Un medio de comunicación muy partidario del progreso, es decir de que todos se atengan a sus consignas, comentaba la reciente cumbre sobre el clima advirtiendo de que “Los jóvenes piden en Glasgow más acción y menos palabras por el cambio climático”. Estoy seguro de que no costaría gran cosa encontrar en algún rotativo alemán de los años dorados del nazismo un titular similar “Los jóvenes piden (al Führer) en Berlín más acción y menos palabras…” y me temo que la coincidencia no sería una casualidad, sino que indicaría también la sumisión a un mandato incondicional, el que los poderes dominantes tratan de imponer en cada momento.

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Hablar en nombre de otros es una de las maneras de describir al poder político en las sociedades de masas, tanto en las democráticas como en las que no lo son. Por supuesto que el líder del PC chino habla en nombre de toda China (y no suele haber nadie que se atreva a discrepar), del mismo modo que los restos de Unidas Podemos perseveran hablando en nombre de la gente (son tan modernos que se han olvidado de los empleados, los trabajadores y no digamos de la clase obrera) aunque no, por cierto, de las mujeres que todavía les parecen disponibles sin restricción alguna. Un político que crea de verdad en la democracia y en la libertad nunca puede perder de vista que es parte y habla en nombre de parte y que, por eso mismo, tiene que tratar de entenderse y acordar con otros en función de intereses que en verdad sean comunes a todos y que, como tales y por difíciles que sean, están por encima de las distintas partes, como la libertad, la convivencia o la justicia.

Cuando los políticos dejan de estar al servicio de los bienes comunes, cuando dejan de pensar en la sociedad, en sus problemas, en sus necesidades y carencias y se centran de manera obsesiva en sus personales proyectos y ambiciones se produce una metamorfosis maligna

Los nazis fueron, cosa que se olvida con frecuencia, los inventores de esa categoría política de la juventud, de convertir una circunstancia de edad en una categoría moral, y no es difícil detectar la pervivencia de este rasgo en todos los intentos políticos liberticidas, cuyo más profundo designio es hacer que un nosotros indiscutible maniate y sepulte a cualquier yo, a todo .

Las democracias representativas son artificios delicados en la medida en que pueden perecer bajo el peso de un poder legitimado en exceso. Son los políticos, personas singulares, quienes pueden y deben evitar esa malformación cuando se hacen conscientes de que representan a un todo que no es homogéneo, que tiene partes diferentes con distintos objetivos y valores, y que su llegada al poder no puede servir para intentar, siempre vanamente, acabar con esa conflictividad irremediable en la vida colectiva. Por eso las constituciones, como la española, entre otras, consagran el pluralismo como una realidad que debe respetarse, es decir como un valor político irrenunciable.

Quienes confunden a los jóvenes con un grupito disciplinado de una organización parcial y bien subvencionada no lo hacen de una manera inocente, no se trata sin más de que no respeten el pluralismo, la presunción razonable de que existen millones de jóvenes que no están representados por tales activistas, sino que pretenden ir más lejos, quieren suprimir cualquier diferencia, toda opinión que no concuerde con su dogma. Con la disculpa de una conciencia woke pretenden quitar cualquier forma de visibilidad a los disidentes, a los que no comparten su credo totalitario y excluyente, por mucho que se llenen la boca con la monserga de la inclusividad.

Es el culto al poder lo que hace olvidar los deberes y las precauciones de la representación. Cuando los políticos dejan de estar al servicio de los bienes comunes, cuando dejan de pensar en la sociedad, en sus problemas, en sus necesidades y carencias y se centran de manera obsesiva en sus personales proyectos y ambiciones se produce una metamorfosis maligna y tratan de emplear el poder que tienen para deshacerse de sus límites. El poder deja de ser un medio y se convierte en el todo, en una tentación que subyuga y somete, en una droga. Las democracias han ideado mecanismos de alternancia para evitar las peores consecuencias de este proceso, pero no siempre se consigue.

En la literatura sobre los problemas de los partidos se ha establecido con claridad la naturaleza de una enfermedad que tiende a desvirtuarlos, es la pugna entre su función política primordial (la representación y el ejercicio pacífico del gobierno y la política) y la dedicación al interés particular de quienes los dirigen. Así se puede dar que un político, como Pedro Sánchez, subordine los intereses más generales de todos los españoles a los suyos particulares con el fin de permanecer en Moncloa y ceda una y otra vez ante quienes no desean el bien de España sino que buscan su extravío, su quimérica desaparición, algo que no conseguirán pero que, de camino, nos ofende y perjudica a todos.

Ahora mismo, para que se vea que el mal es muy general, el PP se está empeñando en una batalla interna sin el menor sentido político. Una presidenta que fue puesta en el candelero por las reglas de funcionamiento de ese partido (designada a dedo por la dirección nacional para encabezar las listas de Madrid) pretende ahora saltarse los pasos estatutarios para aumentar su poder, pero son muchos los que sospechan que semejante intención no oculta otra cosa que poner al líder nacional en un aprieto (como si sus problemas fuese pocos y pequeños), contraponer su carisma al aparato, un dilema trilero.

Nadie es capaz de ver el menor interés público en esa refriega en una habitación cerrada y a oscuras, pero cabe hacer una pregunta muy simple: si la señora Ayuso estima ser mejor candidata a la Moncloa que Pablo Casado, y está en su derecho a creerlo aunque suponer que su éxito en Madrid pueda extrapolarse no se sustenta en ninguna evidencia, ¿cuál es la razón por la que no proclama esa intención, en lugar de afirmar lo contrario? ¿por qué no anuncia que se va a presentar con este propósito al Congreso que el PP deberá celebrar en 2022? Nos haría un favor a todos enseñando a esa organización a debatir con argumentos, con claridad y de cara al público. Tirar la piedra y esconder la mano puede ser menos arriesgado para su ambición, porque el disimulo sirve para ocultar sus ansias, pero es indecente y desmoralizador porque el cesarismo ayusil no ayuda a que el PP se comporte como un partido democrático y abierto que aprenda, por encima de todo, a ser útil a sus electores.

Nadie sabe cómo acabará esta historia, en la que no se ventila un interés público, ni siquiera del PP, sino una ambición que no se atreve a decir su nombre. Con la inverosímil excusa de democratizar las decisiones del PP (afiliados frente a compromisarios) se contribuye a poner en riesgo una trayectoria al alza frente a la alianza Frankenstein, algo que, a no dudarlo, interesa más a los electores que el pedestal político al que pretende encaramarse la señora Ayuso.

Siempre que se habla en nombre de algo que no se tiene ningún derecho a poseer ni a representar se oculta un designio liberticida, un pisoteo al pluralismo y a la libertad. Para tolerar que alguien nos hable en nombre de otros hay que ser muy exigente con sus credenciales, de lo contrario nos arriesgamos a alfombrar el camino a la servidumbre, a someternos a la voluntad del que nos engaña y quiere ocultar nuestra existencia para sojuzgarnos mejor. La democracia liberal tiene que ser muy respetuosa con los procedimientos, con las leyes, con los reglamentos y con los censos. Ni la juventud existe, ni la democracia es nada sin respetar los procedimientos, y quien hable en nombre de principios bastardeados o de colectivos cuya representación sea quimérica es un malvado, un mentiroso o un ignorante, cuando no las tres cosas al tiempo.

Foto: Pool Moncloa/Fernando Calvo y Pool del Consejo Europeo.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web