Hace ya casi cuarenta años que el economista austríaco Friedrich Glasl dibujó la escala de los conflictos, dividiéndolos en tres fases y nueve etapas. En la primera fase, «racional», los tres escalones son «tensión», «debate» y «pasar a los hechos»; vale decir, el trivial toma y daca de la vida. En la segunda, «emocional», hay tres grados de intensidad creciente, «formación de coaliciones», «quiebra de la confianza» y «amenazas», es decir, estamos ya en una conflictividad de impacto variable. La tercera fase se considera «bélica», empieza con infligir un daño limitado al adversario, continúa con su intento de aniquilación total y concluye con estar dispuesto a inmolarse con tal de destruir al enemigo.

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El conflicto en torno al feminismo lleva un tiempo escalando; ya ha transitado por la fase emocional y ha entrado en la bélica. Hoy habrá muchos que no se acuerden, pero hace tan solo un decenio existía en la sociedad española un amplio consenso en torno a la esencia del feminismo, un movimiento eminentemente democrático y ético, pues no pretende otra cosa que lograr que las mujeres tengan los mismos derechos y oportunidades que los hombres, o dicho de otra forma: que a todas las personas se las trate como tales sin importar su sexo. Puesto que sabemos que la democracia es una idea moral cuyos ejes son la renuncia a la violencia en favor del diálogo y los pactos y la defensa de la libertad y la igualdad de oportunidades, llamamos «feminismo» a una parte esencial de la lucha por la libertad y la igualdad de oportunidades, ejes de la ética universal, y a nadie sorprenderá que eso concite, en los lugares civilizados del mundo, la aquiescencia de la inmensa mayoría.

En nuestro país, y para aprovechar los vientos del #MeToo y la sentencia de la manada, hemos tenido que ver como toda una ministra trataba de legislar contra la presunción de inocencia, con el resultado de poner violadores en la calle

En ese mundo civilizado al que España pertenece, y por más que en todo haya matices y disputas, luchar contra la trata de mujeres, que estas puedan acceder a los puestos de responsabilidad tanto como los hombres, que se las retribuya según las mismas reglas o que no se las asesine son propuestas que no deberían suscitar suspicacias. Pero hete aquí que al feminismo le brota una enfermedad posmoderna que en nuestro siglo se agrava, contaminando la causa con otros fines; y que algunos partidos de nuestro país deciden que esta lucha transversal supone un jugoso botín electoral que vale más que seguir construyendo por la senda del consenso. Son ambos giros los que principalmente arruinan en los últimos años el empeño común y noble llamado feminismo; veamos por qué y qué podemos hacer con ellas.

En primer lugar, hablemos de ese feminismo que ha abandonado la lucha de los derechos por la de los diccionarios, lo candente por lo simbólico, los problemas reales por la aséptica lucha ideológica. Hijo de mayo del 68 y auspiciado por notables agresores del pensamiento y mamarrachos de la palabra como Lacan, Deleuze y Althusser (los oráculos de la nada), nace un feminismo intelectualoide que abandona las trincheras mundiales y se hace fuerte en los claustros de las universidades más «punteras». Esta locura podría haberse apagado hace tiempo de no ser por autoras como Judith Butler, que la ha reverdecido. Sirviéndose de una jerigonza canalla, Butler y otras autoras afirman que el género es un artificio social, lo separan del sexo y abren la caja de Pandora de la actual algarabía de géneros. Permiten que estos proliferen hasta conformar nuevas pesadillas identitarias, con el aplauso del mercado y en perjuicio del feminismo, que para ser fuerte ha de estar unido. La izquierda caviar de nuestro país, la de escrache en la Complutense, mani y después birras en Malasaña —la que finalmente asaltó los cielos— abraza con toda lógica esta farsa.

Butler —que se hace unos líos importantes entre biología y metafísica— escribe que lo femenino es «una noción inestable» que tiene un «significado tan problemático como “mujer”», y que la reproducción es una imposición del «sistema de heterosexualidad obligatoria», entre muchos otros desvaríos. Ese es el origen de las «personas menstruantes», de un feminismo sin mujeres, esto es, sin sujeto político, de los hombres que roban medallas a las mujeres en las Olimpiadas, etcétera. Y así es como pasamos del derecho a escoger inclinación sexual al «cuerpo como construcción social» y al sexo binario como una imposición del sistema, y a los bloqueadores hormonales para niños y a la ciencia como una mera proyección de ciertos prejuicios culturales. El resultado ha sido arrumbar la correlación mundial entre pobreza y machismo a cambio de jugar a las guerras culturales en el primer mundo.

