Si se contempla el horizonte con atención, pueden advertirse múltiples señales que apuntan al final de una era. Son indicios de un acusado desgaste del Régimen Constitucional de 1978, cuyas estructuras fundamentales, hoy seriamente deterioradas, amenazan con colapsar. Se trata de un fenómeno histórico nada excepcional: las estructuras cerradas, rígidas y refractarias al cambio acaban por volverse obsoletas. El sistema actual, concebido como un ceñido traje a medida de una clase política sólidamente afincada en el poder, muestra ya signos evidentes de descomposición. Su ocaso parece inevitable, aunque resulte incierto fijar plazos. El curso de la historia, siempre marcado por decisiones humanas, avanza a distintas velocidades según lo determinen las circunstancias.
La solidez que aparenta el sistema político en vigor es más ilusión que realidad. En nuestro país no existe escándalo ni revelación de irregularidades que, por demoledoras que sean, logren apartar del cargo a un gobernante. Esto se debe a que el propio diseño del régimen otorga a los políticos una formidable capacidad de resistencia, una adhesión casi inamovible al poder. La preocupante ausencia de controles efectivos, la nula democracia interna en los partidos, la falta de una verdadera separación de poderes, el déficit de representación y la lentitud de la justicia conforman un entorno que permite a quienes gobiernan aferrarse al cargo incluso ante escándalos de tal magnitud que, en otros países, serían causa de dimisión inmediata.
España se encuentra en una encrucijada crucial, cuyo desenlace no está escrito de antemano y dependerá de incontables decisiones humanas
En España, las dimisiones y las asunciones de responsabilidad política son casi inexistentes, por más graves que sean los hechos descubiertos. La estrategia habitual consiste en trasladar el foco del problema al ámbito judicial, prolongando la permanencia en el cargo gracias a una interpretación distorsionada de la presunción de inocencia. La lentitud desesperante con la que opera la justicia en estos casos hace el resto. Pero es ahí donde el sistema muestra su mayor fragilidad a largo plazo. La ausencia de renovación y limpieza va erosionando de forma lenta pero constante la legitimidad del Régimen a ojos de una ciudadanía cada vez más consciente de los privilegios, arreglos y argucias que dominan el escenario político, y del escaso respeto que se muestra por el espíritu de las leyes. El final del Régimen se insinúa inevitable, aunque el proceso será gradual y complejo.
La crisis económica de la Gran recesión y la sanitaria de la Covid contribuyeron de forma decisiva a acelerar el deterioro, al asfixiar unas redes clientelares que constituían el esqueleto del sistema político español, de tal forma que empezaron a actuar de manera tan descarada que los escándalos de corrupción más chuscos se suceden ahora con frenesí, al grito de coge el dinero y corre. El gran error fue haberlas expandido hasta el límite durante los años de la burbuja inmobiliaria, bajo la ingenua creencia de que aquel crecimiento sería permanente. Pero tal esperanza era ilusoria dentro de un modelo político y económico cerrado, orientado fundamentalmente a preservar los intereses de quienes detentan el poder. La brusca reducción de recursos desató una lucha interna entre antiguos aliados dentro de las élites, antes cohesionadas.
Internet, los medios digitales y las redes sociales rompieron el viejo monopolio informativo, quebrando la espiral de silencio. Los ciudadanos comenzaron a descubrir que la política encerraba muchas más dimensiones que el fingido enfrentamiento entre los grandes partidos. Lo que antes circulaba en voz baja empezó a hacerse público, reduciendo el espacio de lo inconfesable. Así, quedó al descubierto que la Transición distó mucho de ser ese proceso modélico que la propaganda oficial tanto insistía en presentar; que la Constitución adolecía de una redacción deficiente; y que las instituciones, profundamente colonizadas por los partidos, no actuaban ni con objetividad ni con rigor. Finalmente, la opinión pública terminó reconociendo lo evidente: que el “rey estaba desnudo”.
En ese contexto, destaca simbólicamente la drástica pérdida de prestigio de la Corona. El Monarca, con inusitada persistencia, fue labrándose un descrédito profundo. Su comportamiento errático y nada ejemplar, sus oscuras actividades económicas y la opacidad en torno a su patrimonio —cifrado en 1.800 millones de euros por el New York Times— lo inhabilitaron para desempeñar con eficacia el papel de moderador institucional.
