El escepticismo ha sido una de las corrientes filosóficas fundamentales en la historia de la filosofía. Gracias a la actitud escéptica de los Carneades, Sexto Empírico, Francisco  Sánchez, Montaigne o Descartes el pensamiento recibió un notable impulso. No hay mayor acicate para buscar la verdad que albergar la duda acerca de si nuestras creencias constituyen o no un reflejo del mundo. La noción de verdad, una de las más problemáticas de la filosofía, está lejos de ser reducida a una merca correspondencia entre lenguaje y mundo. Multitud de teorías, tanto en el ámbito continental (teorías fenomenológicas, perspectivistas, hermenéuticas, existencialistas, dialécticas….), como en el ámbito analítico (lógico-semánticas, semántico-esencialistas, semántico-naturalistas …) se han propuesto. Todas ellas han sido objeto de acalorados debates en el ámbito académico.

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Lo que en el campo del pensamiento dista mucho de estar completamente resuelto parece considerado una cuestión trivial y evidente en el ámbito de la política, la economía, la sociedad etc…  Nuestros políticos que se declaran progresistas parecen asumir no sólo que están en posesión de la verdad única, sino que su labor primigenia radica en preservar la verdad de los peligros que la atenazan hoy en día. El surgimiento de los que ellos denominan movimientos populistas de extrema derecha o el florecimiento de movimientos críticos con algunos de los nuevos dogmas del progresismo globalista  (ideología de género, alarmismo climático, desaparición del estado nación…) se catalogan como amenazas ontológicas a la verdad.  Hasta el punto llega esa obsesión por preservar la verdad que cualquier narrativa que cuestione la identificación entre verdad y agenda progresista-globalista es catalogada de posverdad.

Los Estados Unidos son hoy en día, con sus editoriales, universidades y medios de comunicación de masas, el suelo nutricio de la mayoría de las ideas que pasan por progresistas

Una buena parte del discurso que hoy domina la agenda progresista fue pergeñado a finales de los años 60 en el contexto del llamado post-modernismo. Un movimiento cultural relativista y supuestamente anti-dogmático. No hubo mayor contestación cultural a la noción de verdad que el famoso libro de Lyotard, La condición posmoderna, publicado a finales de la década de los años 70. Los otrora relativistas se han convertido en furiosos custodios de una nueva verdad: la única verdad posible es su verdad. Una verdad que se materializa en una agenda anti-humanista, trufada de un ecologismo radical, enemiga de cualquier apelación a la  defensa de valores tradicionales o que defienda la esencial libertad del ser humano

Esta obsesión por preservar la verdad de las amenazas que el mal, que ellos identifican con las narrativas políticas que cuestionan la agenda progresista globalista, es de claro origen gnóstico. Cualquiera que haya seguido la reciente campaña electoral norteamericana se habrá podido percatar del tono apocalíptico de muchos de los mensajes de la dupla Biden-Harris, de sus proféticas advertencias de la posibilidad real y cierta de que el mal, encarnado en la persona y en la obra política de Donald Trump, se extendiese como una mancha de aceite sobre la civilización. En medio de este apocalíptico escenario el papel de los medios de comunicación no ha sido tanto el de fedatarios de lo que  acontecía en los Estados Unidos cuanto de heraldos del apocalipsis por venir caso de que el todavía presidente Trump lograra revalidar su mandato. Los medios de comunicación hicieron dejación de informar para pasar a desinformar con el firme propósito de contribuir a que las fuerzas del mal no lograran imponerse.

Este relato tan simplista, maniqueo e infantil no hubiera tenido demasiadas posibilidades de prosperar en una sociedad medianamente madura. Sin embargo nuestras sociedades occidentales cada vez están compuestas por un mayor número de individuos que están dispuestos a hacer dejación de su propia racionalidad y aceptar relatos simplistas que presentan enemigos ficticios y  que, sin embargo, ocultan las verdaderas amenazas que se ciernen sobre nuestra civilización. No, no era Trump, ni sus formas más o menos rudas y sus exabruptos frecuentes lo que los norteamericanos debían juzgar en estas pasadas elecciones, sino sus políticas y su coherencia personal. En ambos apartados el todavía presente ha exhibido una coherencia que no es muy habitual entre los políticos profesionales. Quizás el presidente Trump, al llegar a la política con una vida profesional ya plenamente realizada, no tenía que preocuparse por complacer a lobbies o buscar granjearse una imagen pública icónica e insustancial, como la de su predecesor en el cargo Barack Obama.

