Si en España la presidencia de una comunidad autónoma la detentara un representante de un partido anarcocapitalista que defendiera que los impuestos en poco o en nada se diferencian de una extorsión mafiosa, probablemente nuestro presidente del gobierno Pedro Sánchez volvería a recuperar su fe en el Estado de derecho. No dudaría nuestro presidente en considerar que un político que renunciara a aplicar el tramo autonómico del IRPF o a recaudar impuestos autonómicos sería un peligro para el Estado de derecho. Posiblemente Pedro Sánchez afirmaría que ningún político puede sustraerse al imperio de la ley y que cualquier político, independientemente del número de votos que lo respaldasen, debería ajustar su acción política al ordenamiento jurídico vigente. Sin embargo, cuando el que infringe descaradamente la ley, y dice hacerlo en virtud de un mandato democrático como en el caso del presidente Quim Torra, es un “catalanista”, la ley deja de ser la expresión de la voluntad general, como afirmara Rousseau, para convertirse en un obstáculo que hace imposible la acción política.

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Esta hipotética doble vara de medir, no tan hipotética pues el actual gobierno parece tener fijación con los gobiernos autonómicos que tienen la mala costumbre de bajar impuestos, sólo se explica por el particular idilio que tiene buena parte de nuestra izquierda histórica, y buena parte de la derecha, con el llamado catalanismo político.

Las ideas anarcocapitalistas basadas en la reverencia absoluta a la propiedad privada y al principio de no agresión y que se traducen en una defensa de la gestión privada de multitud de servicios que tradicionalmente viene prestando el Estado (seguridad, defensa, justicia, educación…) son vistas como mucha más desconfianza por parte del establishment progresista, que las tilda sin ambages de “genocidas”, que los fundamentos antropológicos del catalanismo político. Ambos planteamientos, el anarcocapitalista y el catalanista, absolutizan una idea y la convierten en el fundamento único e incuestionable de su acción política: ya sea el culto a la nación étnica y milenaria catalana por parte del catalanismo, ya sea la fobia al Estado por parte del llamado anarcocapitalismo, que ve en éste una suerte de deus mortalis hobbesiano siempre dispuesto a vulnerar los derechos naturales del individuo, como ocurre en los planteamientos de Murray Rothbard.

Tanto el progresismo como el catalanismo comparten la misma fijación con la idea de España. Para ambas ideologías, España es un fracaso político colectivo, una especie de atavismo histórico que mantiene a la sociedad ibérica en una suerte de atraso con respecto a Europa

Que el anarcocapitalismo o incluso el liberalismo puro ejerza una especie de repulsión automática en buena parte de la izquierda española tiene su lógica, la cual se conecta con la visión organicista de la sociedad y la insoportable tendencia que tiene cierto progresismo a intentar planificar y regular cada aspecto de la vida del individuo, al que se considera incapaz de autogestionar su propia existencia y los riesgos vitales que ésta lleva asociados.

Sin embargo, el progresismo coincide curiosamente con el catalanismo precisamente en esa obsesiva tendencia hacia la ingeniería social que ambos comparten. Tanto el catalanismo como el progresismo buscan edificar una sociedad nueva, moldeada a partir de una idea fuerza, ya sea la de nación homogénea o la idea de progreso.

En el caso español en concreto, tanto el progresismo como el catalanismo comparten la misma fijación con la idea de España. Para ambas ideologías, España es un fracaso político colectivo, una especie de atavismo histórico que mantiene a la sociedad ibérica en una suerte de atraso con respecto a Europa, que se convierte en una suerte de hipostatización de la idea de modernidad y progreso. No es casual que el progresismo hispano, ya sea en sus versiones federalizantes (Pi y Margall), socialistas o republicanas, haya coincidido en su diagnóstico: la necesidad de demoler la España históricamente heredada, atrasada, católica y demasiado castellana, para construir una nueva identidad ibérica que aglutine a los diversos pueblos ibéricos en un nueva confederación cuyo única argamasa sea una cierta noción de progreso que diluya la identidad común forjada a través de los siglos.

