La reciente publicación de dos libros que tratan la guerra civil española en un contexto inusual, utilizando las herramientas conceptuales y metodológicas de la historia comparativa, constituye una buena ocasión para reflexionar sobre algunos aspectos postergados del manoseado conflicto bélico. Digo a conciencia manoseado con toda la carga peyorativa que bien pueden suponer porque yo, aunque historiador y crítico, o precisamente por eso, estoy hasta el gorro de la inmensa mayoría de los libros de la guerra civil de mis colegas, que han convertido la tragedia en un provechoso campo –para ellos, claro, y para sus carreras académicas- de oportunismo político e instrumentación partidista.

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Los libros sobre la guerra civil salidos del ámbito de la Universidad española –con las excepciones de rigor, que no deben sobrepasar el nivel de un veinte o veinticinco por ciento- son obras clónicas, con el mismo planteamiento, la misma metodología y –ocioso es decirlo- idéntica ideología. Tienen en común –repito, con honrosas excepciones- un enfoque maniqueo, que se canaliza en última instancia en abrumarnos con las crueldades del bando sublevado hasta desembocar en un Holocausto español (Paul Preston dixit) diseñado por un militar salvaje en el que no se sabe qué destaca más, si su ridícula incompetencia o un sadismo solo comparable al Führer. ¡Luego se sorprenden y lamentan de que los panfletos en sentido opuesto de un publicista como Pio Moa se hayan vendido como churros!

Pero dejemos las divagaciones y vayamos al grano. Los dos libros a los que me refiero son muy disímiles, sea cual sea la perspectiva lectora o crítica que adoptemos. El primero, escrito por el hispanista Mark Lawrence, indica sus pretensiones en el propio título: Las guerras civiles españolas. Una historia comparada de la Primera Guerra Carlista y el conflicto de 1936-39 (Alianza). El segundo es un volumen colectivo que han coordinado dos historiadores españoles, Javier Rodrigo y David Alegre. Se titula Comunidades rotas. Una historia global de las guerras civiles, 1917-2017 (Galaxia Gutenberg) y pretende dar una visión panorámica de las confrontaciones intestinas en el último siglo en distintos puntos del globo, de Rusia a China, de Irlanda a Grecia, del Congo a Chechenia.

Mantengo desde hace tiempo (y reconozco que no soy nada original en sostener tal aserto) que los buenos libros no son los que nos gustan o nos dan la razón, generalmente una razón amasada a priori. Ni siquiera los que nos persuaden y convencen. Los mejores libros son los que nos obligan a pensar desde la discrepancia o la incomodidad. En este sentido no quiero dejar de apuntar aquí que ambos volúmenes me han generado no pocas reservas. El primero, porque cae en paralelismos forzados, cuando no se solaza en puras obviedades. El segundo, porque paradójicamente un enfoque tan amplio y omnicomprensivo termina por hacernos perder la función misma de la historia comparada, que debe elucidar críticamente, no simplemente acumular.

Hoy en día, afortunadamente, no se dan las condiciones para que tanta intransigencia desemboque en guerracivilismo, pero no hay que olvidar que este es la expresión última de aquella

No quiero entrar más a fondo en el examen crítico de ambas obras, porque no es este el lugar indicado para ello. Lo que sí pretendo es desarrollar en los párrafos que siguen dos cavilaciones que me han surgido a partir de la lectura de los citados ejemplares. La primera trata sobre las consecuencias o, si prefieren, para ser más concreto, el revelador cambio de óptica que puede conllevar la mera sustitución del permanente singular en nuestras controversias políticas –la guerra civil, como si el conflicto de 1936-39 fuera único- por el plural, guerras civiles. La segunda es el resultado inmediato de ese giro copernicano: la existencia de varias guerras civiles nos fuerza a plantearnos la hipótesis –al menos eso- de un sustrato o una actitud guerracivilista en nuestra trayectoria histórica.

