Los partidos políticos españoles son organizaciones con un jefe que los dirige. Cuando uno de sus miembros llega al poder, el Estado premia al partido con una subvención. Si logra conformar un grupo parlamentario la subvención se multiplica. El partido deja de ser entonces una asociación civil y transforma a sus miembros activos en una especie de clase funcionarial con distintos grados de poder político. Del mismo modo que el rey Midas convierte en oro todo cuanto toca, el oro del erario público convierte así en Estado a todo partido al que da su bendición electoral.

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Estar en la lista electoral depende del jefe del partido. Por tanto el diputado debe obediencia a su jefe, no al ciudadano. De modo que cuando el ciudadano vota; vota en realidad al jefe, no al candidato. El diputado retóricamente dirá que representa a los ciudadanos; mientras los hecho, y a veces las propias consignas del partido, evidencian lo contrario. Y muchos ciudadanos dirán que eligen a sus representantes, a pesar de que la mayoría de los individuos que aparecen en la lista electoral le son ajenos y desconocidos.

¿Son entonces los diputados representantes? Lo son únicamente de sus partidos. Obviamente esto es una boutade, pues si los partidos se representan a sí mismos y ya están en el poder, no representan a nadie. En todo caso realizan una especie de representación teatral: el Parlamento es el escenario.

Acuerdos a puerta cerrada

Las negociaciones más importantes entre los partidos se hacen atendiendo a sus propios intereses de grupo y a puerta cerrada, despreciando el principio de publicidad que debe regir todo acuerdo político. Los líderes políticos aumentan o disminuyen su cuota de poder según el resultado de las elecciones y la habilidad para hacer pactos oportunos, pero los partidos nunca lo pierden salvo en raras excepciones. Consecuentemente, la población queda radicalmente dividida en dos clases: los políticos arriba y todos los demás abajo.

El voto de los ciudadanos se convierte en un ritual impotente que solo sirve para dar legitimidad a un sistema que no les otorga ninguna representación

En esta situación el voto de los ciudadanos se convierte en un ritual impotente que solo sirve para dar algo de legitimidad a un sistema que no les otorga ninguna representación. Los ciudadanos tan solo pueden refrendar periódicamente lo que los partidos han realizado y prometen realizar. Dado que no hay procedimiento para obligar a cumplir las promesas ni procedimientos revocatorios, los políticos incumplen una y otra vez: la mentira y la corrupción se generalizan y acaban por contaminar a toda la sociedad.

Ante este estado de cosas muchos votan lo que consideran el mal menor con la esperanza de mejorar el sistema, pero comprueban una y otra vez que solo consiguen empeorarlo o dejarlo como está. El juego político parece diabólicamente diseñado para que aprendamos a sentirnos indefensos y tengamos la frustrante sensación de que nada podemos hacer.

Como la mosca encerrada en una botella, el ciudadano choca una y otra vez contra el cristal del sistema proporcional de elección que le impide acceder al Estado. Puede ver el paisaje del poder con la ilusión de su cercanía, pero es tan inasequible como las flores y los pájaros que la mosca ve a través del cristal. El traslúcido recipiente donde habita la sociedad civil resulta entonces efectivo para que ésta no penetre en el la sociedad política. Incluso más efectivo que si la botella fuese totalmente opaca y el sufragio estuviera explícitamente prohibido; pues en este último caso la oscuridad facilitaría tomar conciencia de la falta de libertad y señalaría más nítidamente la salida luminosa a través del cuello de la botella.

Una apariencia de democracia

La partidocracia que padecemos desde la Transición de los años 70, se parece mucho a lo que Aldous Huxley llamó dictadura perfecta: un sistema político que tendría la apariencia de una democracia, pero que sería en realidad una prisión sin muros donde los presos ni siquiera soñarían con escapar.

El régimen que padecemos desde la Transición está agonizando

Abrir un periodo explícito de libertad constituyente resulta a bote pronto tan improbable como que los partidos se propongan de verdad cambiar la constitución legalmente y en beneficio de todos. Pero la Historia es imprevisible y también cayó el Muro de Berlín. El Estado de partidos no es más sólido ni resistente que el mítico muro alemán. Cada acontecimiento tiene su ocasión y cada idea su momento. Vivimos tiempos confusos donde todo parece posible y conviene recordar que hasta las dictaduras perfectas degeneran y mueren: es obvio que el régimen que padecemos desde la Transición está agonizando.

En tiempos de confusión es la nación política, poder prejurídico y siempre latente, quien tiene la potestad de crear una nueva Constitución mediante sus representantes expresamente elegidos para ello. A este respecto se asume como un principio dogmático lo establecido por la Constitución francesa de 1791: «La Asamblea Nacional Constituyente declara que la Nación tiene el derecho imprescriptible de cambiar su Constitución«. Y la nación somos todos y cada uno de los ciudadanos que conformamos la comunidad política que llamamos España.

La clase política pretende cambiar la Constitución para establecer una confederación que vendría a liquidar la soberanía nacional española

La clase política habla de Constitución en clave esotérica, como si se tratase de un saber iniciático que solo a ellos concierne: proponen un “nuevo pacto constitucional” como si la Constitución fuese un acuerdo entre diferentes naciones; y repiten hasta la saciedad el mantra de la “España federal” mientras piensan en una confederación que vendría a liquidar la soberanía nacional española. Ellos se lo guisan y pretenden que todos nosotros nos lo comamos.

Es evidente que están nerviosos y tienen prisa, mucha prisa: el sistema se desmorona y pretenden cambiar las reglas del juego para que todo siga igual, o peor. Y, sin embargo, tal pretensión es cada vez más insostenible: cuando se trata de fabricar legislación los partidos lo son todo y los ciudadanos no somos nada, pero cuando hablamos de Constitución (su reforma en profundidad o la creación de una nueva), incluso en una partidocracia se invierte la pirámide de la legitimidad y el poder: los partidos no son nada y los ciudadanos lo somos todo.

Intentarán engañarnos una vez más, no lo duden. Pongámoselo difícil. El mensaje ha de ser contundente: ¡la Constitución es cosa nuestra; no se les ocurra tocarla sin nuestro permiso!


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