El llamado juego político degenera en ocasiones en sucesión de jugarretas. No encuentro un concepto más suave para calificar el acceso al poder de un sujeto de las características de Pedro Sánchez. No diré en esta ocasión nada del personaje porque sus rasgos personales y políticos son suficientemente conocidos y no podría yo añadir nota alguna que ustedes no supieran sobradamente. Baste en todo caso recordar y enfatizar que fue encaramándose contra todo y contra todos, empezando por los más notables miembros de su propio partido y siguiendo por un cuerpo electoral que, si no la espalda, sí le dio uno de los más pobres respaldos que ha obtenido el PSOE desde que se instauró el sistema democrático.
Ninguno de esos reveses ni los obstáculos que se encontró en su camino se convirtieron en elementos disuasorios, antes al contrario, incentivaron aún más al sujeto en su determinación para llegar a la cúspide. Si esta tenacidad por sí sola constituye un mérito, forzoso es reconocer que nuestro personaje atesoró en ese camino merecimientos sobrados. Su habilidad política en el regate corto, el oportunismo y su ausencia de escrúpulos hicieron el resto. Frente a los que pintan a Pedro Sánchez como un peligroso radical, yo creo más bien que el sujeto es como un recipiente vacío, susceptible de ser llenado con cualquier brebaje. En este sentido, mucho más peligroso que si tuviera el ideario político de un Lenin.
Habrá quien considere exagerada la valoración anterior pero me explicaré en términos sencillos. Quiero decir que mientras que un radical o incluso un revolucionario doctrinal puede ser combatido e interceptado porque se debe como mínimo a unos ideales, un político de los rasgos de los que estamos hablando no reconoce principio alguno que no sea su santa voluntad y su sed de poder. Es por ello voluble y desconcertante. Ya lo decía el profesor Cipolla en su celebérrimo alegato contra la estupidez: el idiota es mucho más peligroso que el malvado, porque a diferencia de este último el necio no descansa nunca y, sobre todo, es imprevisible.
La llegada de un individuo como Pedro Sánchez a las más altas responsabilidades gubernamentales dice mucho, y nada bueno, de la configuración actual de nuestro entramado político, que cada vez se parece más al tinglado o farsa del régimen liberal –la Restauración canovista- que denunciaron Ortega y Gasset y otros intelectuales regeneracionistas
Lo que me interesa destacar aquí es que la llegada de un individuo como Pedro Sánchez a las más altas responsabilidades gubernamentales dice mucho, y nada bueno, de la configuración actual de nuestro entramado político, que cada vez se parece más -¡paradojas de la historia!- al tinglado o farsa del régimen liberal –la Restauración canovista- que denunciaron Ortega y Gasset y otros intelectuales regeneracionistas. Como entonces, se perfila una España oficial que nada tiene que ver con la España real y una nueva oligarquía que hoy llamaríamos, a tono con los tiempos, elites extractivas. Para que el paralelismo sea completo, sobre el mapa del caciquismo clásico denunciado en su momento por Joaquín Costa se superpone hoy el neocaciquismo generado por el sistema autonómico.
Se me dirá, en lo tocante a la calidad de nuestros líderes, que otro tanto pasa en muchos países de nuestro entorno. ¡Gajes de la democracia! No nos engañemos. Estados Unidos sobrevivirá a Donald Trump y hasta el Reino Unido a Boris Johnson, porque son países que tienen una estructura democrática consolidada y una sólida división de poderes que funciona por debajo de las ocurrencias más o menos excéntricas de sus dirigentes coyunturales. Es verdad que nosotros también sobreviviremos como nación pero… ¿a qué precio? ¿Cuántos años necesitaremos para superar las secuelas de la actual crisis?
Más grave y penoso si cabe que la situación en sí en la que nos encontramos es que no se atisben medidas -¡ni siquiera paliativos!- para salir del atolladero. Lejos de situarnos en el camino correcto, persistimos en vicios seculares y errores acendrados. Aquí cada uno va a lo suyo, entendido en el sentido más particularista y cortoplacista. El resultado, como no podía ser de otra manera, es el agravamiento generalizado del sistema. A la crisis política que arrastrábamos desde hace tiempo se le vino a unir la crisis sanitaria, que trajo consigo una pavorosa crisis económica. Para completar el panorama, ahora se desencadena una peligrosa crisis institucional a raíz de las revelaciones que implican en asuntos turbios al rey emérito. ¿Quién da más?
