Si de algo adolece nuestra época es de falta de glamour. Esto puede apreciarse en lo relevante y también en lo irrelevante. Por ejemplo, podemos comparar la figura del soldado tradicional, vinculada al ideal heroico, con el soldado moderno, para quien el combate es simplemente un trabajo. O contraponer la afición de nuestro tiempo al Gin Tonic, una bebida que permite una progresiva —y desapercibida— intoxicación etílica sin violentarnos, frente al cada vez más desusado golpe al paladar de un añejo whisky de malta. También comer, más allá de la función nutricional, se desvincula del disfrute de la vida para someterse a las reglas de la vida saludable.

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En general, todo tiende al utilitarismo y la seguridad. En los objetos, tanto grandes como pequeños, el ideal dominante es la ergonomía. En los automóviles, lo importante es el espacio y el confort; en los pequeños electrodomésticos, realizar todo tipo de tareas adaptándose al espacio disponible. El diseño industrial no es producto de la exuberancia creativa de otros tiempos, sino la forma estética en que las líneas confluyen con la utilidad gracias al uso de sofisticados softwares de modelado.

La paradoja de las sociedades modernas es que, aun disponiendo del lujo del tiempo libre y un acceso casi ilimitado al conocimiento, nos esforzamos muy poco en pensar. Y aunque no sea del todo cierto que hoy se lea menos, de lo que no hay duda es que lo publicado es cada vez de menor calidad, y leemos si acaso para entretenernos, no para reflexionar

Tal vez este utilitarismo a ultranza sea responsable no sólo de que el diseño vintage sea cada vez más valorado, sino también de que numerosas producciones televisivas se ubiquen en los años cincuenta del pasado siglo, la década frontera de la transformación de los sesenta, y reproduzcan con tanta fidelidad como nostalgia la plenitud de un mundo todavía con glamour, donde la virilidad, la feminidad y la belleza eran expresiones de la existencia.

Pero evidenciar esta carencia del presente mediante la estética, lo que bebemos, comemos, conducimos o usamos, sólo es arañar la superficie. El glamour tiene un anclaje más profundo. En su acepción habitual, es la belleza y la elegancia que posee una persona y que le hace resaltar en el entorno. Pero también representa algo más trascendente, porque no sólo alude a aquello que destaca, sino al sentimiento que provocaba. Walter Scott, poeta y escritor escocés, usaba esa palabra como el valor primordial del hechizo. A partir de ahí, glamour acabó refiriéndose al encanto especial que provoca fascinación y, finalmente, en nuestro tiempo, se redujo a una acepción fundamentalmente estética.

Pese a esta evolución, lo cierto es que glamour sigue siendo un término complejo y peculiar, cuya devaluación revela más cosas de lo que parece. De origen escocés, es una alteración del vocablo inglés grammar, cuya raíz griega es γραμματικῆ, que significa gramática. Y la pregunta que inevitablemente surge en este punto es: ¿cómo pudo relacionarse ese encanto especial que fascina, el glamour, con gramática?

La veneración del sabio

Esta asociación no nace de la casualidad. Antiguamente el hombre corriente veía en el erudito, en el sabio —y eso es el gramático—, una especie de alquimista, alguien con poderes extraordinarios. Así, expresaba un sentimiento de reverencia genuino hacia quienes eran capaces de acercarse a la verdad, al conocimiento de las cosas mediante el estudio y la reflexión, porque tal proeza estaba fuera su alcance. Al fin y al cabo, el común debía trabajar de sol a sol para sobrevivir y no disponía de tiempo para cultivarse.

Esta ascendencia del sabio sobre el vulgo no pasó inadvertida a los poderosos. Tanto los caudillos de las tribus, como los reyes y los emperadores, vieron en el hombre sabio una forma de reforzar su autoridad. Sin embargo, la gente ya no trabaja de sol a sol. Al contario que nuestros ancestros, disponemos de tiempo libre y, gracias a ello, nuestro estatus ha mejorado. Hemos podido dedicar el tiempo a algo más que trabajar. Las universidades se han masificado, la obtención de acreditaciones está al alcance de cualquiera y mediante la tecnología, podemos acceder a cantidades ingentes de información. En consecuencia, el conocimiento se ha “democratizado”.

