En su línea de invenciones favorables a la causa, el CIS de Tezanos ha avistado el enorme volumen de voto por decidir. El descubrimiento es tan enorme como el beneficio que espera obtener su señorito Sánchez, el miedo a que las hordas acaben por derribar el muro de Adriano y se venga abajo la socialdemocracia del momento.
Si le ponen a hacer geografía, Tezanos acabaría descubriendo el Mediterráneo, todo con tal de conseguir que el voto que él considera moderno y progresista no se olvide ir a urnas el 28, y suceda lo peor. La estrategia del PSOE es similar a la del PP, llaman al voto útil porque en ambos casos consideran que evitar el mal es más interesante que promover el bien, son escépticos porque han gobernado mucho y saben convertir al rival en un ogro y ver si funciona con ayuda del miedo a lo peor.
Fijémonos un momento en el descubrimiento tezanesco para ver hasta qué punto es extraordinario. ¿Es que alguien podría imaginar que todos los electores tuviesen claro su voto en la tercera elección legislativa en menos de cuatro años, tras la huida de Rajoy, el procés, la segunda edición del referéndum que nunca existió, el voto de censura triunfante y la investidura de Sánchez con los votos de la basura? Además, el sistema electoral se está viendo sometido al asalto de fuerzas nuevas por la derecha y por la izquierda, hasta por el centro, de manera que lo normal es que mucha gente se abstenga de decir lo que opina no vaya a ser que le encasqueten el muerto de la crisis, el 11M, el supremacismo y las cintas de ese comisario del que usted me habla.
La gran cuestión, a la que responderán las urnas, si es que lo hacen, es si los españoles cabreados, descontentos, escépticos y cansados saldrán en masa a votar o preferirán quedarse en casa
La gran pregunta no puede ser, por tanto, si los españoles están cabreados, si están encantados de lo que hacen sus políticos o si creen que decidan lo que decidan, va a seguir pasando lo mismo. Todo eso se da, más o menos por descontado, y de ahí que el número de los que dicen que no saben o no contestan esté siendo creciente. La gran cuestión, a la que responderán las urnas, si es que lo hacen, es si los españoles cabreados, descontentos, escépticos y cansados saldrán en masa a votar o preferirán quedarse en casa, y si optarán por votar a los de siempre, aunque a unos más que a otros, o jugarán un poco más a la ruleta. A este respecto, lo que dicen las encuestas es poco menos que nada, porque apenas arrojan un resultado que podamos considerar algo más que verosímil.
La lógica política, que en grandes números resulta siempre binaria, dice que es más frecuente que las elecciones se pierdan que se ganen, es decir que, tras los años precisos, todo gobierno tiende a hincar la rodilla frente al grupo más numeroso de los que lo ponen a parir, que solía ser el de los partidarios del anterior derrotado. La peculiaridad de 2019 es que gobierna el que no ganó las elecciones anteriores, y aspiran a derrotarle los herederos descontentos del que las ganó por poco y se fue a su casa, según sus palabras, porque era lo mejor para él, para su partido y para España. Es decir que ni está clara la lógica de la continuidad, ni está clara la lógica de la alternativa.
Los españoles tienen que resolver el 28 de abril, apenas recuperados del baño y las procesiones, una ecuación con más incógnitas de las habituales. Los más pícaros caerán en la cuenta de que el astuto presidente ha convocado en esta fecha para aprovechar el desconcierto y el suspiro de alivio tras comprobar que no se han hundido los palos del sombrajo porque entrasen Sánchez y Torra en la Moncloa, dándose un amistoso paseo por los jardines goyescos. Entre el “no es no” y la demostración de que, pese a mancharse las manos de rojo, las gasolineras siguen abiertas, y los golpistas catalanes siguen sentados en sus asientos de la plaza de las Salesas, Sánchez pretende un refrendo de su gentil apostura. Acaso lo tenga menos fácil de lo que imagina, aunque los desastres electorales del PSOE hayan quedado opacados por las fintas de Rajoy, y su amenaza por la izquierda haya estado bastante entretenida con la mudanza y la maternidad, que no es un mal modo de disimular un alarmante vacío de ideas. Así puede llegar a ser verosímil que gane sin haber ganado nunca el que nunca pensó en ganar alguna vez.
