Resulta que vivíamos en una anomalía democrática y no nos habíamos enterado. Por suerte, llegaron ellos para iluminarnos. Anormal es nuestra Constitución, nos dijeron, porque era vieja y ellos no la habían votado; y anormal era nuestra vista, llena de legañas franquistas que nos impedían ver los innumerables fascistas que pululan por todas partes. Agotado el discurso de la «regeneración de la democracias» por la vía de acotar los privilegios (nada de renunciar a los sueldazos y las dietas, nada de limitar los aforamientos), arrecia la demagoga monserga sobre la limitada calidad de nuestra democracia, y no importa que The Economist calcule que la nuestra es plena, porque ellos son los que saben.

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Cuando los populismos asaltan los cielos, hay que volver a explicarlo todo. Hagámoslo entonces. La democracia es el principio moral de convivencia más avanzado que el ser humano ha concebido. Su principio esencial es que no hay libertad si uno no puede elegir quién le gobierna, y ello a pesar de que no siempre tenga alternativas que le gusten, es decir, a pesar de que esa libertad diste de ser absoluta. Lo más importante de la democracia es, uno, la separación de poderes, y dos, la simple constatación de que, si no es por la democracia, un gobierno o desgobierno solo puede imponerse por medios violentos y así pues inmorales. La democracia, qué duda cabe, no está a salvo de corruptos y mediocres; no hay más que poner un telediario para constatarlo. Por esto Churchill decía que era un sistema desastroso, al tiempo que reconocía que todos los demás eran peores.

Es normal que para un admirador de la RDA como el ministro de consumo —es que duele hasta escribirlo—, sea un «déficit democrático grave» que alguien que incumple las leyes sea requerido por la justicia, porque en el paraíso antidemocrático de la hoz y el martillo que él añora no había leyes, sino el imperio del partido

La democracia se basa en dos principios fundamentales, la libertad y la igualdad de oportunidades. Esta configuración casa muy mal con las pretensiones de los totalitarios, y por eso no es de extrañar que no guste a quienes todavía cantan la Internacional, alaban al Ché y celebran la efeméride de la revolución bolchevique. En palabras de Alexis de Tocqueville, uno de los dos o tres que mejor han entendido el principio:

La democracia extiende la esfera de la libertad individual, mientras que el socialismo la restringe. La democracia reconoce el mayor valor posible en cada persona; el socialismo hace de cada persona un agente, un mero número. La democracia y el socialismo tienen en común solamente una palabra: la igualdad. Pero nótese la diferencia: mientras que la democracia busca la igualdad en la libertad, el socialismo busca la igualdad en la obstrucción y la servidumbre.

La democracia, como explica Giovanni Sartori, se basa en el consentimiento verificado de los ciudadanos, y por eso todos los salvapatrias que se arrogan la voz del pueblo y dicen que «las leyes están mal» son antidemócratas. Es la forma esencial del autogobierno, que no es, como explica John Stuart Mill, «el gobierno de cada cual sobre sí mismo, sino el gobierno sobre cada uno por parte de todos», por mucho que Pablo Hasel, Valtonyc y otros delincuentes de su cuerda piensen lo contrario.

La democracia es también un ideal, y en su plasmación real se perciben multitud de defectos. Como explica Sartori, los partidarios de la «democracia comunista» comparan el ideal (nunca realizado) del comunismo con los hechos (necesariamente imperfectos) de las democracias liberales, y «de esta manera siempre ganan; pero solo sobre el papel. La democracia alternativa del Este era un ideal sin realidad». Es por ello que «la única democracia que existe y merece este nombre es la democracia liberal». Es cierto que ha vivido horas mejores. Son precisamente quienes dicen ser sus celosos guardianes, quienes entre serie de HBO y serie de Netflix dinamitan el Estado de derecho desde sus poltronas, quienes más la están empeorando. El bochornoso espectáculo de sus quejas equivale al de un tumor que nos gritase que estamos enfermos.

«Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar de este», avisaba Montesquieu. Lo que más asegura que haya normalidad democrática es que las instituciones funcionen y que la separación de poderes se mantenga. La ley, cuando puede cambiarse —esa es la esencia de la democracia—, es la más acabada expresión de nuestras libertades. «Somos siervos de las leyes para poder ser libres», explicaba Cicerón mucho antes. Por supuesto, nada más anormal que eso para los antidemócratas, quienes una y otra vez pretenden que el gobierno deshaga decisiones judiciales. Su impaciencia con el Tribunal Constitucional y el modo en que desprestigian a los jueces cuando estos, obtusamente, fallan en contra de sus intereses, retrata a los déspotas. El antidemócrata aspira a instaurar una disimetría legal, y así los mismos que dicen que insultar a la corona o aplaudir a los etarras, por ser delitos de opinión, no deberían ser castigados, quieren que todo el peso de la ley caiga sobre quienes aplaudan el franquismo. Una cosa es odiar y otra bueno, odiar; una cosa es la libertad de expresión de los míos, y otra la libertad de expresión de los otros (¿verdad, Echenique?); porque el comunismo es que todos seamos iguales, pero unos más iguales que otros.

Es normal que para un admirador de la RDA como el ministro de consumo —es que duele hasta escribirlo—, sea un «déficit democrático grave» que alguien que incumple las leyes sea requerido por la justicia, porque en el paraíso antidemocrático de la hoz y el martillo que él añora no había leyes, sino el imperio del partido. Está muy feo, intelectualmente hablando (es un decir, tratándose de estos protagonistas), organizar la voladura de la democracia desde dentro y querer dárselas también de democrático. A estos botarates les han dado la carrera de democracia convalidándoles escraches, porque de la cosa lo ignoran todo. No es que no hayan leído a Montesquieu, Tocqueville o Sartori, sino que siempre preferirán Das Kapital y la dictadura del proletariado.

En Elementi, una revista de extrema derecha, Chistian Solinas dijo hace unos años: «Nuestro drama actual se llama moderación. Nuestro principal enemigo son los moderados. El moderado es por naturaleza democrático». Como escribió Norberto Bobbio en Derecha e izquierda, «la antidemocracia no es más que uno de los puntos de acuerdo entre los “extremismos opuestos”». ¿Puede alguien dudar que la aparición del último friki mediático, la tal Isabel Medina, es la mejor noticia posible para quienes andan jugando al videojuego España 1936 para vender sus mercancías y asegurar sus pensiones? ¿Hasta cuándo va a haber personas decentes que, en medio de la desolación, la ruina y la muerte, compren esta imbecilidad manifiesta de la resurrección del fascismo? Solo hay alguien más encantado de este sainete: nuestro incapaz presidente, que aplaude que ocupen las portadas las camisas azules para que nadie le pida cuentas de la situación sanitaria, la económica y otras menudencias.

Decía Sartori que no puede separarse lo que la democracia es de lo que debería ser. Sin atender en ningún momento al espíritu de la democracia, los Iglesias y Garzones de este mundo van rebuznando por ahí que ha dejado de ser normal porque no se parece a la antidemocracia a la que ellos aspiran. Desgraciadamente, la verdadera anormalidad que ellos representan —saboteadores a los mandos de la nave— no será corregida por intereses partidistas, o, para ser más exactos, personales. Quedan dos o tres años de aguantarles, hasta que el emperador ya no los necesite y vuelva a despreciarlos. Entre tanto, lo que más puede contribuir a nuestra normalidad democrática y nuestra salud psíquica es bajar el volumen cada vez que alguno de ellos asome el careto con la intención de añadir a su historial nuevas sandeces

Foto: NikoneCons.


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David Cerdá García
Soy economista y doctor en filosofía. He trabajado en dirección de empresas más de veinte años y me dedico en la actualidad a la consultoría, las conferencias y la docencia en escuelas de negocio como miembro del equipo Strategyco. También escribo y traduzco. Como autor he publicado ocho libros, entre ellos Ética para valientes (2022); el último es Filosofía andante (2023). He traducido unos cuarenta títulos, incluyendo obras de Shakespeare, Rilke, Furedi, Deneen, Tocqueville, Guardini, Stevenson, Ahmari, Lewis y MacIntyre. Más información en www.dcerda.com