Hoy, quien más, quien menos, todos tenemos una opinión sobre cualquier asunto, incluso sobre lo más complejo. Cuestión aparte es que estas opiniones sean reflejo del verdadero conocimiento o, como diría Platón, del conocimiento fenoménico, pero dirimirlo no es el objeto de este texto. Lo importante es que el público ya no ve en el sabio ningún hechizo, ha dejado de reverenciarle: lo mira con escepticismo o sencillamente lo ignora. Si acaso, durante un tiempo, las sociedades modernas han expresado cierta reverencia por el científico… hasta que la ciencia, como todo lo demás, fue engullida por la burocratización.

Perdida la capacidad de hechizar al vulgo y la consiguiente ascendencia sobre el poder, la antigua figura del sabio evolucionó a la del intelectual. Al principio, el hechizo pareció permanecer en la figura del intelectual público, desafiante e independiente, pero fue un espejismo. Rápidamente el intelectual orgánico, esto es, al intelectual que sirve a un determinado interés y no al conocimiento verdadero, ocupó su lugar.

La traición de los intelectuales

En la antigua relación, el poder necesitaba del sabio porque éste era capaz de cautivar al público por sus propios medios. En la nueva, sin embargo, este orden se invierte: es el intelectual el que necesita al poder.

La paradoja de las sociedades modernas es que, aun disponiendo del lujo del tiempo libre y un acceso casi ilimitado al conocimiento, nos esforzamos muy poco en pensar. Y aunque no sea del todo cierto que hoy se lea menos, de lo que no hay duda es que lo publicado es cada vez de menor calidad, y si acaso leemos para entretenernos, no para reflexionar.

En este nuevo orden, el intelectual está condenado a una irrelevancia de la que sólo determinados círculos de influencia pueden rescatarle. Pero ese rescate se obtiene mediante la debida transacción. El intelectual sólo obtendrá la anhelada relevancia si sirve a unos propósitos; es decir, si disfraza determinados intereses de conocimiento y razón. No buscará que las cosas mejoren sino colocarse en el sistema. Simulará perseguir la verdad mientras sirve a sus amos y, a cambio, los círculos de influencia le regalan una relevancia también fingida.

Una de las señales que nos advierten de esta impostura es la ausencia de debates honestos, anomalía que no pocas veces se oculta tras el artificio intelectual, como es el caso de la absurda pugna por ver quién expresa de forma más acertada en qué consiste la llamada “guerra cultural”.

La disquisición sobre qué es exactamente la “guerra cultural” es como la discusión bizantina sobre el sexo de los ángeles. Ocurre, sin embargo,  que los círculos de influencia que pugnan por el poder necesitan que la “guerra cultural” se plantee como una confrontación con una división clara y cristalina que pueda ser interpretada de forma favorable a sus intereses. Así, según sea el caso, podría servir bien para identificar el progreso como una amenaza, bien para repudiar el pasado, o bien para preservar el actual orden demoliberal sin mayores consideraciones, ignorando la degradación a la que lo someten sus propios adalides.

El problema, sin embargo, es más profundo. Y es que la cultura, como sentimiento aquilatado y ordenado por la razón, estaba en crisis antes de que Gramsci aprendiera a hablar. Da igual, como afirma Weaver, que llamemos a este fenómeno de muy largo plazo decadencia de la religión o pérdida de interés en la metafísica, el resultado es el mismo, puesto que ambas son núcleos integradores que, cuando ceden, generan una dispersión inabarcable que sólo cesa cuando la cultura ha sido reducida a escombros.

Ese es el quid de la cuestión, no la guerra cultural como teoría binaria o confrontación política, tampoco como constatación del feroz oportunismo marxista o como manifestación de la apatía conservadora y demoliberal. He ahí el problema de fondo, de muy difícil solución, de un mundo de nuevos bárbaros que hace demasiado empezó a deslizarse por la resbaladiza pendiente de la inmediatez y la autosatisfacción, de la búsqueda de la seguridad y la negación del mal, donde cultura es a lo sumo aquello que consumimos en nuestro tiempo de ocio. Un mundo práctico y presentista, sin velos ni hechizos, sin veneración por la sabiduría y la verdad… en definitiva, un mundo sin glamour al que, para colmo, le han puesto una mascarilla.


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