El título de este post quiere ser un homenaje al excelente libro del añorado Martin Gardner (Izquierda y derecha en el cosmos) en el que abordaba con su sagacidad y brillantez habitual el problema de encontrar una orientación en el espacio que no fuese relativa a la posición del espectador. Me encantaría ser una centésima de lo brillante que fue Gardner con ese asunto al examinar la función metafórica de esos términos no en el espacio absoluto sino en el ámbito político español, algo un poco menos sereno y objetivo que el espacio infinito.
La distinción entre derecha e izquierda tiende a considerarse como obvia o, al menos, como algo relativo a la posición absoluta del que hace el distingo. Yo sostendré, por mor de la retórica, lo contrario, que derecha e izquierda tienden a confundirse, al menos, de dos maneras, y que sería conveniente que el camuflaje que así resulta se disipase por completo, al menos en tiempos tan difíciles como los que ahora mismo nos ha tocado vivir. Lo que eso significaría es que los ciudadanos podríamos escoger, cambiar incluso de bando, atendiendo a las situaciones y a las respuestas, mientras que ahora casi se nos exige una lealtad perruna a fórmulas que apenas ocultan otra cosa que una voluntad decidida de ocupar el poder para, con mucha frecuencia, seguir haciendo lo mismo que hacía el perdedor. No me refiero a lo que izquierda y derecha dicen, un ámbito en el que suelen ofrecer diferencias abismales, antagonismos irreprimibles, sino, más bien, a lo que hacen.
¿Por qué hemos sido tan lentos e ineficientes? Esa es la cuestión que debería interesar a un líder patriótico más atento a mejorar el funcionamiento de lo que va mal que a alzarse sobre errores ajenos
La primera forma de confusión entre ambas está pues, en sus políticas efectivas, en la tendencia a hacer lo mismo, la derecha con la presunción de que lo hace mejor, la izquierda con la advertencia de que su sesgo es social y solidario. El otrora ministro Montoro, que presumió de haber pasado a la izquierda por su idém en política fiscal, es un caso evidente, pero no menos obvio resulta el recurso de la izquierda a la estabilidad y al carácter inevitable de sus políticas (que era uno de los mantras de Franco,… y de Rajoy) para explicar lo que fuere. Dios me libre de asegurar en qué lado hay más verdad en esta asimilación de las políticas del otro, porque estoy seguro de que no hay ni diez españoles que piensen que tal cosa pueda hacerse sin ofender a la imparcialidad, esa cosa con plumas. Dalmacio Negro ha escrito que la derecha suele adoptar posturas de la izquierda envejecida, y se podría añadir que la izquierda tiene la habilidad de convertir en insultos las ideas que recuerdan a la derecha, pero no diré más.
Si me mojaré, en cambio, al afirmar que la derecha suele cometer, además, otro error muy llamativo en sus intentos de ganar adeptos que consiste en imitar las formas de movilización de la izquierda, tal vez por aquello de Fraga de que “la calle es mía”. En momentos en que se ve que flaquea el pulso del gobierno a ciertos derechistas se les ocurre, por ejemplo, hacer caceroladas. Este tipo de argumentos parece estar determinado por una doble causa: el impulsivo deseo de acabar con el adversario por la vía más rápida, y la sempiterna, y equivocada, convicción de que la derecha tiene siempre detrás una mayoría natural solo que más bizcochable y acomodaticia de lo que desearían los líderes más fogosos y apresurados.
Para que el texto no se me vaya de las manos, me olvidaré aquí de lo que habría que aconsejar a la izquierda (que no carece, desde luego, de mentes críticas tan lúcidas como descontentas) y me centraré en lo que, en este momento, me parecen errores de libro de la derecha.