Si hay un personaje en el que confluyen estas dos tradiciones, la llamada progresista y el catalanismo político, ese es Francesc Macià (1859-1933). Personaje clave en la vinculación del catalanismo político con la tradición antiespañola de izquierdas. El barcelonés, inicialmente un oficial del ejército español durante la llamada restauración, evolucionó desde posiciones liberales, que tenían como modelo al general Juan Prim (1815-1870), hacia el catalanismo moderado de la llamada solidaridad nacional, una coalición de diversos elementos del catalanismo cultural y político que, a principios del siglo XX, se movilizaron electoralmente contra la llamada ley de jurisdicciones, la cual establecía la competencia de los tribunales militares para enjuiciar ciertas injurias contra el ejército que se venían gestando desde diversas publicaciones vinculadas al catalanismo político.

Macià, tras abandonar el ejército y desempeñarse como parlamentario en cortes, acabó desengañado con el llamado catalanismo moderado de Cambó y su Lliga regionalista, abrazó el independentismo y formó su propio partido político, Estatat Catalá, uno de los partidos que acabaría confluyendo en la formación de la Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) a comienzos de los años 30. A su partido debemos la generalización del uso de la llamada estelada, bandera independentista creada a comienzos del siglo XX por el activista del nacionalismo catalán Albert Ballester a partir del modelo usado por los cubanos en su insurrección contra la metrópoli, y sobre todo la búsqueda de confluencias y alianzas estratégicas con fuerzas antiespañolas de izquierdas. La tendencia natural de ERC hacia el pactismo con fuerzas progresistas antiespañolas está en el propio ADN de la organización política y tiene su origen en los denodados esfuerzos de Macià por encontrar aliados para la causa independentista catalana, ya fuera en las propias fronteras o incluso más allá, llegando incluso a coquetear con el fascismo italiano o los bolcheviques.

Ya en Macià encontramos la pretensión del catalanismo de intentar desbordar la legalidad vigente aprovechando la debilidad coyuntural del sistema político español. Macià fue el promotor de al menos dos de los desafíos a la legalidad española acometidos por el nacionalismo catalán en la contemporaneidad.

En 1926, durante la dictadura del general Primo de Rivera, Macià, hoy reverenciado como el padre del catalanismo progresista democrático, urdió un plan para proceder a una invasión de Catalunya desde Francia, el famoso complot de Prats de Molló cuyo objetivo último no era otro que declarar la ya entonces muy deseada República catalana. Gracias a la traición a última hora del nieto de Garibaldi, vinculado al fascismo italiano, las autoridades españolas conocieron el plan del militar retirado y pudieron desarticular el intento golpista. Maciá aprovechó el juicio al que fue sometido en Francia para intentar internacionalizar el conflicto, algo que consiguió en buena medida. Como pueden apreciar los lectores, el catalanismo insiste una y otra vez en los mismos métodos para intentar conseguir los mismos resultados. Lamentablemente nuestros políticos, bastante desconocedores de la historia como magister vitae, tampoco parecen extraer lecciones provechosas de nuestra historia.

Todavía tendría Macià la ocasión de volver a intentar lograr la proclamación de la república catalana aprovechando el desconcierto de los primeros días durante el advenimiento de la II República española, un periodo especialmente convulso de nuestra historia y que sigue ejerciendo una especie de influjo hipnótico en buena parte de nuestra clase política de izquierdas.

La declaración de la república catalana por parte de Macià el 14 de abril de 1931, con la ayuda inestimable de los sectores más recalcitrantes del carlismo en Cataluña, creó un grave problema a la recién nacida república que había hecho del autonomismo, como solución al problema catalán, una de sus más conocidas proclamas. Tan sólo ese pacto entre élites progresistas y ERC evitó una situación dramática como la que se vivió en Barcelona en 1934, con el tercer ataque a la legalidad española vinculado a ERC, partido que se permite ahora el lujo de catalogar como golpistas a formaciones políticas que no tienen un pasado tan convulso como el suyo.

No debe atribuirse esa ignominiosa reunión de Pedro Sánchez con Quim Torra tanto a la tendencia acusada de nuestro presidente a intentar permanecer en el poder a toda costa, como si Pedro Sánchez fuera una especie de adicto a la erótica del poder, cuanto a la natural confluencia entre el progresismo que no cree en España como proyecto y el llamado catalanismo, algo que ya ha sucedido varias veces a lo largo de nuestra historia.

Foto: Josep Maria Vicens Purgimon


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