En ocasiones, aunque pasemos ya largamente de los cuarenta, todos necesitamos desatar la imaginación, pergeñar mundos que no están en este, para mal y para bien, dar salida a lo que se esconde en esos rincones ocultos de nuestra alma de los que no siempre hablamos con nuestros amigos. Cada cual tiene sus herramientas. Los hay que escriben, los hay que cantan o bailan y los hay que simplemente se evaden pensando en un ¿y si…? Algunos hacemos un poco de todo. Es evidente que todos, de cuando en cuando, movemos los muebles en la azotea.
No cabe duda de que puede hacerse de la necesidad virtud, convirtiendo las más absurdas ideas en elementos de consumo y vivir de eso que llamamos arte, literatura, cine, etcétera. Al fin y al cabo, contar nuestras vergüenzas sobre una linda melodía resulta mucho más satisfactorio siempre y rentable, en algunos casos. Pocas formas de vida tan provechosas como esta, para aquellos que logran destacar en ella. No obstante, la evasión puede ser mucho más prosaica y menos compartida. Tampoco hay que elevar a la categoría de espectáculo cualquier cosa que se nos pase por la cabeza. No hay más que ver el daño que hacen las flatulencias mentales de Marx o los hermanos Garzón, cuando se ponen en práctica.
Podrían escribirse centenares de páginas solamente con los chistes y chascarrillos que contábamos de niños y que hoy serían calificados como racistas, machistas u ofensivos para cualquier colectivo
Soy aficionado a tratar de manejar las ideas artísticas, como alguna vez he confesado, aunque no creo dominarlas con suficiente soltura, pero también les doy pábulo a las pedestres. En estas últimas andaba meditando no hace muchos días imaginando universos en los que se aparecían muchos de aquellos que sí desarrollan y viven de las primeras. Pensé en mi adolescencia y apliqué algunas reglas que hoy nos pretenden imponer. Imaginé un mundo horrible, en el que cualquier atisbo de incorrección política había sido borrado de las disciplinas artísticas y sentí un revolcón en el estómago. Unas ganas tremendas de romper cosas, que pude dominar por suerte.
No sé si alguna vez habrán reparado en todo aquello que ustedes hicieron y hoy está mal. El País hace constantemente un denodado esfuerzo por recordárnoslo, pero se queda muy corto, si somos serios y llevamos las cosas hacia donde las están empujando las élites mundiales y sus cohortes. Podrían escribirse centenares de páginas solamente con los chistes y chascarrillos que contábamos de niños y que serían calificados como racistas, machistas u ofensivos para cualquier colectivo, empezando por Mistetas y acabando por cualquiera de aquellos en los que el español siempre ganaba al inglés y al francés. Estoy seguro de que, como yo, no ha habido colectivo subvencionado que muchos de ustedes no osaran ofender cuando aún no habían cumplido los catorce.
Si nos centramos en el arte propiamente dicho, el cine, el teatro, la música y cualquier forma de expresión gráfica o física estarían totalmente capadas por la creciente manía de eliminar cualquier cosa que no cumpla con sus absurdos estándares. Son incontables los ejemplos, pero traeré uno que es paradigmático. No soy capaz de imaginar a nadie escribiendo una canción en al que se conjuguen esclavitud, racismo y pedofilia, como los Stones hicieron en Brown Sugar sin ser quemado en un Auto de Fe como los que proponen los fanáticos de la guillotina actuales. Obras atemporales del arte jamás hubieran existido. ¿Qué hace ese viejo alcohólico con una niña que apenas ha cumplido los veinte?
Las hordas de niñatos, que tanto da que tengan veinte como sesenta años y que jamás aprendieron a encajar la frustración y la verdad que subyace en un mundo que no se cansa nunca de darnos bofetones en la cara, tratan de eliminar absurdamente cualquiera manifestación que sus cabezas minúsculas no sean capaces de gestionar. Además, no es suficiente que hayamos perdido el año pasado, ni siquiera lo que vayamos a perder en el futuro. Todo aquello que nos ha ayudado a llegar hasta aquí, dándonos apoyo y entretenimiento, ayudándonos a pensar y a sonreír, también a llorar, esas obras que nos tocaron la fibra infantil y juvenil o quizá nuestra ajada y canosa esencia en estos últimos años, están proscritas y ya no es suficiente con que lleven el cuño maldito del “Parental Advisory” que la “depravada” señora de Al Gore, Tipper, consiguió que llevaran, es momento de borrarlas, eliminarlas, enterrarlas y enterrar con ellas nuestros momentos, nuestros recuerdos, nuestra imaginación y nuestra memoria.
Es tal el ejercicio de soberbia al pretender culpabilizarnos a todos, por el mero hecho de vivir y haber vivido, que no tiene posibilidad de llegar a sus últimas consecuencias, pero visto el cariz que toma la situación y que de arrogancia andan sobrados, la pelea por implantarnos su desquiciada organización está aún lejos de terminar, por desgracia.
Mientras tanto, nos esperan días oscuros en un mundo tétrico en el que hay que lanzar y alzar la voz reclamando honestamente que no podemos negarnos a nosotros mismos. Lo que nos ha convertido en las personas que somos, no puede ser sistemáticamente pernicioso para la sociedad en la que vivimos. No pueden pretender robarnos el pasado mientras nos roban el presente y el futuro. Es demasiado botín. Somos seres capaces y útiles para nuestro entorno, por lo que no ha lugar su celo, algo, mucho de aquello es necesariamente positivo, por muy insultante que fuera. De hecho, es un ejercicio de cruel egoísmo tratar de birlar a nuestros hijos aquello que contribuyó a hacernos personas. Los adultos no se crían entre algodones, tienen más de un chichón en la frente y alguna que otra raspadura en el corazón.
Aquellos que no puedan soportar un mundo libre, que tomen alguna clase de gestión del rechazo o la vida acabará por pasarlos a cuchillo, esa sí que es una zorra despiadada y te acaba por enganchar en alguna de esas vueltas que da.
Foto: Lukas.