La singularización de nuestra (última) guerra civil –a menudo, simplemente, la guerra– establece de por sí, implícitamente, la excepcionalidad de la misma. Una excepcionalidad que queda, no anulada, pero sí relativizada si adoptamos una perspectiva más amplia. Según esta, el conflicto de 1936 haría en el mejor de los casos, el número cuatro de los enfrentamientos civiles de nuestra época contemporánea. Digo en el mejor de los casos, porque estaría contabilizando solo las tres guerras carlistas clásicas (1833-40, 1846-49, 1872-76: ¡tres lustros de hostilidades  abiertas!) y no los demás alzamientos carlistas fallidos, la guerra de 1808-1814 (que tuvo mucho de enfrentamiento civil) y las múltiples asonadas y pronunciamientos que tuvieron también mucho de conatos guerracivilistas.

No pretendo, ni mucho menos, arrogarme el mérito de haber descubierto esta percepción de nuestra singladura reciente. De hecho, es casi un lugar común en los analistas del siglo XIX –desde los foráneos Raymond Carr o Stanley Payne hasta los especialistas internos, de Miguel Artola a Jordi Canal- caracterizar la mayor parte de la era contemporánea como una larguísima fase de convulsiones en la que las armas, y con ellas inevitablemente las pulsiones guerracivilistas, llevaron siempre la voz cantante. Sin olvidar que, por otras razones que ahora no son del caso, España a duras penas consigue vivir una década sin enfrentamientos armados: guerra de África de 1860, conflictos antillanos de 1868-78 y 1895-98, intermitentes guerras rifeñas de 1893 a 1921.

El franquismo presumía por ello a las alturas de 1964 de “25 años de paz”. Claro, decían los demócratas, la paz de los cementerios. En todo caso, estaremos de acuerdo en que la paz sin libertad no es, no puede ser, la base de la convivencia. Por eso, solo desde la muerte de Franco y la recuperación de la democracia puede hablarse con propiedad de superación de las contiendas civiles. De hecho, esa fue la clave del pacto de la transición, no el olvido, como imprecisa y parcialmente suele decirse, sino el recuerdo de la última guerra civil para la superación de los enfrentamientos cainitas.

¿Significa ello que se dejaron atrás y para siempre las actitudes guerracivilistas? Eso parecía y así se ha dicho durante bastante tiempo. Pero a menudo, no sé si por deformación profesional, he hablado en mis análisis del peso del pasado, que es como la maleta que todo viajero lleva consigo: a veces nos hacemos la ilusión de que no está pero lo cierto es que existe como un lastre que nos condiciona. La democracia, como se ha dicho muchas veces, no es solo un conjunto de formas y reglas, pues estas, para que el conjunto sea operativo, deben descansar en unos valores colectivos, como el respeto, la cooperación y la tolerancia. Por eso siempre han fracasado y fracasarán los intentos voluntaristas de implantar la democracia en sociedades con valores refractarios a aquellos.

Lejos de las pautas que rigen la convivencia política desde hace siglos en el ámbito anglosajón, por poner un ejemplo clásico, lo normal en el solar ibérico ha sido tratar al discrepante como desafecto, al crítico como traidor y al adversario o competidor como enemigo. Y al enemigo, ni agua. La cultura política es hija de la cultura a secas y la intransigencia ha sido flor secular en nuestros lares. Como escribió Fernán-Gómez, en 1939 no llegó la paz… sino la victoria. La victoria de media España sobre la otra mitad. Volviendo a lo que decía al principio, hoy resultan patéticos los esfuerzos retrospectivos de muchos historiadores e intelectuales por ganarle la guerra a Franco, muerto hace casi medio siglo, aunque ellos, en su obcecación, lo ven vivito y coleando en la sociedad española actual.

Algunos líderes políticos actuales, a un extremo y otro del espectro político, traen a colación, vengan o no a cuento, las peores actitudes del franquismo y el antifranquismo. Pero no solo ellos. El actual presidente del gobierno ha llegado adonde está -aclamado por los militantes socialistas- por su actitud cerradamente frentista: “no es no”. Entre nosotros, la pureza y valor del líder se sigue midiendo por su rigidez identitaria. El impasse político que vivimos es también consecuencia del frentismo de los bloques. Ni siquiera la profunda crisis de nuestro sistema parlamentario y el desafío nacionalista e independentista parecen razones suficientes para un pacto de los partidos constitucionalistas. Hoy en día, afortunadamente, no se dan las condiciones para que tanta intransigencia desemboque en guerracivilismo, pero no hay que olvidar que este es la expresión última de aquella.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).