“Y un día vinieron por mí pero ya era tarde” culmina ese breve poema de autoría dudosa pero adjudicado a Bertolt Brecht que suele ser conocido como “Los indiferentes” y denuncia cómo las persecuciones contra judíos, comunistas, etc. fueron posibles porque mucha gente decidió no entrometerse hasta que un día fue tarde y estaban tocando su puerta. Recordé ese viejo poema a propósito de lo que, intuyo, es una de las discusiones que vendrán en el futuro inmediato. Se trata de una discusión que interpela a lo que se conoce como políticas de identidad pero también a la humanidad en su conjunto.

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Mayoritariamente vinculadas al género o a la etnia pero extensibles a las “minorías” en general, la gran mayoría de las controversias, al menos en el mundo occidental, pasa por el modo en que esta agenda de las políticas de identidad avanza con mayor o menor velocidad y con mayor o menor aceptación dependiendo de distintas variables. Así, de repente, nos vemos familiarizados con términos novedosos como lo trans y lo cis, la cultura woke, la cancelación, los LGBT, el activismo de black lives matter, una nueva ola feminista, la apropiación cultural, etc.

El hecho de que las políticas identitarias tengan que ver con grupos, a priori, supone una afrenta contra el individualismo liberal. De aquí que hay muchos que señalen esta agenda como estamental y “premoderna”. Al mismo tiempo, por tratarse de reivindicaciones que han adoptado como bandera espacios de izquierda, esta agenda es señalada como parte de una suerte de marxismo cultural si bien conviviría con una economía de mercado capitalista. Sin embargo, justamente, a partir de esta presunta convivencia hay quienes, por el contrario, señalan que las políticas identitarias no son otra cosa que el desarrollo natural de la posmodernidad capitalista, el último paso hacia la consecución del plan atomista que algunos incluso sitúan en la modernidad. Naturalmente en medio de estas dos categorizaciones hay infinidad de matices pero como para establecer un estado de la cuestión podría indicarse que, en general, quienes critican las políticas identitarias en tanto estamentales y “premodernas” suelen hacerlo desde puntos de vista liberales y quienes las critican por considerarlas posmodernas lo hacen desde un amplio espectro que puede ir desde marxistas clásicos, defensores de una modernidad antiposmoderna, tradiciones populares o la derecha más o menos conservadora.

Si bien la tradición liberal es complejísima y hay muchos tipos de liberalismos, el liberalismo “clásico”, para decirlo de manera demasiado general, criticará este tipo de políticas por su “colectivización”, esto es, por el modo en que haciendo hincapié en el grupo como presuntamente homogéneo es capaz de pasar por encima de los derechos individuales. El segundo grupo, conformado por las tradiciones diversas antes mencionadas, hace otro tipo de críticas, en algunos casos, más contraintuitivas, y a partir de ellas quisiera hacer algunas reflexiones.

Digamos entonces que parecemos haber regresado a una lógica tribalista que fracciona a la sociedad en grupos en función de sexo, género, etnia, orientación sexual, etc. y que estos colectivos acusan al principio ilustrado y liberal, que promueve ser ciego ante las diferencias, de ser un dispositivo del poder orientado a invisibilizar y sojuzgarlos. Sin embargo, identificación, grupos y sentidos de pertenencia hubo en la premodernidad pero también en la modernidad e incluso en el marco de sociedades ilustradas y liberales que en principio abogarían por principios universalistas. Efectivamente la gente se identificaba con la religión, con la pertenencia a un pueblo/Estado-nación o con una clase social, por ejemplo. Sin embargo, claro está, el proceso de laicización, el avance de perspectivas globalistas y la caída del muro de Berlín hizo que este tipo de identificaciones vayan declinando. El proceso viene de larga data y podría ubicarse su origen en la ilustración pero, durante el siglo XX, se aceleró vertiginosamente, especialmente a partir de las guerras mundiales que mostraron la peor cara del nacionalismo, el mayo del 68 y la ya mencionada caída del bloque soviético.

