Hace unos días Guadalupe Sánchez Baena publicaba un interesante artículo acerca del controvertido asunto de la llamada guerra cultural. Una noción que se ha popularizado entre la opinión pública como consecuencia de la reciente dimisión-cese de Cayetana Álvarez de Toledo. La dirigente popular destacó como la falta de interés por parte de la actual ejecutiva del PP sobre la cuestión de marras había originado múltiples controversias en el seno de la portavocía popular.

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En el artículo de Vozpopuli al que hago referencia, Guadalupe, con el didactismo que la caracteriza y la exquisitez de la que hace gala en sus brillantes crónicas, intenta demostrar casi De More geométrico como tal noción de guerra cultural no sólo es inservible políticamente a efectos de combatir la crisis institucional que a traviesa el país, sino que además constituye eso que los escolásticos llamaban un “ente de razón” o, en lenguaje coloquial, una estupidez sin sentido.

Dado que he escrito en reiteradas ocasiones al respecto me siento en cierto sentido compelido a aclarar el por qué pienso que sí existe esa realidad llamada guerra cultural. Para exponer mi visión al respecto voy a referirme dialécticamente a algunos de los puntos que trata Guadalupe en su artículo. Mi propósito es meramente aclaratorio y no tiene ningún afán polemista. Básicamente comparto el fondo de la mayoría de las reflexiones de Guadalupe en relación con el declive de las principales instituciones penales y procesales en España y me atrevería a decir que en la mayoría del mundo occidental. Lo que me separa de ella es la diversa concepción que mantengo respecto a las causas últimas de lo que está sucediendo.

Aunque la nueva izquierda use conceptos y términos clásicos de la tradición progresista, su sentido es radicalmente nuevo. Precisamente ese vaciado semántico de las principales instituciones políticas y jurídicas que la civilización occidental ha alumbrado desde la ilustración es en lo que consiste esa guerra cultural que Guadalupe niega

Primero voy a exponer someramente algunos de los puntos que Guadalupe defiende en su artículo para posteriormente pasar a comentarlos críticamente y de esta forma poder plantear mi visión alternativa al respecto. Según ella la llamada guerra cultural no sólo no existe sino que es una creación discursiva de la izquierda, un señuelo que ésta ha puesto a liberales y conservadores para que se entretengan mientras la izquierda se dedica a demoler el edificio legal institucional heredado del liberalismo y de la ilustración. También señala en su artículo como el origen del término guerra cultural hay que situarlo en la obra de James Hunter que lo presenta en clave de la política norteamericana como un conflicto sociológico entre valores liberales-progresistas y conservadores (derechos de los homosexuales, tenencia de armas).

Guadalupe también señala como la polarización de valores es una simplificación de la lucha política. Baena pone el ejemplo de la defensa por parte de la nueva izquierda de los derechos de la comunidad LGTBi que se contradice con la visión clásica homófoba del comunismo de la URSS o cubano. Ahondando en la misma idea señala como la propia izquierda ya no encarna esos supuestos valores de igualdad en la medida en la que el progresismo que dice defender valores como la libertad y la igualdad  acaba abrazando el identitarismo.  Esto lleva a la izquierda a defender las llamadas discriminaciones positivas que de facto suponen una negación de la propia esencia de la igualdad.

Según la visión de Guadalupe, James Hunter nos daría la clave de lo que en realidad significa la guerra cultural, que no sería otra cosa que una suerte de lucha de clases, entre la minoría progresista ilustrada y la masa obrera indocta que votante conspicuamente a peligrosos pseudo-dictadores como Trump. Lo que llamamos guerra cultural no deja de ser una forma de inversión de la lucha de clases de toda la vida, sólo que contemplada desde la óptica de unas élites progresistas nacidas al albur de las universidades americanas. Para concluir su interesante artículo señala que  realmente no hay una guerra cultural en curso,  más bien lo que hay es una ofensiva del populismo, ya sea de derechas o de izquierdas contra los fundamentos del llamado estado de derecho liberal, lo que se traduce en el caso del populismo de derechas en una xeofobia creciente y en el caso del llamado populismo de izquierdas es un ataque contra los principios básicos del Estado de derecho con la excusa de proteger a unas minorías raciales y sexuales oprimidas por un estado racista, patriarcal y homófobo. Este silogismo conduce a Guadalupe a etiquetar a Podemos y a VOX como dos partidos populistas que en lo sustancial están de acuerdo en lo mismo: atacar los fundamentos del Estado liberal de derecho.

Desde mi punto de vista el principal error de la visión de Guadalupe radica en considerar a las ideologías como intemporales, entes que parecen estar al margen del tiempo. En este aspecto Guadalupe es claramente Straussiana, para ellos los problemas políticos parecen ser intemporales y los valores asociados a la política permanecen anclados a ideologías políticas determinadas. Así no habría diferencia sustancial  alguna entre lo que defiende un conspicuo representante de la nueva izquierda como Laclau y un marxista clásico como Lenin (suponiendo que Lenin fuera un marxista según las teorías de la dupla Marx-Engels). Tampoco habría diferencia entre un Edmund Burke y un Irving Kristol, representante del neoconservadurismo norteamericano.

Esto no se sostiene, pues si se lee, por ejemplo, Hegemonía y estrategia socialista de Laclau uno se da cuenta de que la manera de entender ciertos aspectos del marxismo (La noción de ideología) de Laclau tiene poco que ver con la del célebre revolucionario soviético. Si en algo difieren la nueva izquierda y la izquierda totalitaria clásica representada por los marxistas soviéticos es en su diferente estrategia para imponer su ideología. Los soviéticos, por la influencia del leninismo, creían que el socialismo se impondría a través de un proceso revolucionario. Laclau, en este aspecto es más astuto, y se da cuenta de que Gramsci tenía razón: ninguna revolución te garantiza el poder si antes no has conquistado algo tan obvio como el sentido común de la gente. Es por lo tanto preciso apropiarse de las categorías políticas clásicas, ley, democracia, pueblo y dotarlas de un nuevo sentido.

