David Bowie se mudó de Los Ángeles a Berlín en 1976 huyendo del Star System y la cocaína. Se llevó de compañero de piso a Iggy Pop: imagínense el ambientazo en el 155 de Hauptstrasse, que es donde vivían, a medida que el alcohol ocupaba el lugar de la farlopa. Fue en Berlín donde compuso Heroes, un tema que, aunque hable del amor en los bajos fondos, ha terminado siendo un himno para muchos acontecimientos heroicos. Bowie, más listo que el hambre, sabía que su canción pellizcaba un nervio. Por más que la nuestra sea la era del cinismo y el descreimiento, seguimos necesitando, lo admitamos o no, a los héroes.
¿Qué hay detrás de esta idea del heroísmo que incomoda a algunos y fascina a tantos? Esta es mi tesis: el heroísmo no es más que el cumplimiento del deber en circunstancias que implican correr un gran riesgo. «Héroe» no es, como algunos piensan, la calificación moral máxima; es un héroe, sencillamente, quien realiza actos heroicos, es decir, quien abnegadamente —sacrificándose y renunciando a sus propios intereses— hace algo en favor de una causa noble, y noble es cualquier causa que tiene por fin impedir un gran daño ajeno.
Lo escandaloso del heroísmo es que es corriente. Ralph Waldo Emerson decía que un héroe no es más valiente que un hombre ordinario, pero que lo es cinco minutos más. La banalidad del heroísmo, como la del mal, está estudiada. De hecho, las estudió el mismo: Philipp Zimbardo, quien puso de relieve, mediante el célebre «experimento de la cárcel de Stanford», el peso de los factores situacionales en la conducta humana. Sus hallazgos son más pertinentes si cabe ahora que su experimento está siendo replicado a escala planetaria y en nuestras propias carnes. Zimbardo explica que lo que caracteriza el acto heroico es ser sociocéntrico, en vez de egocéntrico; y que, a un tiempo, es un poderoso modo de afirmar la propia individualidad. En esto se parecen todos los héroes: en su persistente negativa a diluirse en el rebaño.
Tenemos ante nosotros la sagrada tarea de reconstruir una sociedad diezmada por el egoísmo, la tontería y la celebridad de saldo. Necesitamos referentes
Lo que ocurre es que, confundidos por el ruido de la gloria deportiva y el distante aullido de los guerreros que Hollywood carameliza (el apuesto Brad Pitt haciendo de Aquiles, los imposibles torsos de los troyanos en 300), hemos olvidado que el heroísmo legítimo es muy común. Los actores fingen, son comediantes. Los deportistas son solo exponentes de gloria; «no soy un héroe, los médicos son héroes» ha dicho don Rafael Nadal, y eso va a misa. El pseudoheroísmo lúdico es un mero espectáculo, aunque en algunos, como el propio Nadal, sea natural y sentido. En tanto ejemplo social, también resulta ser contraproducente. Como explica C. S. Lewis en El peso de la gloria, estas gestas «no son la cosa misma; son solo el aroma de una flor que aún no hemos encontrado, el eco de una melodía que aún no hemos oído, noticias de un país que todavía no hemos visitado».
De cuando en cuando, con lacrimógeno encono o para festejarnos en memes, nos da por hablar de los «héroes sin capa»; lo olvidamos al instante para disculparnos. La cuestión, como dice Zimbardo, es que la excepción es la regla. Se pregunta y responde en El factor Lucifer: «Estas personas que se resisten [a las fuerzas situacionales] ¿tienen una personalidad diferente de quienes obedecen ciegamente? De ningún modo». Y eso es lo perturbador de saber que hay tantos héroes: constatar que no somos uno de ellos. La canción de Bowie arranca justamente cálida y se cierra en puro desgarro. «Podemos ser héroes, aunque solo sea un día». Todos somos capaces; he ahí la incómoda cuestión.
Debatía el otro día con alguien si se podía ser mala persona y un héroe de la misma tacada. Pues sí. Quien se arroja a un mar encrespado a salvar a un niño en apuros tal vez tenga una empresa en la que menosprecie y explote a sus trabajadores. Esas cosas pasan: bienvenidos al complejo y paradójico mundo de los mortales. Hasta ese explotador en ese día en que se jugó la vida por un hijo que no era el suyo fue un héroe encomiable. Bowie lo sabía, y por eso cantaba: And you/You can be mean/And I/I’ll drink all the time. Tal vez sea un borracho, u otra clase de malnacido; pero si arriesgo el tipo para salvar a alguien, mi acto es heroico y yo un héroe por ese preciso motivo. Se puede ser despreciable y admirable al mismo tiempo.
