Alemania se está demoronando. No es ninguna novedad, el país germano lleva tiempo dando una de cal y otra de arena en lo económico y al fondo de este sube y baja lo que se dibuja es una clara tendencia declinante. Sin embargo, ahora es diferente. Lo que hasta ayer podría considerarse como un decaimiento progresivo parece estar dado paso a un desplome acelerado.
Para intentar entender lo que está sucediendo en el país germano, los expertos apuntan a diferentes factores: la guerra de Ucrania, el encarecimiento de la energía, la huida de los inversores, la llegada de millones de inmigrantes con muy baja cualificación, cuya problemática añadida ha eclipsado un fenómeno paralelo con un fuerte impacto en el músculo económico alemán: la marcha hacia otros países de los nativos alemanes mejor cualificados.
Lo que está sucediendo en Alemania tiene mucho más que ver con un psicothriller que con un convencional problema socioeconómico
Los expertos también señalan al evidente deterioro de las universidades alemanas, incapaces de adaptarse a las demandas de la nueva economía, y la sobrerregulación y su más importante y costosa derivada, la transición energética. Podría seguir sumando piezas al puzle porque, evidentemente, el desplome de Alemania es un asunto muy complejo y, como se acostumbra a decir, multifactorial.
Capítulo I. La sorprendente confesión de un alemán
Pero no desista de seguir leyendo, querido lector, porque no le voy a aburrir con tediosos análisis “multifactoriales”. Lo que está sucediendo en Alemania tiene mucho más que ver con un psicothriller que con un convencional problema socioeconómico. Así que empezaré por una reveladora anécdota que, en su día, no di demasiada importancia, aunque ciertamente me llamó la atención.
Hace ya unos cuantos años entablé amistad con un ingeniero alemán. Un tipo enorme y bastante extrovertido que estaba enamorado de nuestro país. Lo único que le disgustaba de España era que a veces los huevos fritos chorreaban aceite. A esta devoción se añadía la pasión por nuestro idioma. A Alex le fascinaba el español, especialmente sus palabras más sonoras, como “macho” o “cojones”, y la forma chulesca con que las pronunciábamos. Se esforzaba mucho por imitarnos y resultaba bastante divertido porque el resultado era una mezcla indefinible de brusquedad alemana y chulería española.
La tradicional mentalidad de hágase cueste lo que cueste había dado paso a otra basada en la economía del esfuerzo. Una actitud cicatera que, con el transcurso de los años, se había ido acentuando
Este simpático alemán, al que llamaré figurativamente Alex para no comprometerle, tenía por entonces un importante cargo en una las marcas de automóviles de lujo más prestigiosas de Alemania, concretamente era director de calidad. Un día, conversando a propósito del llamado milagro alemán de la posguerra, Alex me hizo una sorprendente confesión. Me dijo que aquel milagro fue mérito exclusivo de sus padres. Y que la Alemania que admirábamos en la actualidad sólo era su reflejo, un eco que pronto se desvanecería.
Alex lo tenía bastante claro. En su opinión, los hijos de los esforzados alemanes de la posguerra, entre los que se incluía él mismo, no eran tan trabajadores y responsables como sus padres. Si, estaban mejor preparados, pero sus actitudes eran distintas. La tradicional mentalidad de hágase cueste lo que cueste había dado paso a otra basada en la economía del esfuerzo. Una actitud cicatera que, con el transcurso de los años, se había ido acentuando.
Según Alex, el exuberante ingenio alemán había evolucionado hacia otro mucho más práctico en el que la idea (el ingenio) se supeditaba a la economía del esfuerzo. Una nueva filosofía del trabajo, hacer más con menos, que estaba derivando en otra aspiración: hacer lo mismo, pero con el menor trabajo posible.
Alex no era sociólogo, politólogo o psicólogo, pero sabía muy bien de lo que hablaba. Al fin de cuentas era el máximo responsable del control de calidad de una de las más emblemáticas marcas de la industria automovilística alemana. Su trabajo consistía en diseñar e implantar sofisticados procesos y sistemas de control que aseguraran la calidad final del producto que salía de las fábricas.
Precisamente, sobre este punto Alex añadió otra interesante reflexión: ningún sistema o proceso de aseguramiento de la calidad podía suplir al control más eficaz de todos, el celo individual del trabajador. La importancia de este celo se podía enseñar en los cursos de capacitación, pero no inculcar en la persona. Que se manifestara en ella dependía de la esencia íntima de cada individuo, de aquello que le inspiraba y formaba su carácter. Los griegos definieron este rasgo esencial como daimon (δαίμων). Para los filósofos como Sócrates, el daimon era una especie de conciencia o guía interior, una voz que inspiraba y aconsejaba de manera íntima y personal, influyendo en las decisiones y el carácter del individuo.