Así, aunque la nueva izquierda use conceptos y términos clásicos de la tradición progresista, su sentido es radicalmente nuevo. Precisamente ese vaciado semántico de las principales instituciones políticas y jurídicas que la civilización occidental ha alumbrado desde la ilustración es en lo que consiste esa guerra cultural que Guadalupe niega. La guerra cultural del lado liberal-conservador se está perdiendo por incomparecencia, por la tozudez en no darse cuenta de que el sentido de muchos términos políticos está siendo transformado. De nada sirve apelar al respeto a la ley o al estado de derecho, porque estos conceptos están siendo resignificados por una nueva izquierda que está ganado esa batalla por la hegemonía cultural.

Por otro lado en relación al origen norteamericano del concepto de la llamada guerra cultural cabe añadir lo siguiente. James Hunter es un famoso profesor de teoría sociológica en los Estados Unidos que se ha caracterizado por introducir en el debate académico norteamericano elementos Gramscianos. Es el pensador italiano la fuente última de buena parte de los análisis de Hunter, que lo único que hace es aplicar marcos conceptuales propios del llamado marxismo occidental al campo de la vida cultural estadounidense. Hunter ha analizado con bastante detalle la influencia que el pensamiento evangélico ha tenido en la configuración política de los llamados “red states”, estados tradicionalmente republicanos como Texas. Hunter ha destacado como el pensamiento evangélico protestante ha logrado hegemonizar el sentido común de buena parte de los votantes de estos estados en cuestiones como el aborto o la libertad de conciencia como límite frente a las políticas de la llamada affirmative action (discriminación positiva) promovidas por parte de las administraciones demócratas en la era Clinton u Obama. Hunter es un gramsciano por lo tanto, verdadero padre de la idea de la guerra cultural.

Por último me gustaría señalar mi discrepancia con respecto a su visión acerca del populismo. El populismo es uno de los conceptos más esquivos de la teoría política y que ha sido objeto recientemente de nuevos análisis por parte de multitud de autores (Zanatta, Laclau, Fraser, Rosanvallon…).Multitud de controversias anidan en su conceptualización (fenómeno moderno o antiguo, patología o no de un sistema democrático,  si se trata de una ideología o es pura retórica política…). Kenneth Minogue, cuyo análisis me parece muy acertado, lo define como un movimiento político que se asienta sobre dos principios: la transitoriedad, pues surge en momentos de convulsión política y su carácter no ideológico sino puramente discursivo.

Guadalupe parece presentar un enfoque sincrético del fenómeno populista, pues lo presenta tanto como una ideología básicamente iliberal o incluso anti-liberal, como una suerte de estrategia política patológica que daña la normalidad democrática e institucional. Siguiendo la estela de autores como Canovan consigue poder abarcar dentro de la misma etiqueta dos fenómenos populistas, cuyas semejanzas de fondo serían mucho mayores de las que uno podría pensar a priori. La realidad es que VOX y Podemos son partidos que han utilizado estrategias populistas con finalidades diversas. Podemos, en la línea laclausiana, para instaurar una vía cesarista hacia el socialismo del siglo XXI y VOX, como dique frente al derrumbe cada vez más evidente del edificio político-institucional de 1978, en la línea de la Koservative revolution de la nueva derecha. Poco o nada tienen que ver más allá de una apelación genérica al pueblo como sujeto político traicionado por unas élites oligárquicas, de base económica en el caso de Podemos y de base nacionalista en el caso de VOX. Equipararlos equivaldría a identificar el populismo de los Gracos, dirigido a  salvar a Roma de las guerras civiles, del populismo de César encaminado a ser nombrado dictador perpetuo primero y finalmente imperator.

Según la visión de Guadalupe el populismo habría contaminado la vida política de las sociedades occidentales, hasta el punto de que todos los partidos, con tal de rascar algo electoralmente, sucumben de una u otra manera a las recetas populistas que acaban menoscabando los fundamentos del Estado de derecho. Guadalupe pone el acento en casos como el de la Manada, en el que partidos teóricamente sensatos y serios, PSOE y PP, acaban aceptando la última aberración jurídica con tal de no ser descalificados como “machistas y patriarcales” por parte de una opinión pública cada vez más sesgada por la nefasta influencia de unos malvados populismos que incitan las más bajas pasiones del vulgo ignorante en cuestiones legas y cada vez más ayuna de sólidos principios morales.

Precisamente esa deficiente comprensión de la guerra cultural es lo que lleva a Guadalupe a realizar una serie de análisis relativos al auge del llamado populismo punitivo en las sociedades occidentales que ella vincula a un auge del llamado derecho penal de autor, que conoció su periodo de esplendor en la llamada escuela de Kiel durante el III Reich. Desde mi particular punto de vista, que expondré en un próximo artículo, el declive de las garantías penales y procesales del mundo occidental no tiene su origen tanto en una vuelta hacia un pensamiento jurídico anti-liberal cuanto a la infiltración en el derecho penal de formas de pensamiento jurídico críticas de carácter anti-formalista, como los critical legal studies, la influencia de la teoría del derecho feminista de Catherine McKinnon o el auge del paradigma funcionalista en la llamada teoría del delito, especialmente el funcionalismo sistémico de Gunther Jakobs con su conocido derecho penal del enemigo.

Foto: Junta Granada Informa


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