Últimamente, admiramos poco y mal. Eso nos empeora por dos vías. En primer lugar, negamos a la sociedad esa ejemplaridad persuasiva, no autoritaria, a la que se ha referido Javier Gomá en su sobresaliente obra: una igualdad por elevación que nos lleve a la verdadera emancipación moral. El resultado es que hay una cantidad sonrojante de niños que crecen con el sueño de convertirse en los cristianoronaldos y las rosalías del mañana. En segundo lugar, nos negamos a nosotros mismos una herramienta esencial para acrecentarnos. Miren ustedes: los seres humanos, nos percatemos o no y nos guste más o menos, utilizamos desde tiempos inmemoriales la admiración como una escalera, y si no la elegimos bien, en vez de ascender, descendemos.
En el fondo y aunque no en todos, en muchos casos, premiamos y celebramos a los héroes para que no haya nadie que haya hecho algo sin llevarse nada a cambio, porque eso nos compromete. Organizamos espectáculos de reconocimiento con la mezquina idea de saldar cuentas. No obstante, premiar el heroísmo, en vez de admirarlo, reduce la probabilidad de que cunda el ejemplo. Sospecho que, además de una emoción genuina y espontánea que vigorizó a los homenajeados durante las primeras semanas, hay algo de esto en los metódicos (y cada día más tenues) festivales de aplausos. ¿No será que aplaudiendo queremos darlos por pagados? ¿Cuánto tardaremos en decir, cuando la insoportable sangría de muertos coagule, que en realidad solo hacían su trabajo? ¿No es un silencio reverencial, una admiración sobria y eterna, lo que más bien les debemos?
Cuando el personal de la UCI de Zamora —es un ejemplo entre muchos— alza la voz para decir «no somos héroes, hacemos nuestro trabajo» se le entiende, pero no está en lo cierto. Hacer tu trabajo jugándote la vida es indiscutiblemente un acto heroico. Entre otras cosas porque es posible, y casos ha habido, quitarse de en medio y evitar un peligro que le ha costado la vida a demasiados (¿cuántos médicos jubilados se han reincorporado al servicio? ¿Lo hicieron todos los liberados sindicales?). Mensaje a todos nuestros héroes: necesitamos que os dejéis llamar héroes para poder elevarnos. Vale decir con Juan de Mairena que, puesto que somos humanos, «nadie es más que nadie». Pero no todos valemos lo mismo. Y si admirar es esa intemporal forma que tenemos para reformarnos, necesitamos que vuestra ejemplaridad brille. Tenemos ante nosotros la sagrada tarea de reconstruir una sociedad diezmada por el egoísmo, la tontería y la celebridad de saldo. Necesitamos referentes. Una de las pocas cosas buenas de esta debacle ha sido el inmenso espectáculo de vuestra entrega, vuestra valentía y vuestra profesionalidad sin límites, que tanto necesitamos para remoralizarnos. Esa ciudad a la que se refería Lewis es la que vosotros, ante nuestros ojos, habéis erigido.
Foto: Javier García
Por favor, lee esto
Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público.
Apoya a Disidentia, haz clic aquí
Gracias a quienes cuidaban de nuestros hospitales y nuestras desiertas calles hemos podido recordar que somos un pueblo de una valentía y una capacidad de adaptación excepcionales. Tenemos por delante una papeleta complicadísima. Pero podremos pensar, cada vez que nos aceche el desánimo, en las decenas de miles de sanitarios contagiados que en vez de salir en masa a rebelarse contra unas condiciones infames se mantuvieron en el desfiladero aguantando a pie firme, como Leónidas y sus trescientos en las Termópilas. Quienes hoy visitan el lugar pueden leer el dístico con el que Simónides le puso voz al último pensamiento que compartieron sus héroes: «Caminante que vas hacia Esparta, diles a los espartanos que aquí seguimos, como se nos ordenó». Los nuestros, que han hecho eso mismo, no necesitan placas, monumentos, ni calles, ni desde luego que se saquen a su costa fotos quienes los han dejado a la intemperie, uniendo a su condición de héroes la de mártires. Lo que necesitan es que no los olvidemos y que defendamos sus derechos (que en definitiva son los nuestros) cuando la pandemia remita. Entretanto, sintámonos justamente orgullosos de pertenecer a su misma estirpe. Tras contemplar lo que ellos han hecho, no hay espacio para una pusilánime desesperanza.
A Irena Sendler la llamaron «el ángel del gueto de Varsovia» por salvar de una muerte segura a unos dos mil quinientos niños judíos. Cuando en 2007 no le dieron el Premio Nobel de la Paz para el que estaba nominada (fue a parar a un tal Al Gore), dijo: «Los héroes hacen cosas extraordinarias. Lo que yo hice no fue algo extraordinario. Fue normal». Eso es lo grande del heroísmo, su pequeñez misma. Todos los héroes se quitan importancia, embelleciendo con la humildad el escudo de su singular coraje. Es también la demostración de que la heroicidad consiste en algo muy simple y al alcance de todos: hacer lo que hay que hacer, en beneficio de otros y bajo cualquier circunstancia.