Trump entendió que fue elegido con tres  claras misiones. Por un lado intentar revertir el declive económico de un país en el que las clases populares todavía seguían sufriendo las consecuencias de la gran crisis financiera del 2008. Por otro lado intentar apuntalar los cimientos de una democracia americana, sacudida por los desmanes de una clase política cada vez más corrompida y alejada de la ciudadanía y por la nefasta influencia de la generalización de una ideología contra cultural extendida entre las élites intelectuales en las universidades norteamericanas. Por último el proyecto de Trump pretendía frenar el imparable declive del imperio norteamericano socavado por una serie interminable de conflictos militares y políticos que amenazaban con poner fin a la hegemonía mantenida por los Estados Unidos a nivel global desde finales de la segunda guerra mundial. De los tres cometidos que se propuso, el presidente Trump logró acometer con éxito dos de ellos y comenzó, ya al final de su primer mandato, a acometer el tercero: quizás el más ambicioso y el que probablemente la vaya a costar la relección.

Con Trump la economía se recuperó y la prosperidad arribó a las capas más desfavorecidas, las que han perdido más como consecuencia de la llamada globalización económica. De esta manera Trump ha logrado ampliar el suelo electoral del partido republicano entre potenciales votantes demócratas especialmente en el llamado belt trust.

Su política internacional no puede catalogarse sino de un gran éxito. A la labor pacificadora de su administración en Oriente Medio hay que añadir su firme defensa de las democracias liberales frente a la amenaza del socialismo del siglo XXI o su negativa a convertir a su país en un gendarme a sueldo de intereses extranjeros, como lo que viene pretendiendo la Unión Europa que sean los Estados Unidos.  Su negativa a seguir jugando con reglas desiguales en el ámbito económico respecto a la potencia emergente de China, lo ha convertido en el objeto de las iras de las élites económicas globalistas que buscan un nuevo reseteo económico mundial bajo el mandato de la brutal dictadura asiática.

El tercer gran objetivo de su mandato, la regeneración de la vida política y cultural de su país, apenas ha podido esbozarla. En un país tan descentralizado y en el que las principales industrias culturales e instituciones académicas del país están secuestradas por las élites culturales de las dos costas, la tarea que se proponía Trump no puede ser catalogada sino de titánica. Esta tarea, nunca del todo entendida por buena parte del establishment del partido republicano, es la que probablemente la haya costado la presidencia.

Los Estados Unidos son hoy en día, con sus editoriales, universidades y medios de comunicación de masas, el suelo nutricio de la mayoría de las ideas que pasan por progresistas. Es gracias a la reelaboración norteamericana de las ideas radicales de la escuela de Frankfurt o de la filosofía francesa contemporánea que buena parte de las ideas de la agenda progresista globalista han logrado llegar hasta prácticamente todos y cada uno de los rincones del planeta. Cuatro años más de revolución cultural trumpista podrían poner en riesgo la hegemonía de esas ideas que los Estados Unidos proyectan al mundo. Aunque Trump es presentado por los medios como un hombre rudo, escasamente intelectual y que sólo sintoniza con las masas indoctas, la realidad dista mucho de la caricatura. Trump en el final de su mandato intentó implementar una serie de medidas que pusieran fin al clima de falta de libertad de pensamiento y de adoctrinamiento antinorteamericano que se respira en muchas universidades del país. Lamentablemente una combinación de factores diversos (irregularidades electorales, errores de campaña y sobre todo un verdadero putsch llevado a cabo por los grandes medios de comunicación) van a llevar a los Estados Unidos a experimentar un nuevo ejercicio de gatopardismo lampedusiano.

Ilustración: DonkeyHotey


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