Los japoneses tienen su propio nombre para este rasgo individual, aunque su origen es bastante más moderno. El término japonés es jidoka (自働化). Aplicado al sistema de producción industrial, jidoka hace referencia a la «automatización con un toque humano» o «automatización inteligente», pero este concepto va más allá de la simple automatización.
El concepto jidoka surgió cuando Sakichi Toyoda, inventor y empresario, desarrolló un telar automatizado que se detenía automáticamente si se detectaba algún defecto, como la rotura de un hilo. Esto permitía que un sólo operario pudiera supervisar varias máquinas sin que se produjeran defectos en los productos. Esta innovación de detención automática de un problema fue el origen del jidoka y se aplicó más tarde a la producción automotriz japonesa.
El Jidoka implica que cada trabajador tiene la capacidad y responsabilidad de detener el proceso de producción si detecta un problema o defecto. Esto evita que los fallos se propaguen como una plaga en la línea de producción. Así cada empleado ejerce por sí mismo como agente de aseguramiento de la calidad. Pero el jidoka no sólo evita defectos, aporta también una mejora continua. Al detener la línea de producción y corregir los errores en tiempo real, se crea una cultura del perfeccionismo, lo que minimiza los defectos y aumenta la calidad del producto final.
Lo que Alex me estaba diciendo es que los alemanesactuales habían perdido el daimon o el jidoka que sí tuvieron sus padres. Y no iba descaminado. Hoy los estudios y las encuestas de opinión ponen de relieve que las generaciones más jóvenes, especialmente los millennials y la generación Z, valoran cada vez más el bienestar personal, el tiempo libre y las experiencias fuera del trabajo. Estas generaciones no están tan dispuestas a sacrificarse por la dedicación al trabajo, algo que era común en las generaciones anteriores. A diferencia de sus padres, para los que el trabajo era el factor central en la identidad y el éxito personal, los alemanes de hoy tienden a definir el éxito en función de la calidad de vida, las relaciones personales y el estado de ánimo.
Alex, sin saberlo (yo tampoco lo sabíaentonces), había hecho un diagnóstico instintivo de la sociedad alemana que coincidía con lo que Gunther Stent (1924-2008), profesor de biología molecular en la Universidad de California, vaticinó en 1969 en un imponente libro titulado The Coming Golden Age: A View of the End of Progress (La próxima edad de oro; visión del fin del progreso). En este libro Stent advertía ya a finales de la década de 1960 de un creciente desinterés por la ciencia, la tecnología y el crecimiento económico, sobre todo entre los jóvenes nacidos en familias de clase media. Y pronosticaba la emergencia en las generaciones venideras de un deseo cada vez mayor de huir de la ética del trabajo, de las disciplinas de la tecnología y los estigmas de la prosperidad.
Así pues, tanto si atendemos a la deducción instintiva de Alex como a las investigaciones de Stent o a los estudios y encuestas de opinión actuales, en Alemania se estaría sustanciando un proceso de rechazo gradual a la idea de progreso que había imperado en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Pero ¿por qué esta decadencia gradual de Alemania se ha acelerado bruscamente?
Capítulo II. El auge de una nueva y peligrosa religión
Numerosos medios de información se hicieron eco en diciembre de 2023 de la novena conferencia Internacional sobre decrecimiento que se celebró en agosto de ese mismo año en Zagreb, Croacia. Durante la inauguración, la oradora principal, Diana Ürge-Vorsatz, recién elegida vicepresidenta del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), hizo dos peticiones a los asistentes. La primera, encontrar la manera de coordinar los gobiernos de todos los partidos europeos para afrontar la crisis climática de forma conjunta. La segunda, buscar otro término que no fuera decrecimiento para referirse a las “imprescindibles” políticas que promueven… el decrecimiento.
La intención de Diana era que el movimiento decrecentista pudiera infiltrarse y propagarse con mayor facilidad en todas las instancias europeas evitando reticencias. Para ello, había que idear algún eufemismo con el que volar por debajo del radar del viejo statu quo. Curiosamente, esta sugerencia estratégica fue percibida por los asistentes como una blasfemia contra la religión decrecentista.
El movimiento de decrecimiento, que tiene evidentes y profundas raíces en el anticapitalismo, está empeñado en desafiar el principio central de la economía que surge tras el final de la Segunda Guerra Mundial
Ocurre que para cada vez más progresistas europeos, el término “decrecimiento” se percibe extraordinariamente atractivo. ¿Por qué habría de ocultarse un propósito tan necesario, loable y moralmente superior? Las eufóricas perspectivas que acompañan a su fe les dan la razón. Aunque resulte chocante, “decrecimiento” es un término que goza cada vez de más prestigio en el ámbito académico. También el movimiento climático, que se ha desarrollado a la sombra decrecentista, está ganando impulso entre académicos, activistas y responsables políticos de todo el continente.