El proceso autonómico, promovido en su origen como freno a las tensiones secesionistas en Cataluña y el País Vasco, ha terminado siendo un fracaso rotundo. En lugar de reducir el desafío independentista, lo ha alimentado y amplificado. Y lejos de acercar la administración al ciudadano, las Autonomías extendieron el clientelismo, fomentaron la arbitrariedad y el derroche, expandieron el control social y la subordinación política de la prensa. Se consolidaron como estructuras hipertrofiadas e inviables, que dieron lugar a una nueva forma de caciquismo. A través de un intervencionismo agresivo, impulsaron una avalancha de leyes y regulaciones en muchos casos innecesarias, cuyo fin real era blindar privilegios, restringir la competencia, favorecer a los cercanos al poder y facilitar la corrupción. Este modelo de descentralización no redundó en beneficios para los ciudadanos, pero sí generó importantes réditos para los políticos y su entorno.
A todo ello se suma una crisis de valores, que muchos analistas consideran ineludible. Aparentemente, esto complica aún más cualquier solución, pues nos enfrentamos no solo a una crisis política y económica, sino también moral. Como herederos de la tradición clásica, sabemos que el ser humano no se nutre solo de bienes materiales. Las personas buscan un sentido, una orientación ética, tanto para su vida como para la sociedad en la que se insertan. Conceptos como la bondad, el egoísmo, la generosidad o la maldad forman parte del entramado moral colectivo. Y hay crisis de valores cuando la sociedad cae en el conformismo, el relativismo o la apatía, perdiendo así su capacidad de reacción. No obstante, estas disfunciones no son la causa última, sino una consecuencia más de la crisis política.
En los regímenes donde el Estado domina todos los ámbitos, los valores quedan sujetos a los incentivos que emanan de las instituciones, ya sean leyes o pautas culturales promovidas desde las élites y asumidas por el resto. Si los líderes proyectan la imagen de una justicia arbitraria, si se premian las relaciones personales por encima del mérito, si la mentira y la trampa se normalizan, y si la corrupción queda impune, entonces los valores morales se convierten en un lastre. Pero no desaparecen del todo: incluso en medio de la degradación, la mayoría de la gente sigue distinguiendo lo correcto de lo incorrecto. Sin embargo, para prosperar, muchos se ven obligados a adaptarse a un entorno institucional viciado. La buena noticia es que este daño moral, por más profundo que sea, no es irreversible. Basta con reformar las instituciones, renovar el liderazgo y reorientar los incentivos para recuperar los valores éticos fundamentales.
Los valores, en buena medida, son producto de la selección cultural y de la evolución social. Su vigencia responde a su utilidad. Las sociedades desarrolladas aprendieron que la corrupción y el robo generan desconfianza, lo que perjudica la actividad económica. Que la inseguridad y la violencia arruinan el comercio. Por ello, comprendieron que era preferible premiar al honesto y castigar al tramposo, garantizar la seguridad de las personas y sus bienes y dotarse de las herramientas necesarias para ello. Descubrieron que dichos valores propiciaban la confianza indispensable para combinar competencia y cooperación, elementos esenciales del progreso. Así, presionaron para que las instituciones promovieran conductas virtuosas y sancionaran las nocivas. Con el tiempo, esto se tradujo en leyes y, posteriormente, en costumbres y hábitos profundamente arraigados en sociedades sanas y bien organizadas. Por eso, una transformación política efectiva puede también allanar el camino hacia la recuperación del mérito, la honradez y la confianza.
España se encuentra, por tanto, en una encrucijada crucial, cuyo desenlace no está escrito de antemano y dependerá de incontables decisiones humanas. Contamos con la madurez necesaria para dirigirnos hacia un sistema de libre acceso, si bien el trayecto no está exento de obstáculos. A lo largo de la historia, no han sido infrecuentes las transformaciones fallidas, en las que una élite sustituía a otra sin alterar el modelo de acceso restringido. También ha habido casos en que el propio poder impulsaba reformas superficiales, en un ejercicio de ilusionismo político al más puro estilo lampedusiano: “cambiar algo para que todo siga igual”.
Aunque la incertidumbre suele provocar temor, incluso vértigo, no es posible detener el movimiento continuo que caracteriza la historia. Por eso, esta encrucijada debe afrontarse con determinación, eligiendo con claridad el rumbo que queremos tomar. El camino que ofrece más futuro pasa por una reforma constitucional que restituya la separación y el equilibrio de poderes, establezca controles eficaces, mejore la representación, impida la fusión entre lo público y lo privado, elimine privilegios y garantice instituciones neutrales, así como una justicia verdaderamente independiente. Sólo con un marco así pueden prosperar valores como el mérito, la honradez y el esfuerzo.