A propósito del mayo del 68, como ya hemos comentado aquí, no son pocos los que en la actualidad recogen críticas de los marxistas más tradicionales que inmediatamente sucedidos los hechos advertían que esa revolución, lejos de ser antisistema, era el impulso fundamental para la profundización del mismo. Más que atacar al capitalismo, el mayo del 68 fue una revolución orientada a desembarazarse de una serie de valores e identidades que frenaban el nuevo giro que debía dar el capitalismo y que daría lugar más tarde al neoliberalismo. Se trató, entonces, de una disputa más generacional de hijos contra padres que una disputa política o ideológica; una exaltación de la juventud como valor en sí mismo, a tal punto que no parece casual que haya sido esa misma generación la que décadas más tarde impusiera un culto a la estética y un rechazo al envejecimiento. El problema no era el capitalismo sino ser viejo porque ser viejo implicaba una serie de valores que el hedonismo individualista ya no soportaba. De más está decir que algo de razón tenían pero de aquella generación de “hippies” no vino un mundo mejor sino un mundo donde la lógica consumista se profundizó y donde esa generación, denominada baby boomer, mientras lucha contra el paso del tiempo, entiende que la juventud ya no es un dato biológico sino la posibilidad de acceder al consumo. Es joven quien consume porque la edad biológica ha sido reemplazada por la novedad del producto adquirido. Tarjeta de crédito reemplaza documento de identidad.

Sobre esta base, la caída del bloque socialista fue el tiro de gracia porque con éste cayó también la “clase social” como elemento identitario para derivar en un universo de identidades fragmentadas. El viejo marxismo tuvo que transformarse en posmarxismo para pensar una revolución en tiempos donde el trabajo en la fábrica ya no tenía la presencia de décadas atrás y donde la conciencia de lo común debía darse entre este sinfín de identidades cuyas reivindicaciones son demasiado particulares. Antes el enemigo era el patrón, el capitalista, el dueño de los medios de producción. Ahora el enemigo es distinto para cada grupo: es el patriarcado, el hombre blanco, la heterosexualidad, la norma, los que comen animales, los no discapacitados; y, a su vez, dentro de cada enemigo hay un sinfín de subenemigos que hacen que los grupos y las reivindicaciones se multipliquen, en ello que muchos llaman “interseccionalidad” y que advierte que, por ejemplo, no es lo mismo ser una mujer blanca, rica y heterosexual que ser negra, pobre y homosexual.

Que exista una fragmentación de las identidades y una particularización de las reivindicaciones no es a priori ni bueno ni malo y su evaluación dependerá de la posición que cada uno quiera adoptar. Pero lo que está ocurriendo ahora y que es por demás interesante es que al interior de las políticas identitarias comienzan a imponerse voces que abogan por una suerte de total desidentificación. Se trata, por ejemplo, de un debate al interior del feminismo entre perspectivas más esencialistas y lo que suele denominarse teoría “queer” que para muchas feministas acaba atentando contra las propias reivindicaciones de las mujeres (por ejemplo cuando una mujer trans participa en un deporte de mujeres y obtiene una ventaja por sus condiciones biológicas preexistentes). Los conflictos se dan, entonces, especialmente a partir de la aparición de “lo trans” y esta irrupción se basa en la idea de que si el género es una construcción cultural y lo masculino y lo femenino no son otra cosa que una imposición del poder heteronormativo, queda depositada en la autopercepción del individuo asumir, por ejemplo, su género. Pero si bien ha habido interesantes discusiones que ya hemos desarrollado aquí también, por ejemplo, en torno a la aceptación de personas transraciales que se autoperciben “negras”, lo cierto es que la idea de autopercepción podría aplicarse más allá del género. De aquí que a los transgénero y a los transraciales podamos agregar también a los transdiscapacitados (personas que se autoperciben con una discapacidad) o a los transhumanos (personas que se autoperciben no humanos y establecen una relación particular entre su cuerpo biológico y la tecnología) por citar casos que de a poco empiezan a conocerse.