Llegan también FEMEN y la política-espectáculo, la danza e himno «Un violador en tu camino», etcétera. Y llega la criminalización de un sexo al completo, con su «todos los hombres son violadores en potencia», ambigua trivialidad con el que algunos chulean a Aristóteles y a la lógica formal con el único afán de fabricar jóvenes neomachistas. A raíz del último y monstruoso caso de Gisèle P., drogada por su marido durante años para ser ofrecida para ser violada por sus compinches, titulaba una periodista su pieza “Por qué la gran mayoría de los hombres te violarían si nunca te acordaras”. Uno se pregunta inmediatamente —con un espasmo— si quien escribe cosas así mete en el saco a su hermano, su abuelo o su padre. Basta de esta basura no solo obscenamente falsa, sino además interesada. Los hombres no conformamos ningún colectivo, como tampoco las mujeres. Soy lo suficientemente mayor como para acordarme del ultramachista y estomagante «Todas las mujeres son unas putas, menos mi hermana y mi madre», de modo que rogaría a quienes perpetren estas cosas que respeten la inteligencia de todos. Una cosa es hablar de culturas de la violación (existieron y en ciertos inframundos todavía existen) y otra del todo distinta decir que, por ejemplo en España y en 2024, la violación es la cultura del varón. No se pueden lanzar estas salvas con la grosera excusa de que «si alguien se da por aludido, por algo será», envenenando la causa común que nos une. Siendo el feminismo una causa moral universal, es necesariamente unisex, y profundamente irresponsable andar insultando a todos los hombres con la excusa de calificar a los pocos que se lo merecen. Convendría también no volver a los pecados colectivos y heredables; a un varón hay que exigirle que se comporte, no que cumpla condena por los crímenes de sus antepasados.

Lo que nació como un lujo WOKE y académico pasó a ser, merced a la política de campus, los hashtags y el no-platform, hegemónico. Se llega a ser mujer, se llega a ser hombre; Simone de Beauvoir tergiversada y utilizada como un ariete. Y cada vez más gente chapoteando como idiotas en el charquito apestoso que los varones «trans» han regado. Ni que decir tiene que el transgenerismo no es feminismo, sino machismo mal encubierto: la verdad es la verdad, dígala Agamenón o la Montero. Aquí tenemos una gran oportunidad para la desescalada, porque la lucha contra el transgenerismo radical, faltón y violento, bien puede ser un enemigo común para quienes creemos sin más que toda persona merece ser tratada con respeto y acostarse con quien le dé la gana, y que la guerra de los sexos es un espectáculo orquestado por los cuatro que viven de ello.

Para el feminismo falso y posmoderno —valga la redundancia— ya no se trata de cambiar las estructuras, sino de agitarlas transgresoramente; no se trata de cambiar las leyes con el juego político, sino de hacer performances. Como ha dicho Butler, «la democracia es tortuosa», un eslogan que la ultraizquierda y últimamente el PSOE parecen haber hecho suyo. A fin de cuentas, es más divertido agitar que gobernar, siguiendo la estela, como dice Amelia Valcárcel, de «esa idea tan francesa de que el intelectual hace política hablando sediciosamente». Pseudofeminismo de Twitter, machismo de falsa bandera: estos cobardes todo lo fían a alterar las coordenadas verbales, batallando por el lenguaje inclusivo mientras en casi todo el mundo ser mujer sigue siendo un hándicap intolerable. La guerra al piropo, no la abolición de la prostitución; la cruzada de los «hijos, hijas, hijes» (Otto Weiniger: «Existen gradaciones innumerables entre el hombre y la mujer»), no el ácido en la cara de las mujeres iraníes por dejar tremolar al viento sus cabelleras, ni el borrado de las afganas, después de haberlas dejado a los pies de los caballos porque los norteamericanos eran muy fachas.

