Me dicen por el pinganillo que hay gente tóxica e ideologizada hasta las trancas que está abandonando Twitter/X porque es una red tóxica que está ideologizada. Es gente que, al cerrar su perfil en esta red social con un dramático portazo, se infla a dejar señas del sitio en el que habitarán —Bluesky, Telegram u otra más original— para que nadie se despiste y todo el mundo la encuentre, porque entienden que nadie puede vivir sin ellos. El propósito, me aseguran, de esta gente tan importante que se va es lograr con esa mudanza mantener su pureza intelectual y moral, porque allí adonde irá se reunirá con otra gente igual de fetén y cabal.
Se van, se han ido, se están yendo, tuitean hasta el paroxismo el proceso. Se piran haciendo gestos a los demás, como antaño ese chaval que en el partidillo de fútbol del barrio le habían hecho falta sin señalar y enfurruñado pretendía irse sacando a su equipo del campo. «Ya no se puede jugar, me voy yo y nos vamos todos»; se van como queriendo pinchar el balón para que nadie siga jugando (¿cómo podrían, si ellos ya no van a estar?). «Si acaso que se queden los nazis con sus cosas», piensan, a veces hasta lo dicen, demostrando una vez más que ellos ni bulean, ni polarizan, ni puerilizan: el infierno son los otros.
Como no son de currar ni de aprender, se van, pero, seamos honestos, no por la toxicidad, sino porque son contestados. También se van porque creen que están perdiendo, o más bien porque lo saben
Harta está esta pobre gente de odio y polarización, y por eso nos dejan. «La culpa es del algoritmo que te manipula», sentencian. Es algo que han descubierto más o menos en noviembre de 2024; que hay gente que gana dinero con el enfrentamiento, que en la gresca hay quien saca tajada. Por lo que sea, la cualidad agonal del ser humano en general y del homo hispanicus en particular se le había escapado hasta la fecha. Y eso que algunos escriben desde hace años en diarios que no solo juegan a lo mismo —siquiera más lento—, sino que además se subieron al carro del clickbait sin sonrojo en cuanto pasó por su lado; ese detalle también se les escapó y al parecer todavía se les escapa. Pero nada de lo anterior sorprende tanto como que en ocho, doce o dieciocho años (los que tiene esta red) no hayan aprendido que esas inclinaciones tan tóxicas como comerciales puedan hackearse.
Si la sabes usar y quieres, Twitter/X es una fantástica herramienta para conocer y relacionarse. Tampoco es difícil aprender a hacerlo: estos ojos míos que se comerán los gusanos han visto a boomers alcanzar verdadera maestría en este sencillo arte. Basta elegir a quién sigues, con quién dialogas y a quién respondes; basta silenciar al cargante y bloquear al maleducado para quedar razonablemente a salvo de toxicidades. Algún imbécil se te va a cruzar, por muy bien que lo hagas; pero a eso no lo llamamos «es el malvado Eloncio, amigos», sino simplemente «la vida». Haciendo tres o cuatro cosas, trabajándotelo una mijita, en suma, tienes acceso a información por encima de los medios tradicionales, accedes a lo que de otro modo se te habría pasado por alto, estimulas tu creatividad (anda que no ha escrito servidor artículos y pasajes de libros gracias a esos hallazgos) y conoces a personas maravillosas que tras desvirtualizar puedes llamar amigas.
Como no son de currar ni de aprender, se van, pero, seamos honestos, no por la toxicidad, sino porque son contestados. También se van porque creen que están perdiendo, o más bien porque lo saben. De pronto ha ganado Trump y Musk es su colega y todo es bulo y ultraderecha. Antes ya era, se dicen: pero ahora mandan, y como de principios van cortos pero de erótica del poder rebosan, ya no les salen las cuentas. De pronto, quedarse para argumentar y participar en la conversación pública «ya no les compensa», porque «cada vez es más difícil y el aire se ha vuelto irrespirable». Pero ¿cuándo habéis argumentado vosotros, si puede saberse? Fuisteis los zares del zasca, épicos facha fighters a golpe frase descontextualizada, risotada con vuestra claque y meme y ahora vais de damiselas deshonradas. ¿Es que no veis lo ridículo que resulta vuestro rictus de asqueo? Troleasteis y hoy os rasgáis vuestras blancas vestiduras por los troles; os mofasteis (¡pero era el facherío, estaba bien mofarse!) y hoy denostáis la mofa; polarizasteis sin freno y hoy os buscáis un cielo azul bajo el que no existan las polarizaciones. Vosotros, que tantos bulos expandisteis y os tragasteis, buscáis ahora otros caladeros que por vuestra sola presencia serán plurales y preciosos como mares caribeños, e igual de virginales. Olvidáis que a uno su sectarismo lo alcanza allá donde vaya y por más que se esconda —como la muerte en Bagdad en el célebre cuento—: de eso no se escapa.
Hay una escena gloriosa del musical Chicago que os retrata. Velma Kelly y la Matrona «Mama» Morton (fabulosas Catherine Zeta-Jones y Queen Latifah, que no se han visto en otra igual), ambas presas y mientras trapichean en la cárcel, se quejan de lo torcido que andan los tiempos. La pieza que cantan se llama “Class”. «¿Qué fue de los tratos justos, y de la ética pura y los buenos modales?», dice Velma, a lo que Mama, tan vulgar, deshonesta y criminal como ella, añade: «¿Por qué ahora todo el mundo es tan pesado? ¿Qué pasó con, “¿podría, por favor?” y “sí, gracias” o “¡qué encantador!”? Hoy en día cada hijo de puta es una serpiente en la hierba». «¿Qué pasó con la clase?», se preguntan a dúo, lamentando que ya no haya caballeros o damas, ellas, las menos damas de todas y que a cada caballero con el que se toparon se lo llevaron por delante. Así os conducís los que os estáis yendo, con mucho lamento («¡sólo hay cerdos y putas y hasta los niños te empujan!», dicen Velma y Mama), preguntándoos «qué pasó con los viejos valores y la buena moral», nada menos; creyendo que engañáis a alguien.
Los caracoles nacen con una concha blanda, lejos aún de la sólida y resistente que tendrán al llegar a la edad adulta. Para endurecerla y cumplir su función protectora, necesitan calcio, que obtienen inicialmente al consumir el huevo del que emergen, rico en este mineral. A medida que crecen, su concha se expande y se endurece, y así es como la estructura blanda se convierte en un exoesqueleto que protege al caracol, blando y débil. En constante regeneración, la parte más reciente de la concha está en la apertura; la capa final, nacarada, dispersa la luz solar para que impida que alcance a la criatura. Con el calcio de la pútrida ideología hacen su concha estos pusilánimes que ahora huyen de un espacio público que siempre será conflictivo. Con esta maniobra quisieran construir más concha, para arrebullarse en su cavernita y que la luz nunca les alcance. Refractarios a la lucidez, dicen separarse de la toxicidad, cuando lo que temen es el disenso; la prueba es que se irán a esos otros lugares con los tóxicos de su cuerda a cuestas. Se van con mucha pose y con modos de estrellita ofendida, ignorando que tanta paz llevan como descanso dejan.
Foto: Kelly Sikkema.
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