Hoy se libran en España dos batallas cruciales: una es una batalla sanitaria contra un virus que nos está amargando la existencia, que está acabando con miles de vidas, que arruinará nuestra economía y del que no sabíamos nada hasta diciembre. La otra batalla es una batalla intelectual, y política, en defensa de la verdad. Una batalla en contra de las maniobras ideológicas que intentan ocultar las verdades que científicos y técnicos van estableciendo, y que no puede resumirse en una vaga apelación a la Ciencia, como si cualquier experto valiera lo mismo por el hecho de serlo, y de autoproclamarse tal. La verdad científica y técnica se define por la calidad de los argumentos, no por títulos.

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Esta segunda batalla se enfrenta también a su propia plaga, la de esos abundantes e impúdicos empeños auto justificativos de los muchos que no quisieron ver, o no supieron ver, la gravedad de lo que ocurría, y que llevan semanas intoxicando el debate público con sus miasmas, sin pedir perdón ni reconocer error.

Añadamos que esta segunda batalla, la de la verdad, no es tan sólo una disputa sobre el conocimiento, sino que también ha sido vista, con acierto, por parte de la derecha intelectual como una oportunidad, como una palanca con la que golpear el escudo del sistema mediático cultural progresista de producción de sentido, hoy manifiestamente hegemónico en nuestro país. Muchos de los pilares de esa hegemonía cultural y periodística han sido puestos en evidencia por el coronavirus por su masiva adhesión a las teorías sologripistas (“esto es poco más que una gripe”, lo que además incluye el error añadido de infravalorar la peligrosidad de la gripe) y su credibilidad hoy, por tanto, se tambalea. El extraño empecinamiento en negarse a reconocer cualquier error creo que hay que vincularlo con esta sensación de que el edificio entero pueda estar en peligro. Es un cierre de filas. Ignoro si intuitivo o expresamente organizado. Pero cierre de filas al fin.

La batalla crucial ahora es la de la verdad. O al menos la de permitir, desde la política, que se abra paso. Hace tiempo ya asumimos una primera derrota conceptual al permitir que los relativistas reformularan esta cuestión como la batalla del relato. En la batalla del relato la verdad es un ingrediente secundario

En una situación tan compleja como la actual, la verdad tiene muchas caras y muchos matices. Es verdad. Como lo es que casi no hay gobierno en el mundo al que el virus no le halla cogido desprevenido y que no haya cometido errores. Empezando por China, el país donde apareció por primera vez, que tardó en reconocer la existencia de la epidemia. Esto se debe no tanto al carácter “dinámico” de la enfermedad (porque los dinamismos se pueden prever, aunque toda previsión tenga su margen de error) como a su novedad sustancial (hemos ido conociéndola mejor a medida que pasaba el tiempo). Pero hay márgenes y márgenes de equivocación, y los datos de España, hoy, son ya muy incriminatorios de la escasa competencia gestora de nuestro Gobierno: el mayor porcentaje de muertos per cápita del mundo; un altísimo porcentaje de sanitarios infectados, lo que conlleva que los hospitales se han convertido en involuntarios focos de transmisión; evidentes problemas de suministro en materiales esenciales aún hoy, dos semanas después de iniciarse el estado de alerta; manifiesta descoordinación autonómica,  estimulada por la tardanza del gobierno en tomar las riendas…

Es probable que en sucesivas semanas y meses se sumen más países a la pugna por ocupar los primeros puestos del podio del despropósito (vemos a Bolsonaro y López Obrador dispuestos a que Brasil y México peleen por el premio, con Trump vacilando y por primera vez verdaderamente temeroso de poder perder las elecciones) pero de ello deberán dar cuenta a sus ciudadanos. Los errores de los demás no cambian nuestra historia.

Decíamos que la batalla crucial ahora es la de la verdad. O al menos la de permitir, desde la política, que se abra paso. Hace tiempo ya asumimos una primera derrota conceptual al permitir que los relativistas reformularan esta cuestión como la batalla del relato. En la batalla del relato la verdad es un ingrediente secundario. Si la tienes de tu lado, mejor, porque ayuda a hacer más creíbles los mensajes, pero lo crucial es la potencia de fuego propagandística y la capacidad de crear discursos convincentes, y seductores, incluso si son falsos. Y estamos viendo que el frente pro gubernamental tiene una gran cantidad de cañones que llevan, desde hace dos semanas, bombardeando los cielos de España con sus mensajes exculpatorios. Sobre el principal de ellos (“no podía saberse”) no me ocuparé, porque me parece que su fracaso ha quedado acreditado en un reciente artículo de Juan Luis Cebrián, eximio representante del aparato productor de sentido progresista, quien no dudaba en reconocer la falacia de tal argumento. Y es que no puedes decir hoy que nadie podía saberlo cuando ayer tachabas de alarmistas a quienes advertían.

Me ocuparé más en profundidad, en cambio, de las otras dos ideas fuerza que se han lanzado estas semanas para paliar el fracaso del primero: Uno: “Todo esto ocurre por los recortes del PP”. Y dos: “Las autonomías son corresponsables, especialmente la de Madrid que es la que más casos tiene y que lidera el PP”.