Esto deriva en una suerte de “paradoja de la identidad” porque la posibilidad de que cada individuo sea capaz de elegir lo que desea ser genera un campo de libertad ilimitado al tiempo que, en paralelo, podría dañar las políticas de identidad que fundamentan su pertenencia al grupo en determinadas características, llamemos “objetivas” y no elegibles, a saber: ser mujer, ser discapacitado, ser negro, ser gay, ser lesbiana y haber padecido todo lo que una mujer, un discapacitado, un negro, una lesbiana, un gay suelen padecer en sociedades como las nuestras. Si de la identidad se puede salir y entrar, o si ésta puede ser elegida sin más como quien elige un producto, se daría la paradoja de que, en realidad, el resultado final de las políticas de identidad sería la desidentificación total. Si puedo salir y entrar de mi condición de mujer, o de mi condición de negro, de pobre, etc. ¿con qué identidad me identifico y, sobre todo, con qué identidad exijo derechos? Este punto no es menor porque quienes son críticos de estas perspectivas, en algunos casos, activistas feministas y antirracistas de renombre, advierten que esta total desidentificación lo único que va a lograr es que se pierda la potencia y la capacidad de presión que solo puede ejercer un grupo que se presenta como homogéneo. Asimismo, advierten que esta lógica acabaría paradójicamente cumpliendo el sueño atomista liberal porque finalmente habría tantas identidades como individuos y tantas reivindicaciones como individuos. Frente a ello, la última paradoja es que el mejor sistema posible para acoger esta diversidad sería un sistema que sea ciego a las diferencias y que le dé a todos los átomos la potestad de elegir abiertamente su identidad y un conjunto de derechos para que todos puedan elegir en igualdad de condiciones. Esto no es otra cosa que replicar el esquema que la ilustración liberal había propuesto desde el siglo XVIII suponiendo un sujeto descarnado y que, justamente, es atacado por las políticas de la identidad. Dicho en otras palabras, la culminación de las políticas identitarias que surgieron como crítica a las instituciones liberales serían las mismas instituciones liberales que fueron criticadas.

En un conjunto de conferencias que diera en Argentina un tiempo atrás y que fueran publicadas bajo el título Geopolítica existencial, el filósofo ruso Aleksandr Dugin, expresaba una idea en este sentido:

“Si el género deviene opcional, como antes devino la religión, la nacionalidad, el derecho a viajar, la libertad de conciencia y todo el resto de los demás valores liberales (…) se da el siguiente paso histórico hacia adelante, hacia el individuo (…). La humanidad debe ser también un sujeto de opción, debemos escoger si queremos ser o no ser humanos, pero escoger ser o no ser humanos significa liberarse de la humanidad, hacer de esto algo opcional. Este es el último paso del liberalismo: liberar al individuo de la humanidad. Podremos ser humanos, pero seremos libres de escoger en caso de que no queramos seguir siéndolo. Esta es la política del transhumanismo, del poshumanismo, que es el futuro inmediato (…) Y si a alguno se le ocurre decir “aquel no es robot, es humano” será acusado de fascista, habrá dicho algo horrible y habrá insultado al pobre robot”.

En síntesis, la irrupción de lo trans plantea discusiones interesantísimas, tensiones, contradicciones y paradojas que trascienden la discusión particular acerca de los derechos exigibles de la comunidad trans a adquirir, por ejemplo, una identidad. Porque de allí surgen preguntas acerca de qué tipo de instituciones podrán garantizar, no solo los derechos trans sino los derechos de los poshumanos, de individuos que hasta puedan elegir si pertenecen o no al género humano. Este tipo de preguntas plantean un enorme desafío para el futuro y abre hoy interrogantes al interior de las políticas de identidad pues puede que de ellas mismas esté surgiendo el germen de aquello que aniquilará su sentido de pertenencia grupal. Y si de paradojas hablamos: ¿acaso un esquema liberal extendido a toda criatura viviente humana, no humana y pos humana dará la solución a este nuevo desafío? Dicho de otra manera: ¿Acabarán las reivindicaciones de la denominada izquierda posmoderna satisfechas por instituciones liberales recargadas?  ¿Podemos ser indiferentes y pasar por alto que ahora ha llegado el turno de discutir los límites de lo humano?

Se están oyendo golpes. Alguien está tocando nuestra puerta

Foto: Maksim Chernishev.


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