Es hora de desenmascarar a los carroñeros del feminismo, a quienes han querido convertir una lucha democrática y de todos en su cortijo. Cansa por falsa y por lo que divide la deleznable pretensión de que para defender la igualdad haya que ser de izquierdas (el «no, bonita» de Carmen Calvo, nuestra filósofa de cabecera). Al descarado apoyo de la ultraizquierda a lo queer le siguió, como la noche sigue al día, que le rentase al extremo diestro igualar el feminismo posmoderno con todo feminismo; y la izquierda que siempre gobierna ha hecho mutis por el foro o hasta lo ha aplaudido —con la noble excepción de las grandes feministas de este país, las de siempre: Valcárcel, Miyares, Freixas, Camps y el resto, sistemáticamente silenciadas—. Basta de gente recolectando votos por hacer suyo lo que es de todos: el feminismo es un empeño universal y humano.

En nuestro país, y para aprovechar los vientos del #MeToo y la sentencia de la manada, hemos tenido que ver como toda una ministra trataba de legislar contra la presunción de inocencia, con el resultado de poner violadores en la calle. Entre tanto, asistimos al aborto selectivo en la India (millones de mujeres que nunca nacerán porque no conviene), y seguimos con las mujeres subrepresentadas en los centros de poder y sobrerrepresentadas en la intendencia de los hogares: véanse las estadísticas del INE, que no arrojan dudas en cuanto a quien carga con más labores domésticas y cuidados familiares, en detrimento de sus carreras y sus vidas. Y sigue la vergüenza de la prostitución, se sigue hablando, como un logro progresista o liberal, de «trabajadoras sexuales», ignorándose que no hay un derecho a vender el sexo como no lo hay a vender nuestros riñones. Apoyar la prostitución es promover la explotación salvaje de las mujeres pobres; nadie que se diga preocupado por los derechos humanos puede promover tal cosa. Ser mujer sigue comportando riesgos desproporcionados en muchos lugares del mundo y desventajas en España; hasta aquí los hechos que a todos nos obligan.

Aquí va la propuesta: detectadas las enfermedades, combatámoslas para retomar el camino en donde lo dejamos. Para eso, necesitaremos un cosmopolitismo verdadero, lo opuesto a la multiculturalidad cosmopaleta. Quien se diga feminista mientras mira a otro lado sobre la mutilación genital en el África Subsahariana o la imposición del velo resulta que no lo es, y eso incluye últimamente a la ONU, que ha tenido la desvergüenza de permitir que Irán o Arabia Saudita presidan comisiones de su organización que trabajan —eso dicen— en pro de las mujeres. Quien se diga humanista e ignore el riesgo ético de importar la Sharía a nuestras sociedades libres, hágase cuidadosamente a un lado, porque es parte del problema. Tendremos, igualmente, que desterrar términos lamentables como el de «feminazi», no vayamos a darle la razón a quienes banalizan el fascismo con tal de resultar ocurrentes. Claro que hay (pseudo)feminismos notablemente incoherentes y permisivos con salvajadas de las que, de un modo u otro, se benefician; pero atender a los peores ejemplos para impugnar el feminismo es una estrategia miserable. No debemos renunciar al término («yo no soy ni feminista ni machista» y otros disparates): hay demasiada tradición en la filosofía moral y demasiada historia bajo ese paraguas, que arropa a demasiadas heroínas y algunos héroes, grandes logros morales e impresionantes avances éticos; hacerlo sería puro adanismo.

Todo lo anterior servirá para desescalar el conflicto. Tras esto, seguirá habiendo diferencias, pero no serán irreconciliables. Queda muchísimo que hacer en todas partes, pero también nos sanará reconocer lo conseguido, no para conformarnos, sino para seguir combatiendo por la igualdad con orgullo. Tal vez así no nos perdamos con los micromachismos, habiendo tantos macromachismos que desbaratar entre todos. Estamos, en nuestro país, en el TOP10 mundial de respeto a la igualdad entre sexos. Relajaciones, ninguna, tampoco bajar los brazos ya satisfechos; una sola mujer asesinada por su pareja ya es un drama intolerable. Pero nada de plantear que asistimos en nuestro suelo a un holocausto machista, basta de bulos que amedrentan y nos enfrentan; nada de chillar lo que no somos los españoles. En nuestro país no hay guerra de los sexos y no deberíamos querer que la hubiera. Puesto que el feminismo sin extremos es, sencillamente, reconocer que las mujeres son seres humanos, volvamos a recordar que esa batalla la queremos luchar casi todos, y luchémosla unidos, cuantiosos y valientes contra los pocos que persisten en la barbarie.

Foto: Roya Ann Miller.

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