De hecho, el propio Parlamento Europeo celebró su segunda conferencia Beyond Growth en mayo del pasado año, con un apoyo sin precedentes de los funcionarios electos de la Unión Europea; como declaró al Financial Times Philippe Lamberts, organizador del evento y miembro del Parlamento Europeo, “los peces gordos ahora están jugando a la pelota”.
La iniciativa de Bruselas fue calificada por la prensa de “extraordinaria” e “importante”. El edificio del Parlamento donde se celebró se llenó hasta los topes con oleadas de activistas, organizaciones no gubernamentales, académicos, funcionarios y políticos. En total más de 7.000 asistentes.
La conferencia de Zagreb fue un importante espaldarazo para el movimiento decrecentista. En 2014, en la reunión que marcó un primer hito en Leipzig (Alemania), la organización fue infinitamente más modesta. Los participantes tuvieron que constituirse en grupos improvisados para ir a comer pagando de su bolsillo a algún restaurante durante los recesos. En cambio, la conferencia de finales de 2023 fue copatrocinada por la ciudad de Zagreb, contó con la asistencia del alcalde y representantes del IPCC, y contrató un lujoso servicio de catering, con canapés veganos incluidos.
El movimiento de decrecimiento, que tiene evidentes y profundas raíces en el anticapitalismo, está empeñado en desafiar el principio central de la economía que surge tras el final de la Segunda Guerra Mundial: que mayores aumentos del PBI —correlacionados con aumentos en las emisiones de carbono— se traducen en mayores avances en el bienestar social e individual.
Las implicaciones de las críticas del decrecentismo al modelo occidental basado en el crecimiento económico van mucho más allá de las llamadas habituales a que los países alcancen objetivos de emisiones cero. Para los partidarios del decrecimiento, la crisis climática es un problema social, y para abordarla es necesario nada menos que rediseñar todo el orden socioeconómico global, poniendo el énfasis, claro está, en Occidente.
La sugerencia de Ürge-Vorsatz de buscar una palabra mejor que decrecimiento fue recibida con una mueca de disgusto porque, para muchos europeos, el decrecimiento no es sólo un eslogan utópico, es una necesidad ambiental intencionadamente provocadora y una realidad indiscutible.
Cuando se les pide a los “expertos” decrecentistas que expliquen por qué el movimiento continúa disfrutando de más apoyo en Europa en comparación con el resto del mundo industrializado, señalan sin ningún rubor, más bien con gran orgullo, la larga tradición de organización izquierdista del viejo continente y un mayor bagaje cultural en la restricción de los excesos del capitalismo.
“En Europa hay más libertad para cuestionar la teoría económica dominante y el paradigma del crecimiento”, declaraba en los corrillos de Zagreb Steinberger, doctora en física por el Instituto Tecnológico de Massachusetts. “No es que sea cómodo”, añadía, “pero al menos… nadie va a ser despedido por ello. No genera el mismo tipo de repulsión instintiva”.
Otro asistente, Saito, que estudió en Estados Unidos y Europa antes de regresar a su Tokio natal, donde es profesor de filosofía en la Universidad de Tokio, se hacía eco de esta afirmación: “Creo que, en cierto sentido, los países de la UE ya regulan este sistema de capitalismo, creando otros espacios para otras cosas, para actividades no comerciales. Y eso ya es un decrecimiento a medias”.
Pero, en opinión de la cronista y escritora Jessi Jezewska Stevens, existe un trasfondo cultural más amplio que explica este creciente interés, especialmente entre los jóvenes, por el decrecimiento. Gwendoline Delbos-Corfield, miembro del Parlamento Europeo que representa a Francia, declaraba durante la conferencia a la propia Jessi Jezewska Stevens que los jóvenes con los que hablaba son notablemente pesimistas y que las chicas le dicen que no deberían tener hijos porque traer niños al mundo daña el planeta.
Las hiperbólicas críticas juveniles al orden establecido no son ninguna novedad en la política europea, pero la actitud actual parece distinta de las protestas estudiantiles que recorrieron el continente en la década de 1960. “Siento que hay más desesperación”, sentenciaba a este respeto sombrío Delbos-Corfield a Jessi.
Simultáneamente a los esfuerzos de abandonar el crecimiento económico como objetivo fundamental de la política económica, numerosos economistas advierten de que el capitalismo en los países desarrollados ya se está desacelerando, aparentemente por su propia cuenta. Esta tendencia la denominan “estancamiento secular”, y predicen que el futuro cercano de las economías más desarrolladas será el estancamiento.
