Antaño había en Occidente comunidades humanas, personas con un profundo sentimiento de pertenencia que compartían costumbres, ideas y creencias heredadas de sus ancestros. En la Modernidad la comunidad se convirtió en una asociación de individuos que creían estar unidos racional y voluntariamente por un arcano e imaginario pacto. Pero en la Posmodernidad ya no convivimos en una comunidad natural ni creemos en míticos contratos de una idílica unión voluntaria, tan solo coexistimos en espacios públicos compartidos, como coexisten los meteoritos en el espacio interestelar.

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También el individuo ha experimentado su particular disgregación. Nuestra voluntad se ha fragmentado en mil pequeños anhelos, adoramos el movimiento perpetuo y todo lo que tiene cierta vocación de permanencia nos resulta sospechoso. En rigor, ya no queremos, solo deseamos; no tenemos sentimientos, tenemos emociones; no argumentamos, construimos relatos; no juzgamos reflexivamente, tan solo paladeamos: nada es ya bueno o malo, bello o feo, simplemente nos gusta o no nos gusta.

La izquierda es lo blanco y lo negro, el arriba y abajo, la justicia y la libertad. La izquierda es la síntesis de todo lo bueno y si por ventura hace algo mal, con toda seguridad es sin querer

El desarraigo y la dispersión forman parte de nuestro nuevo modo de ser. Y este modo de ser, a fuerza de ser carácter, se ha transformado en destino. En esta voluble situación el primer edificio sólido en tambalearse es el lenguaje. Todo lo que somos se sustenta en el lenguaje, y la tentación de derribarlo por los que anhelan siempre comenzar desde cero y construir una nueva Humanidad, resulta ahora irresistible. Por eso la revolución posmoderna es una insidiosa y erosiva guerra de guerrillas contra la gramática. La estrategia es simple: primero te convencerán de que las palabras son la realidad. Luego te querrán convencer de que son revolucionarios porque cambian las palabras. Si construyes una frase simple, te miran mal; escribir una subordinada sin faltas de ortografía, te convierte en sospechoso; decir que es de día, cuando efectivamente es de día, en malvado reaccionario.

En un debate se empieza por lo obvio y los contendientes van matizando hasta llegar a lo polémico. Pero ya no hay posibilidad de verdadero debate, porque lo obvio se ha convertido en lo polémico. La semántica es literatura fantástica y las palabras son tan solo mantras hipnóticos que actúan como rudimentarias brújulas morales: feminismo, socialismo o progresismo ya no significan nada, tan solo que estás del lado del Bien. Pero entre todas las palabras inanes que garantizan nuestra santidad, una destaca sobre las demás: la palabra izquierda.

La dialéctica era una contraposición de contrarios que daba lugar a una síntesis. Hoy lo que está de moda y da prestigio es la pura contradicción. La izquierda es centralismo jacobino y federalismo asimétrico, socialismo científico y poética utopía, verdadera democracia y dictadura del proletariado, sangrienta guillotina y paloma de la paz.

Hoy tenemos en España una izquierda que gobierna y que encabeza toda manifestación popular. Una izquierda atea y anticristiana que, sin embargo, tolera amablemente al Islam. Una izquierda que defiende el Estado y que también lo quiere destruir; que encarna el sistema y la eterna protesta antisistema; que protege a las mujeres mientras promulga una ley que beneficia a los violadores, que abandera la igualdad y defiende el privilegio fiscal catalán, que saquea el erario en Andalucía y sigue siendo buena, íntegra y solidaria.

En 1970 el sociólogo y politólogo francés Raymond Aron publicó un libro con un título significativo: “Los marxismos imaginarios”. En él denunciaba las nuevas corrientes de pensamiento autodenominadas marxistas que sin embargo entraban en clara contradicción con las ideas más elementales de Marx: el existencialismo de Sartre y el estructuralismo de Althusser. La razón de este fenómeno la explicó Aron en otro de sus libros, también con un título explícito: “El opio de los intelectuales”. Un intelectual respetable tenía que declararse marxista si no quería parecer un indeseable cómplice del capitalismo filofascista. El marxismo era pues la droga iniciática necesaria para pertenecer al refinado club de los intelectuales comprometidos. A estas alturas del siglo XXI el marxismo imaginario ha mutado a izquierdismo mágico y multicolor, y de opio selecto para intelectuales ha pasado a ser el porro común asequible a toda la población.

La izquierda es lo blanco y lo negro, el arriba y abajo, la justicia y la libertad. La izquierda es la síntesis de todo lo bueno y si por ventura hace algo mal, con toda seguridad es sin querer. La izquierda es el Absoluto en virtud de lo cual todo es relativo y el conjuro esotérico que purifica toda realidad: el clásico abracadabra era demasiado largo y cacofónico, ahora basta con decir izquierda para que se abran todas las flores y aparezca el arco iris.

Pocas palabras significan hoy tan poco, queriendo significar tanto al fin, como la palabra izquierda: mística cantinela a la que muchos siguen venerando religiosamente. Hoy, ante la palabra izquierda, ya no caben razones; tan sólo cabe decir, Amén.

Foto: Annie Spratt.

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