Se empieza a correr el rumor a lo largo de todo el mundo, desde los criadores de ovejas australianos, pasando por las anfitrionas de las discotecas de Tokio y los agentes de la bolsa de París. El rumor comienza a cobrar cuerpo y empieza a aparecer en algunos periódicos del mundo, de esos que no usan el potencial.
En Canadá y Brasil el rumor hizo caer los precios y los gobiernos tuvieron que desmentirlo públicamente pero el entusiasmo no paraba de crecer.
La expectativa era tal que los trabajadores dejaron sus quehaceres y comenzaron a mirar el cielo. Los más escépticos fueron las iglesias y las distintas religiones del mundo que rápidamente exigieron cautela pero paso seguido se reunieron en simultáneo en Roma, La Meca y Jerusalén para comunicar que habían decidido abandonar sus rivalidades y que se unirían en un gran único credo que se llamaría Asamblea de la Fe Unida.
Este Dios como hipótesis matemática, este Dios demostrado por la ciencia y no por la fe, tenía un problema: no era celoso, no era vengativo y no pedía nada
Los gobiernos del mundo reaccionaron de inmediato y reunidos en la ONU, el secretario general retomó el trabajo de unos distinguidos científicos para certificar que dos telescopios habían descubierto que todas las radiaciones electromagnéticas del universo provenían de un único lugar traducible a una estructura matemática compleja.
No había ser humano que no estuviera frente al televisor en ese momento escuchando las declaraciones y el documento firmado por 300 científicos y teólogos que comprobaban el rumor: existe una deidad suprema, un dios matemático, que, naturalmente, en la tapa de los diarios y en los graphs de la TV se sintetizó en un título: “Comprueban la existencia de Dios”
La trama recién expuesta corresponde a un cuento de James Ballard, “Vida y muerte de Dios”, publicado en 1976 en el libro cuyo título original en castellano es Avioneta en vuelo rasante y otros cuentos.
James Ballard es un escritor de origen inglés, nacido en Shangai en 1930 y en este 2019 se están cumpliendo diez años de su muerte. Claramente hay que decir que es difícil ubicar su literatura. Algunos despectivamente lo descartan como mera ciencia ficción pero para ponerlo allí habría que aclarar varias cosas. Por lo pronto, que en Ballard la distinción entre literatura y lenguaje científico se borra y que, en todo caso, su ciencia ficción no es aquella que se ocupa de naves espaciales y marcianos con antenas. Es una literatura del “espacio interior” más que del “espacio exterior” y todos aquellos que disfruten de los grandes escritores distópicos, (Zamiatin, Huxley, Orwell, entre otros), encontrarán en Ballard la posibilidad de transitar una y otra vez por desiertos de chatarra como escenarios de una crítica clara al mundo de la técnica. De hecho, el ensayista Pablo Capanna arriesga que en algún momento se utilizará el adjetivo “ballardiano” para describir los desolados paisajes del mundo industrial.
Es que Ballard quedaría marcado por la experiencia de su preadolescencia graficada en su novela El imperio del Sol. Porque, como decíamos, Ballard nace en China dado que su padre era un químico que dirigía la filial británica de una empresa textil. Se cría en un contexto de contrastes entre la opulencia de vivir rodeado de hasta nueve sirvientes y la miseria de las calles de Shangai, hasta que, en 1942, con la ocupación japonesa, Ballard y su familia son llevados a un campo de internación para prisioneros civiles donde tendrá que aprender a comer arroz. De ese mal sueño, Ballard despierta con el nuevo sol que no es otro que el sol de la bomba atómica de Nagasaki. Cada uno sobrellevará como pueda una experiencia semejante pero con los años, y tras fracasar en distintas carreras universitarias como la carrera de medicina, Ballard decide volcarse a la literatura siendo una importante influencia en los años 60, 70 y 80.
Pero quiero que volvamos a este cuento, “Vida y muerte de Dios”, y que nos preguntemos, independientemente de si creemos o no en Dios, qué sucedería si se comprobara la existencia de El. Pensémoslo como un juego, claro, como una hipótesis. Porque así lo pensó Ballard y su respuesta es tan controvertida como interesante. Porque la comprobación de la existencia de Dios derivaría en el fin de las luchas sectarias, en budistas que serían bautizados, cristianos haciendo girar ruedas de plegarias y judíos arrodillados frente a estatuas de Krishna y Zoroastro. También, dice Ballard en el cuento, semejante descubrimiento habría derivado en una merma en los pacientes con neurosis y problemas psiquiátricos porque la existencia de la deidad funcionaría como terapia. Todas las fuerzas armadas del mundo serían dadas de baja, desaparecerían las fronteras, se destruirían las armas y hasta se caería el Muro de Berlín.
Sin embargo, este Dios como hipótesis matemática, este Dios demostrado por la ciencia y no por la fe, tenía un problema: no era celoso, no era vengativo y no pedía nada. De modo que, con el tiempo, dice Ballard, el miedo al juicio final se perdió, tanto como se perdieron todos los incentivos, los premios y las recompensas por el obrar. Así, empezó a mermar el comercio y la cosecha; la gente dejó de ir a trabajar y las agencias de publicidad quebraron porque a nadie le interesaba ser convencido de nada. Se cerraron los congresos de todos los países del mundo porque no tenían razón de ser.
Evidentemente, que la deidad fuera neutral era un problema y Ballard en el cuento deja entrever que el bien y el mal finalmente son los motores de la humanidad. Con un Dios neutral no hay progreso. Así, por suerte, de repente, un día alguien robó las joyas de la reina de la Torre de Londres y a eso le sucedieron otros hurtos; luego un maniático agredió el cuadro de la Mona Lisa en el Louvre y el altar de la Catedral fue profanado en Colonia.
La nueva Iglesia universal recibió estos hechos con insólita tolerancia; un candidato al congreso de Estados Unidos advirtió que una deidad ubicua era una afrenta contra el libre albedrío; un científico demostró que la perfección de un ser como Dios incluía también el “no ser” de modo que ese Dios podía existir y no existir, o ambas al mismo tiempo. Miles de personas se movilizaron para destrozar los telescopios que habían comprobado la existencia de este Dios matemático; hubo catástrofes naturales varias y un periódico ya se animó a publicar como pregunta si era verdad que existía Dios.
Volvieron las guerras y hasta explotó una bomba atómica; volvieron los adornos a las calles, los negocios retomaron sus ventas y aprovecharon la navidad para vender lucecitas para los arbolitos. En ese contexto Ballard nos advierte que muy poca gente prestó atención a la afirmación del vocero de la Iglesia Universal. Era una declaración de enorme trascendencia y probablemente la más revolucionaria de todos los tiempos; una declaración que cambiaría la historia de la humanidad. Se trataba de una encíclica titulada: “Dios ha muerto”.
Foto: Tyler van der Hoeven