Me limitaré en esta ocasión al examen de esta última, la crisis en la cúspide del Estado, que supone un innegable descrédito de la institución. Empezaré por decir algo que a buen seguro no gustará a mis amigos monárquicos y es que, en mi opinión, flaco favor hacen a la Corona cuando niegan la mayor, o sea, su deterioro por los últimos acontecimientos, y se ciñen a denunciar lo evidente, la instrumentalización partidista que están haciendo los adversarios de la monarquía en particular y, en general, los enemigos del despectivamente motejado régimen del 78. Siendo esto obvio, no lo es menos que el comportamiento atribuido al anterior rey –no importa a estos efectos la verdad judicial- mina la ejemplaridad que en los tiempos que corren una sociedad democrática exige a sus más altos representantes.
No incidiré en más obviedades, como la desvergonzada ola de hipocresía desatada en estas últimas semanas, con tantos denunciantes prestos a ver la paja en el ojo ajeno y tantos sorprendidos por secretos a voces que uno está tentado de remedar el célebre diálogo de la película Casablanca: ¡qué escándalo, he descubierto que en España hay mucha corrupción! Incluyo en las susodichas obviedades el balance del reinado en su conjunto (1975-2014), los treinta y nueve años más innegablemente prósperos y libres de la España contemporánea. Pero, mal que nos pese, ese arqueo es labor historiográfica, muy distinta de las urgencias políticas del momento.
Me limitaré por ello a lo evidente, orillando lo que muchos entienden como injusto tratamiento al anterior monarca (o su labor al frente del Estado) y soslayando, del mismo modo, las supuestas salpicaduras que las revelaciones sobre los negocios de Juan Carlos I puedan suponer para el actual rey y el prestigio de la institución como tal. La mencionada evidencia, se repute justa o injusta, es simplemente que se abre una nueva crisis a las antes mencionadas. La coalición que actualmente sostiene el gobierno es un conglomerado de partidos que, salvo el caso del PSOE, que luego consideraremos, se amalgaman y definen –seamos claros- no tanto por sus convicciones republicanas (¿qué tipo de república?) como su inquina antiborbónica y su voluntad de acabar con la Constitución de 1978.
El mismo PSOE está dividido en ese punto: republicanas son sus bases –la mayor parte de sus militantes y una parte nada despreciable de sus votantes-; republicanas igualmente, sus juventudes y republicano, su ideario. Más que monárquicos propiamente dichos, son juancarlistas y por extensión, monárquicos pragmáticos los dirigentes veteranos, todos ellos jubilados, y algunos dirigentes autonómicos. Habría que recordar que el PSOE se ha definido casi desde sus orígenes como accidentalista o posibilista, esto es, capaz de adaptarse a la forma de Estado –monarquía o república- que exigiera la coyuntura histórica.
No descubro con ello nada nuevo ni, sobre todo, nada que no captara el fino olfato que en sus buenos tiempos distinguió al hoy rey emérito. Desde el comienzo de su reinado, Juan Carlos I asumió que la única garantía de la nueva restauración monárquica era la aquiescencia de la izquierda y a ella se lanzó con tanta determinación como éxito. Buena parte de sus maniobras, veladamente criticadas desde la derecha, solo se entienden desde esa perspectiva. Bien sabía el monarca que, por más que levantara ampollas en sus filas, la derecha siempre volvería al redil. La seducción del rey campechano se desarrolló en otro sentido y alcanzó hasta al viejo dirigente comunista, Santiago Carrillo, y los dos principales partidos nacionalistas del momento, CiU y PNV.
Compárese con la situación actual. El viejo debate –monarquía o república- que, como un viejo fantasma, aparece cada cierto tiempo en la historia española, lo hace ahora en el peor momento posible. Una monarquía que no concite el apoyo de la mitad del espectro político está herida de muerte. La derecha –unitaria o tripartita- sería insuficiente para sostenerla. Su caída sería solo cuestión de tiempo. Dicho en otros términos, lo peor de todo es que la suerte de Felipe VI queda así en manos del PSOE -¡del actual PSOE!-, o sea, en la práctica, queda exclusivamente en manos de Pedro Sánchez. Así las cosas, ¿qué puede salir mal?