momento, se produciría una armonización completa de los pesimistas teóricos con los liberticidas políticos y se darían los pasos necesarios para instaurar un régimen basado en la nueva ciencia a la que se podría llamar socialismo ecológico y sanitario.

Un paso intermedio que podría llegar a facilitar la síntesis definitiva es el que depende de los resultados de la vacunación. A corto plazo, los políticos se apuntarán al éxito porque presentarán los avances de la ciencia como un mérito propio, fíjense con que celeridad ha procedido Sánchez a hacer un plan (el primero del mundo, poco menos) aunque sea tan vaporoso como sus comités de expertos. Pero ¿qué pasará si las vacunaciones masivas no tienen el éxito que es lógico esperar que tengan? Entonces llegará el momento del gran salto adelante, la pandemia se convertirá en un episodio revelador del desastre ecológico y climático y será necesario adecuar la política a estos escenarios de excepción quitando de en medio a cualquier clase de negacionistas, de críticos y de escépticos.

La pandemia se tratará de convertir en la demostración de un teorema, el que establece que el mundo se ha equivocado de senda al escoger caminos de libertad. Se invocará el modelo chino como única manera eficaz de protegernos y ya se sabe que en China solo hay elecciones en el interior del partido y siempre ganan los que están arriba, es la única manera de ser eficientes contra los grandes desafíos a los que se enfrenta el mundo. La tecnología se opondrá a la civilización y la eficacia a la libertad y el poder se verá desprovisto de cualquier sospecha porque se edificará sobre la convicción de que la libertad no puede existir para contagiar, para perjudicar o para atentar al equilibrio ecológico al que los seres humanos deberemos someternos obedeciendo sin ninguna resistencia.

Unos adminículos de ARN habrán servido para certificar la verdad de fondo de los catastrofismos. La esperanza de 1989 se quedó en nada en 2001, y el bicho del 2019 habrá servido para confirmar que ninguna libertad tiene futuro.

¿Serán las cosas así? Espero que no, pero lo que no me ofrece ninguna duda es que lo que predican quienes predicen desastres inevitables, la suma de todos ellos, es que renunciemos a pensar y a actuar por cuenta propia, que nos sometamos de buen grado a lo que nos indican los que tienen expertitud, como dice la Calvo, que abandonemos cualquier esperanza en las posibilidades de una libertad que signifique algo más que obedecer a las órdenes inteligentes del único poder legítimo. Si Popper levantara la cabeza se sorprendería de lo poco que las buenas razones cuentan en el mundo de hoy, de cómo muchos se han convencido de que no hay otro camino que someterse de buen grado a los designios de la historia que nos cuentan los que saben y los que mandan, que, por fortuna, serán los mismos.

Foto: André Luís Rocha


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web