La estrategia es hábil pues ambos argumentos conectan con una parte de verdad del problema, como debe ser para que la propaganda pueda ser verdaderamente eficaz. Y, además de eso, ambos tienen la virtud añadida de reactivar el muy extendido prejuicio social anti PP y anti derecha, un marco mental lo suficientemente amplio como para que en él quepa todo. O casi todo, habría que precisar, porque me da la impresión de que en esta ocasión estamos empezando a ver señales de que una propaganda otrora infalible, en este contexto, por primera vez, chirría. Lo que quizás explique el nerviosismo creciente de sus cañoneros más primarios y argumentalmente elementales, y también el viraje de desmarque parcial de sus representantes más inteligentes, como el presidente de honor del grupo Prisa.

No sólo es que una pandemia como ésta puede repetirse: es que podría darse el caso de que tuviéramos que enfrentarnos a varias pandemias distintas y a la vez. Que no se haya dado el caso hasta ahora no significa que no pueda ocurrir en algún momento

El primero de los argumentos lanzados para desculpabilizar la gestión del Gobierno (la culpa es de los recortes del PP) conecta, como hemos avanzado, con una verdad. Y esa verdad es que la magnitud del problema epidemiológico al que nos enfrentamos nos ha hecho ver que necesitamos mejorar nuestras dotaciones sanitarias materiales y, sobre todo, humanas. Porque están ajustadas a una normalidad clínica (con unos parámetros de oscilación y variabilidad que hasta ahora eran más o menos conocidos) que la pandemia del coronavirus ha hecho saltar por los aires. Lo que nos ocurre es una tragedia, pero también una advertencia. Hemos vivido problemas similares en el pasado, y volveremos a enfrentarnos a ellos en el futuro, y ahora sabemos que ciertos virus tienen capacidad para disolver, como un azucarillo, buena parte de nuestras certezas y seguridades. No sólo es que una pandemia como ésta puede repetirse: es que podría darse el caso de que tuviéramos que enfrentarnos a varias pandemias distintas y a la vez. Que no se haya dado el caso hasta ahora no significa que no pueda ocurrir en algún momento.

Reconocer esto no significa plantear, como están haciendo algunos, que tenemos que incrementar exponencialmente el tamaño de nuestro sistema sanitario. Quizás no estaría mal, si el dinero cayera del cielo, y nos lo pudiéramos permitir, pero, hoy como ayer, cada euro que se gasta en incrementar el tamaño de la administración es un peso más que sumamos a la mochila que cargamos sobre nuestras espaldas. Esa mochila, para que quede claro, es para nosotros tan imprescindible como para el montañero. Pero, asimismo, deberíamos compartir con él el afán de equilibrio entre lo útil y lo ligero, entre lo ideal y lo posible.

La realidad nos ha señalado con claridad que en la sanidad tenemos un posible talón de Aquiles, y sería insensato no entender el mensaje: hay que protegerlo. Pero aún sería más necio no entender que, sobre todo, lo que hay que mejorar es la capacidad del sistema para detectar las amenazas, estudiarlas, diseñar planes de respuesta y tomar medidas rápidas. Porque en el caso de los virus los márgenes de decisión son muy estrechos.

Quienes ponen el énfasis en los ‘recortes’ -unos ‘recortes’ que no impiden a España, por ejemplo, tener más camas por habitantes que países europeos como Gran Bretaña, entre otros- tan sólo piensan en términos de dinero, y desprecian la gestión. Es la gran mentira que se ha instalado en nuestra administración, con la complicidad tácita de buena parte de los medios informativos, y con la aquiescencia de todas las formaciones políticas. Una mentira que podríamos resumir de este modo: cuanto más dinero se dedica a un área, mejor se la trata, de modo que, si uno quiere trasladar la idea de que le preocupa la Sanidad pública, por ejemplo, lo que tiene que hacer es incrementar más y más los presupuestos destinados a este fin. Cuanto más dinero y más aumento, más puedes presumir de cuidar la Sanidad.

Pero este planteamiento, que también tiene su parte de verdad (como es obvio, determinadas mejoras requieren de inversiones) escamotea justamente la que hoy y ahora está más en cuestión, y la que centra, o debería, nuestro debate público: la gestión. Las mismas cifras de dinero se pueden gastar bien o mal. Por usar una analogía tristemente célebre, uno puede destinar cantidades ingentes a la Sanidad y que una parte termine gastándose en putas. O, por poner un ejemplo menos escabroso, es compatible tener hoy la misma plantilla sanitaria que hace cinco años, o incluso superior, y que en la práctica haya menos personal dedicado a atender directamente a los pacientes, porque lo que ha crecido, pongamos por caso, es el personal de gestión.