Será también imprescindible racionalizar el caótico y costoso sistema autonómico, garantizando que la asignación de competencias responda a criterios de eficacia y no a intereses clientelares. Las Comunidades deben suprimir esa inmensa maraña normativa que estrangula la iniciativa privada, dificulta la innovación y restringe la movilidad económica. En realidad, muchas competencias deberían volver, no tanto al Estado, sino a los propios ciudadanos, para que puedan organizar sus vidas libres de la asfixia intervencionista.
Es necesario también reformar la ley electoral, permitiendo una representación directa de los votantes y un control real sobre sus representantes. Ello exige instaurar distritos unipersonales, en los que los candidatos se presenten directamente ante sus electores. Además, los partidos deben democratizarse, obligando a sus aspirantes a cargos públicos a someterse a primarias reales. Es urgente dotar al legislativo de independencia, para que cumpla sus funciones esenciales: representar, legislar y fiscalizar al Ejecutivo, en lugar de actuar como mera prolongación de las cúpulas partidistas.
Se trata, en definitiva, de emprender con determinación el camino que nos lleve de vuelta a los principios de la democracia clásica —hoy totalmente desaparecidos en España— y hacia un modelo político de libre acceso. No obstante, este proceso no está exento de riesgos.
El primer mecanismo consiste, una vez más, en canalizar la tensión social hacia el enfrentamiento partidista, esa representación teatral entre izquierda y derecha que tanto han explotado los políticos. Una narrativa que traslada la culpa al “otro bando”, sin advertir que el verdadero problema reside en las propias reglas del juego. Esta falsa confrontación había perdido fuerza en los últimos años, pero los partidos la han reactivado al percibir en peligro su posición de poder.
El segundo riesgo es el inmovilismo, esa inercia que aconseja no hacer mudanza en tiempos de tribulación. Un razonamiento erróneo cuando el origen de los males ha sido, precisamente, la falta de reformas en el pasado. Durante décadas se repitió hasta el hastío, como fórmula mágica para evitar cualquier transformación que pudiera alterar el statu quo, aquella célebre consigna: “no es momento de abrir el melón constitucional”. El melón no se tocó, pero… terminó pudriéndose. Hoy no caben ya el bloqueo ni la inacción: el desgaste acumulado, el deterioro institucional y la alarmante degradación política exigen una respuesta valiente y de gran alcance.
La tercera tentación es la del populismo: esa propaganda seductora que sugiere que todos podrían disfrutar de los mismos privilegios que hoy ostenta la clase política. La promesa, absurda e irreal, de un paraíso gratuito, de un maná eterno distribuido por decreto ley, logra deslumbrar a algunos. Pero el populismo no es más que una trampa para perpetuar el régimen de acceso restringido, esa vieja lógica de grupos que pugnan por repartirse el poder y los recursos. Aunque venga disfrazado de discurso extremista —ya sea de derechas, de izquierdas o de signo nacionalista—, no deja de ser la misma estrategia de siempre. El camino hacia un sistema abierto y justo pasa por eliminar privilegios, no por intentar extenderlos de forma ilusoria. La libertad y la responsabilidad, no la tutela del Estado, son los pilares de una democracia real y de una sociedad adulta.
Dado que resulta improbable que las direcciones de los partidos tradicionales lideren la transformación, el impulso podría llegar por otras vías. Cabe la posibilidad de que aumente la desafección entre militantes de base y cuadros intermedios a medida que las tensiones crezcan y se comprenda mejor la verdadera naturaleza de sus organizaciones. Es una vía difícil, pues esas estructuras se han cimentado sobre mecanismos perversos de selección. No obstante, aún hay personas íntegras y valiosas entre sus filas que podrían alzar la voz y contribuir a resquebrajar los antaño sólidos —y hoy corrosivos— cimientos de esos partidos.
Sea como fuere, el factor decisivo es una ciudadanía consciente, informada de las profundas carencias del sistema y de la urgencia de emprender reformas que devuelvan la voz y el poder de decisión a quien siempre debió tenerlos: la sociedad civil.
Una reforma política de fondo y la regeneración íntegra de la vida pública no solo son necesarias, sino también posibles. Un ciudadano despierto y comprometido debe liderar una amplia movilización de la sociedad española. Porque permitir que el barco derive, cediendo el timón a quienes lo han extraviado, sería una irresponsabilidad imperdonable.
La transformación política es la nueva frontera de la democracia española. Es eso o el abismo.
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