La alternativa tiene un panorama menos claro, su voto está dividido en un tripartito de hecho, lo que no ayuda nada a formar bloque ganador, y se debate entre no desdecirse demasiado de su pasado inmediato y atreverse a proponer algo en verdad atractivo, un menester que no es fácil con las mañas que se gastan los políticos. Así estamos ante la paradoja de que, habiendo una mayoría social clara, o eso dicen, que apuesta por fórmulas más prudentes y conservadoras que por las aventuras económicas y fiscales del neo-zapaterismo de Sánchez, que, si le dejan, aseguraría subvenciones hasta para las mascotas, pueden producirse variados resultados que garanticen al presidente por accidente muchas millas de vuelo en el Falcon y un variado repertorio de escenas de viaje en su Instagram.
La pelota está, por tanto, en los píes de los indecisos: tienen que atreverse a golpearla y tienen que procurar que no les rebote en las narices, no va a ser fácil acertar con el toque, la verdad. El hecho de que algunos votantes enfebrecidos puedan marcar gol en su propia puerta no ayudará a decidir a los cavilosos.
Estas son, en resumen, las razones que pueden hacer que las elecciones de 2019 supongan un hito importante en la historia política de España, porque llegamos a ellas en una situación muy distinta a cualquiera de las anteriores, y, si bien es innegable que llevamos tiempo ensayando en teoría con escenarios excepcionales, por fin ha llegado la hora. Nuestro sistema electoral se va a ver sometido a una prueba que no se imaginaban sus diseñadores, porque dibujaron un escenario muy proclive a la alternancia de dos grandes partidos y que lamina las aspiraciones de los más pequeños en aras de favorecer la formación de gobiernos, que es su función principal, y ahora se enfrenta al asalto de dos fuerzas mayores pero demediadas, y de otras tres que tal vez tengan más aspiraciones que arrestos. Se verá, paciencia.
Queda, de cualquier modo, lo fundamental, porque una campaña con muchísimos indecisos es, por definición, como una tanda de penaltis en una final de fútbol, y, me parece, que vamos a ver algunos cambios de tonalidad a medida que avancen los días y los sondeos. Hasta ahora ha predominado el tono negativo, las llamadas al miedo y a la utilidad, la reverencia a la cólera del español sentado. Puede que esa sea una estrategia inteligente, yo tengo mis dudas. Me parece que el miedo no puede servir por igual al que gobierna, aunque sea de manera tan precaria como Sánchez, que al que aspira a hacerlo, aunque sea con tantas dudas como las que asaltan a Casado.
El PSOE, y Vox que va como sin querer a su rebufo, tienen ya hecha la campaña, pero Casado todavía no, y Rivera apenas tampoco. De su capacidad de arriesgar y de su acierto van a depender millones de votos que ahora mismo andan entre confusos, cansados e indecisos. Estoy seguro de que muchísima gente cambiaría su voto si pudiesen saber qué es lo que acabará pasando, y esos electores tienen que elegir de qué manera pueden favorecer mejor lo que quieren en una final en que amenazan las carambolas.
Entre los que no querrían que continuase Sánchez hay muchos matices, pero debieran pensar que lo que pretenden no siempre se podrá hacer de manera directa, que para sumar hay que acertar con la cesta en que se ponen los votos, y que el juego de la lotería es frustrante para cualquier sujeto racional porque las probabilidades del número bonito no son nunca tan altas como su mágico encanto. Tal es el intríngulis de la política pues, como decía Spinoza, la razón solo puede dominar a las pasiones cuando ella misma se convierte en pasión, algo muy molesto para quienes gustan dejarse llevar por las emociones sin pensar que puedan estar tirando del carro en una dirección que ni suponen ni compensa.