Cuando hablamos de recortes se activa un marco mental en el que lo importante es el dinero. Pero nuestra realidad no es esa hoy. En teoría, tenemos todo el dinero del mundo (nuestro Gobierno ha ‘movilizado’ 200.000 millones de euros, según nos han dicho) pero, incluso si fuera cierto, nos sirve de poco porque hemos empezado a comprar tarde el material sanitario del que carecemos y que necesitábamos para proteger a nuestros sanitarios y a nuestros pacientes. Lo que ha faltado ha sido la capacidad de anticipación y prevención, no el dinero, y el resultado es el caos que vivimos desde antes de que se declarara el estado de alerta. Un caos que no ha hecho más que agravarse a medida que aumentaban dramáticamente los contagios.

La descentralización sanitaria ha resultado ser un excelente aliado para el coronavirus, pero también, como estamos viendo, para otro virus bien alojado en nuestro cuerpo social: el de la irresponsabilidad

Quienes culpan a los recortes dan a entender que la solución estaría en tener una sanidad gigantesca que pudiera ser gestionada por cualquier inútil perezoso porque tendría, por defecto, todos los recursos necesarios para afrontar cualquier imprevisto. Esta posibilidad, obviamente, sólo tiene cabida en cabezas cuyo cerebro haya sido irreparablemente dañado por otro virus, el de la simpleza. Pero hoy la vemos florecer a diario.

El segundo argumento exculpatorio está elaborado, en realidad, con nitroglicerina. Quiero decir con ello que es tan inflamable que fácilmente puede estallar en cualesquiera manos, incluidas las de quienes lo han lanzado a la plaza pública. Es el argumento de la responsabilidad de los gobiernos autonómicos. Como en el caso anterior hay una verdad de fondo pues ninguna propaganda logra adherencia si está construida sólo con mentira. En este caso la verdad es que, en efecto, son las autonomías las que tienen hoy en España el grueso de las competencias sanitarias. Competencias sanitarias ordinarias, habría que añadir. Porque la gestión de una pandemia como ésta no entra dentro de sus atribuciones. Y por eso existe un Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias que depende del Ministerio de Sanidad y que dirige, todavía en el momento de escribir esto, Fernando Simón. Y esa es la razón por la que era y es Simón el encargado de darnos el parte periódico de la epidemia. Nadie discutió las competencias del Gobierno cuando Simón hacía predicciones que hoy, imagino, le ruborizarán, en el caso de que tenga capacidad de ruborizarse, lo que está sujeto a duda.

Pero hay otra verdad en el argumento autonómico, y es la parte que lleva la nitroglicerina: la descentralización sanitaria ha resultado ser un excelente aliado para el coronavirus, pero también, como estamos viendo, para otro virus bien alojado en nuestro cuerpo social: el de la irresponsabilidad. Allí donde las competencias se reparten, las culpas se diluyen y nadie termina siendo responsable de nada. Todo se convierte en materia de disputa política y de confusión. En circunstancias normales hemos visto que nuestras sociedades han tolerado esta lacra de nuestro sistema con deportividad. Es dudoso que ocurra del mismo modo a partir de ahora. El coronavirus ha dejado tocado también al modelo autonómico. Pero no para resolverlo por elevación, como parecía sugerir Elisa de la Nuez, la presidenta de Hay derecho, cuando reclamaba una apuesta federal decidida para resolver estas disfunciones, sino en sentido inverso. Después del coronavirus, que nadie lo dude, crecerán los partidarios de recentralizar la sanidad, que ya son muchos.

Llegados a este punto alguien podría argumentar que este argumento no tiene sentido porque, en esta crisis, quien ha fallado ha sido justamente el Gobierno y que el fallo hubiera sido más garrafal si hubiera tenido en sus manos todas sus competencias. Parece un argumento razonable, pero sólo en apariencia. Al margen de otras explicaciones sobre las causas que llevaron a la inacción de este Gobierno (entre las cuales ocupa un lugar central el 8M, que ha sido convertido por la izquierda en su gran momento político del año, y en una palanca de promoción de sus discursos entre la sociedad) hay que añadir ésta: quien no se siente plenamente responsable no actúa con la misma diligencia que quien sí se siente plenamente responsable. Y aquí el Gobierno se veía a sí mismo en un papel subsidiario (especialmente cuando había pocos casos oficialmente reconocidos) y, por tanto, no tenía sobre sus espaldas la carga de responsabilidad que hubiera supuesto el tener en sus manos todos los hospitales de España. Y algo similar, en menor medida, puede decirse de las autonomías. Cada una estaba a lo suyo, a lo inmediato, dando por hecho que era el Gobierno el encargado de las grandes estrategias.

Como puede verse, hay mucho en juego en esta disputa cultural en la que estamos enfrascados. En ella se dirimen, entre otras cuestiones, el asentamiento, o cuestionamiento, de ideas muy extendidas entre nosotros, pero no necesariamente ciertas. Pero también el sostenimiento, o quebranto, de la hegemonía cultural progresista. Que no deja de ser una piedra angular de su poder político. El virus ha destapado muchas de nuestras vergüenzas como sociedad -de eso no cabe duda- pero por el camino ha abierto nuevas ventanas de oportunidad. Y de esperanza.

Foto: Pexels

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