La derecha no sabe que debe rectificar y pedir disculpas por sus errores políticos, cuando es imposible negarlos habiendo perdido media docena de millones de votos. Pablo Casado, por ejemplo, arrastra consigo el equívoco de creer que ha heredado un partido ganador, cuando su herencia ha sido un edificio en ruina técnica, por muchos pisos que tenga y por amplios que sean sus salones. Una fidelidad a sus mayores, que le honra, le ha impedido hasta ahora acometer la recreación de una fuerza política capaz de alcanzar una nueva mayoría, y eso le está llevando a cometer errores que le impedirán llegar a ser alternativa. Ante la crisis del corona virus ha señalado con dureza los enormes errores del gobierno, pero se le ha olvidado por completo la responsabilidad que le puede caber al PP, por su historia y por su poder actual en varias CCAA, lo que acaso pudiera ser interpretado por muchos electores como una manifestación más de ese afán de poder que nadie niega al PP, pues lo que se le reprocha es que este parezca ser el único combustible de su acción política.
La derecha no sabe hacer pedagogía, ganar adeptos, porque renuncia de forma incomprensible a explicar bien sus diferencias de fondo, a hacer análisis políticos de cierta complejidad, aunque eso implique reconocer (y rectificar) errores propios. Ante una crisis como la que nos asuela, lo primero debiera ser asumir que un Gobierno del PP podría haber cometido, casi sin duda, los mismos errores de principio que ha cometido el de Sánchez para afirmar, a renglón seguido, que se empeñaría en no cometer los posteriores, que pueden acabar siendo los más terribles y dolorosos.
¿Por qué Sánchez ha empezado por equivocarse? Por carecer de una administración eficaz en prevención, por no tener ninguna previsión bien estructurada frente a catástrofes de este género, por haber consentido una organización funcional del conjunto de las administraciones públicas que es un puro disparate, pero es claro que, en esto, la responsabilidad del PP no es menor. Sánchez ha cometido, además, otro error paradigmático, esa tendencia de la izquierda a considerar toda posible amenaza como una construcción artificial de oscuros intereses, a ver el virus como un invento, como una engañifa, y, además, a considerar con una suficiencia por completo infundada que se estaba preparado para todo con semejante capitán en el puente de mando.
La derecha, equivocada por su ardor guerrero, está desaprovechando la oportunidad para destacar recomendando una revisión inteligente y profunda de lo que se ha hecho con el sistema sanitario (en manos de una clase política muy mediocre, que no de buenos profesionales) y, ya puestos, con la eficacia de las instituciones y administraciones para responder de forma eficaz no ya ante desafíos del calibre de esta pandemia, sino ante las necesidades cotidianas de los ciudadanos, sin encubrir con propaganda los resultados insuficientes y sin aludir incesantemente al esfuerzo que hacen por aumentar el gasto, un esfuerzo que se podrían ahorrar y que sería de agradecer fuese menos habitual e intenso.
No se trata de lacerar a nadie con la evidencia de que somos líderes desdichados, a temer que no solo de manera momentánea, en el número de muertes por habitante y en el número de sanitarios sin la protección exigible y afectados por la infección, pero si hay que poner la mirada del público en lo que está sucediendo en lugares tan poco exóticos como la vecina Portugal o la admirada Alemania. ¿Por qué hemos sido tan lentos e ineficientes? Esa es la cuestión que debería interesar a un líder patriótico más atento a mejorar el funcionamiento de lo que va mal que a alzarse sobre errores ajenos, que no hay que negar, en especial cuando se ven acompañados de medidas tan poco recomendables como el control de los medios de comunicación, el cierre efectivo del Congreso, la extensión de las sospechas sobre cualquier ciudadano que se esté moviendo y que favorece formas de linchamiento moral desde los balcones, o el ataque a instituciones en manos de otras fuerzas políticas mientras se siguen practicando exquisitas delicadezas con los que se ciscan con escarnio y burla en el conjunto de la Nación.
Pelear en el barro puede ser interesante para la izquierda, ellos sabrán, y eso parece, pero es un error de gravísimas consecuencias para una derecha que debiera atreverse a enarbolar muy distintos valores colectivos, a defender el debate civilizado, el pluralismo, la conversación, el entendimiento, la política, en suma, que siempre tiene que ser lo contrario de la guerra.