Vivimos una era de subjetivización. Cada vez miramos más cerca; hemos bajado la mirada, que teníamos puesta en Dios, hasta convertirnos en un Catoblepas. Pronto, esta cercanía del objeto de nuestra mirada nos ha parecido insuficiente, y hemos acabado poniéndonos a nosotros mismos como centro de nuestra perspectiva. Es un selfie moral que lo inunda todo.
Esto es lo que explica que, como dice Carlos Esteban, “nunca es el qué, siempre es el quién”. Hay razones filosóficas para ese solipsismo moral, que no es el momento de recordar. Baste con decir que lo que cuenta, en la moderna filosofía identitaria, es quiénes somos. Y como incluso eso es insustancial, mudable, arbitrario, lo que cuenta es el grupo al que pertenecemos; lo que ahora se llama “identidad”.
Las clínicas abortistas no pueden pretender estar a favor de la mujer y, al mismo tiempo, permitir que la mayoría de sus clientas se vean presionadas para abortar sin desearlo
Una de las vueltas de esta espiral hacia un sujeto insustancial es la que se refiere al género, al sexo, y a las relaciones entre hombres y mujeres et al. Hay una ambigüedad en el discurso que se propone nada menos que desde el Gobierno y desde los grupos ideológicos que lo apoyan.
Por un lado, se adopta la teoría queer, que dice que podemos ser lo que nos apetece ser en el momento, porque el género es una construcción social; de nuevo, un retrato arbitrario y perfectamente substituible por cualquier otro.
Pero por otro hay una trivialización de la sociedad, creada con objetivos estrictamente políticos, que exige una cierta estabilidad en esas identidades. Los hombres son hombres. Y las mujeres, mujeres. Sí, pueden cambiarse de bando, pero es necesario que sea así, necesariamente.
Porque, como explicó Thomas Sowell en Conflict of Visions mucho antes de que nos anegara esta oleada ideológica, la ideología izquierdista divide la sociedad humana en grupos con un cierto papel en el aburrido teatro político progresista. Unos son a la vez buenos y víctima, mientras que otros, como en un teatro de guiñol, hacen el papel de malos y de agresores. Así las cosas, los hombres son malos y agresores, y las mujeres víctimas de corazón prístino.
Es una cuestión de pura lógica; una lógica aristotélica. Si los hombres son agresores, y Pedro es un hombre, Pedro es un agresor. Si las mujeres son víctimas y María es mujer, María es una víctima. Y, en realidad, eso es independiente de las circunstancias de los dos, o incluso del hecho de que se conozcan o que hayan trabado una relación.
El Derecho penal, depurado por siglos y siglos de práctica, ha planteado un conjunto de supuestos, a los que asigna unas penas, según concurran unas u otras circunstancias. Esos supuestos se refieren a cuestiones de hecho, y se hace abstracción de quiénes sean quienes actúen o reciban la acción. Los juicios son procesos heurísticos que intentan desentrañar la verdad de los hechos, y su adecuación a los supuestos. Y en la medida en que encajen en ellos, se dicta sentencia en uno u otro sentido.
La ideología identitaria le da una vuelta a todo ello. Intenta romper alguno de los valores fundamentales del derecho, como la presunción de inocencia, y hace distinciones tribales entre quienes forman parte del juicio, que son previas e independientes de los hechos. El lema (esta ideología no es capaz de más) “hermana, yo sí te creo” contiene muchas ideas en esas cinco palabras. El vocativo tribal, para empezar. “Yo sí te creo” denuncia que un tercero no lo hace, y que no lo hace el sistema. Porque el sistema está aherrojado por una cultura machista.
La idea detrás de la llamada Ley del sólo sí es sí va en el mismo sentido. Dice la ministra, pobre, que la ley introduce la voluntariedad en la determinación de que un comportamiento sea o no delictivo. Pero en realidad la norma no quiere introducir la voluntariedad, que es la base del derecho en este aspecto, sino la arbitrariedad. El objetivo es que la mujer, y sólo ella, pueda declarar en cualquier momento posterior que un acto sexual no ha sido consentido.
Lo explicaban las abogadas de las independentistas rendidas al policía nacional: ellas no conocían su verdadera identidad, de haberlo hecho no se habrían acostado con él y, por tanto, esas relaciones no son consentidas. La ley de la ilustrada ministra Montero no ha llegado a tiempo para condenar a este servidor de la patria.
Bien, ya sabemos a qué se refieren el Gobierno, su coro ideológico, y en general esa ideología tribal e identitaria, cuando hablan de las mujeres como víctimas sempiternas, toma feminismo.
Hay un aspecto de la vida de muchas mujeres, en realidad de demasiadas mujeres, en el que estas feministas que degradan a la mujer condenándola a ser víctima, no han entrado. Y es el de la práctica del aborto.
El feminismo reivindicó pronto el aborto por motivos que las feministas de hoy no quieren recordar, pero que pienso hacer de inmediato: quería que las mujeres pudieran llevar una vida sexual sin compromisos, como lo hacen muchos hombres.
Hoy hay otros motivos que han vinculado la reivindicación del aborto a la izquierda, que no voy a contar aquí. El caso es que muchas mujeres abortan no por su propia voluntad, sino por la presión de terceros.
Un reciente informe publicado por la revista Cureus y basado en una encuesta retrospectiva de 1.000 mujeres de entre 41 y 45 años obtiene el siguiente resultado: El 60,6% admite haber sufrido «un alto nivel de presión para abortar por parte de una o más fuentes”. A ello se suma un 23% de mujeres que reporta un menor nivel de coacción. El 34,7% de quienes abortaron bajo la presión de terceros apunta a sus familiares. Un 31,3% señala a los hombres que eran sus parejas, y un 23,7% a otras personas.
Aquí, el “hermana, yo sí te creo” y el “sólo sí es sí” colisiona con el aborto como conquista de todas las mujeres, y de cada una de las que lo practica. David Readon, doctor asociado al Instituto Charlotte Lozier que ha promovido el estudio, concluye: “Las clínicas abortistas no pueden pretender estar a favor de la mujer y, al mismo tiempo, permitir que la mayoría de sus clientas se vean presionadas para abortar sin desearlo”.
Mentiría si dijera que espero que la denuncia de que muchas mujeres abortan por presiones externas, y que no pocas lo hacen contra su voluntad, formará parte de las pancartas del próximo 8M.
Foto: La Moncloa – Gobierno de España.