La desaceleración del crecimiento interanual del PIB per cápita ya se aprecia en numerosos países industrializados como, por ejemplo, —voilà!— Alemania. Esta tendencia al estancamiento va acompañada, además, de un lógico aumento de la desigualdad, pues el crecimiento económico tiende a alejar a todos los individuos de los umbrales de la pobreza, haciendo que la desigualdad, aun siendo significativa, no se convierta en un factor crítico. Esta polarización entre grupos reducidos de personas muy ricas y una masa cada vez mayor de pobres contribuye a una mayor polarización política tanto en la izquierda como en la derecha. Las transiciones energéticas están llamadas a exacerbar esta tendencia.
Con la dramática caída de las tasas de fertilidad ocurre algo parecido, pues están provocando una distribución desigual por edad en la fuerza laboral. Habitualmente se suele justificar la caída de las tasas de natalidad por el aumento del coste de tener hijos en los países ricos. Pero lo cierto es que los generosos beneficios que diferentes países europeos llevan años otorgando a los padres no han logrado revertir esta tendencia. Parece que, alcanzado cierto nivel de desarrollo y bienestar, las sociedades en etapas avanzadas del capitalismo ya no quieren crecer.
Capítulo III. Fuertes vientos que confluyen: la tormenta perfecta
La idea de que, una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo y bienestar, las sociedades capitalistas avanzadas ya no quieren crecer es fundamental, porque siguiendo el revirado camino de la ideología del decrecimiento hemos llegado a un revelador cruce de caminos, hemos interseccionado con la conclusión clave del primer capítulo: el repudio a la tradicional idea de progreso capitalista identificado por mi amigo alemán, el biólogo Gunther Stent y las encuestas y estudios sociológicos de la sociedad alemana.
Parece que ciertamente, cuando los individuos de una sociedad capitalista desarrollada se acostumbran a cierto nivel de bienestar, no sólo acaban dándolo por descontado, como si nada pudiera arrebatárselo, sino que tienden primero a despreciarlo y después a demoler los fundamentos que lo hacen posible. Todo comienza con el repudio de la vieja ética del trabajo y la búsqueda de fórmulas (en realidad, fórmulas mágicas) que permitan conservar ese mismo nivel bienestar pero con cada vez menos desvelos. Un imposible que, desgraciadamente, los políticos, no necesariamente de izquierda, han acabado prometiendo.
Al igual que términos como “sostenibilidad”, “crecimiento verde” y “huella de carbono” no son más que disfraces del decrecentismo, el decrecentismo a su vez no es más que el disfraz con el que el viejo comunismo ha regresado con fuerza
Así se explicaría que Alemania, uno de los países más desarrollados de Europa e industrialmente el número uno, sea la nación del viejo continente con el menor número de horas trabajadas por persona, con mayor absentismo laboral y una cantidad extraordinaria de bajas médicas, y consecuentemente el país donde la productividad más se resiente. También se explicaría porqué las universidades alemanas destinan cada vez más recursos y departamentos al estudio de las teorías económicas decrecentistas que pretenden convencer a los estudiantes y futuros académicos que decrecimiento y radicalismo ecologista son compatibles con el mantenimiento del actual bienestar, mientras que simultáneamente reducen los departamentos y los recursos destinados al estudio de las nuevas tecnologías o incluso de la carreras tradicionales relacionadas con la economía industrial del país.
Como explicaba uno de los asistentes a la conferencia de Zagreb, el objetivo principal del decrecimiento es crear un espacio fuera del capitalismo, cuya lógica de mercado, en su opinión, ha colonizado nuestra toma de decisiones sociales y económicas. Pero el decrecimiento también pretende trascender al socialismo tradicional o el productivismo marxista, cuyo historial ecológico ha sido mucho más devastador que el peor capitalismo. Pero, a pesar de este último matiz, y de que, según los defensores del decrecimiento, su comunismo es algo mucho más cercano al municipalismo y a la expansión del Estado de bienestar, resulta demasiado evidente que el decrecentismo no es más que una puesta al día del comunismo de siempre.
Al igual que términos como “sostenibilidad”, “crecimiento verde” y “huella de carbono” no son más que disfraces del decrecentismo, el decrecentismo a su vez no es más que el disfraz con el que el viejo comunismo, reformulado, ha regresado con fuerza.
El problema, sin embargo, es que la sociedad actual, al contrario que la de hace más de medio siglo, parece haberse cansado de un capitalismo herido mortalmente por las políticas expansivas de los estados sociales europeos. Este capitalismo agonizante, que a duras penas puede ya proporcionar esa prosperidad siempre creciente que lo hacía muy atractivo, estaría paradójicamente dando alas al estado mental colectivo que reniega de la ética del trabajo y las servidumbres del progreso. Si a este peligroso viento del ánimo europeo se suma la fuerte corriente decrecentista, tendremos entonces la tormenta perfecta. Y me temo que esta tormenta ya ha empezado a soplar con fuerza en Alemania, la locomotora de Europa.
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