Si tuviéramos que escribir la historia de la economía en un haiku, tendría que ser algo así: “Hemos pasado de la economía de los bienes a la economía del conocimiento”. Bien, como toda afirmación tajante sobre un fenómeno tan complejo, esta frase camina sobre ascuas, de modo que no nos vamos a detener mucho en ella. Lo que tiene de interesante, además, no es hasta qué punto es discutible, sino lo que aporta de verdad. Hemos pasado de conducir un arado romano a desarrollar software para realidad aumentada. Y los servicios sin base material tienen cada vez una mayor relevancia económica. Es, valga esta afirmación como nuevo resumen apresurado de nuestro desempeño económico, como si hubiéramos dedicado diez mil años a subir por la pirámide de Maslow.
La sociedad se basa en el conocimiento; ahora más que nunca, y hoy menos que en un futuro previsible. Por descontado que siempre ha habido instituciones dedicadas al cultivo del conocimiento explícito, tanto el más práctico como el más elevado. Las universidades son, eran, templos dedicados a acrecentar y transmitir el torrente del conocimiento humano. Y se crearon en los albores de la edad media, a la vera de las sedes episcopales. Los monasterios crearon una base para la transmisión física del saber.
No es necesario discrepar del todo con el canon para sentir el ambiente opresivo que puede llegar a vivirse en las universidades, porque cualquier pequeño disentimiento, o desliz, puede acarrear consecuencias desagradables; algunas, graves
Pero quizás la muerte de Dios haya acabado también con esta institución. Ya no son templos. Ya no se venera el saber como antes. Su dominio ha dejado de ser una forma de acercarse a la obra de Dios para convertirse en un terreno de refriega política. El resultado es desastroso, y ser agnóstico no me impide verlo así.
Esa podría ser la causa mediata de la crisis de la universidad, pero la inmediata es otra. La inmediata es el creciente papel del Estado en las Universidades. Volviendo a lo anterior, parece un resultado inevitable de sustituir a Dios por el Estado (Hegel).
Lo interesante es observar la forma que va adquiriendo esa crisis. Me voy a referir al caso de los Estados Unidos porque hay un artículo que lo explica admirablemente, y porque todo lo que ocurre ahí, o casi todo, acaba imponiéndose de este lado del Atlántico.
Laura Williams es la autora de este artículo, publicado por el American Institute for Economic Research. Desde 2010, el número de alumnos que allí cursan estudios universitarios decrece de forma lenta, pero apreciable. Hay varios motivos para ello.
Uno de los motivos es específico de los Estados Unidos, y es el aumento de las tasas universitarias. Un problema que va a agravar sobremanera el presidente Joe Biden con su decisión de condonar la deuda federal universitaria hasta los 10.000 euros. Si el precio aumenta, una parte de la motivación de los jóvenes por emprender una carrera universitaria se disipa.
La principal culpa del aumento de la matrícula la tiene el gobierno federal, con sus créditos a los estudiantes. Como explica el Banco de la Reserva Federal de Nueva York en un paper recogido por Williams: «Un aumento del máximo de los préstamos estudiantiles federales impulsa la demanda de los estudiantes de menores ingresos al relajar sus restricciones de endeudamiento”. Con el tiempo, “el aumento de la capacidad de pago eleva la matrícula para todos los estudiantes, y no sólo para los beneficiarios de la ayuda”.
La Universidad otorgaba casi automáticamente un aumento en los ingresos futuros del estudiante que terminase la carrera. Un aumento tan importante, que se generalizó allí la costumbre de financiar la carrera, pues con los nuevos ingresos el pago de la misma estaba prácticamente asegurado. Pero esas palabras no describen ya la situación generalizada. Nos dice Laura Williams:
“En 1960, cuando sólo el 7,7% de la población estadounidense tenía un título universitario, el potencial de ingresos de las personas que iban a la universidad (por razones de autoselección y de valor añadido) era comparativamente alto. Los titulados universitarios eran el 20% de la población en 1990, y casi el 40% en 2020. La correlación entre la asistencia a la universidad y el potencial relativo de ingresos después de la universidad, comenzó a divergir. Las recompensas simplemente no son tan pronunciadas ni tan seguras como antes”.
El coste es mayor, y el beneficio menor. Por más que la cultura estadounidense, como toda la cultura occidental, esté imbuida de la conveniencia de que una parte de la población pase por la máquina universitaria, por más que la estructura económica y política lo demande, el resultado no puede ser otro que el de un menor atractivo.
Una de las marcas de esa degradación de la Universidad es la situación del profesorado. Los profesores titulados, y los catedráticos, han dado paso a un proletariado lumpen que firma contratos de año a año, o de semestre a semestre, con cargas de trabajo altas y por unos salarios insuficientes. En cierto modo, es el resultado inevitable de una masificación de la universidad.
Pero no se trata sólo de que haya más profesores con menos experiencia y en peores condiciones laborales. Resulta, y esta es una de las tendencias más significativas, que los profesores titulares y catedráticos, simplemente, están abandonando las universidades. Parte de las motivaciones que pueden tener los profesores son económicas. Sus salarios han crecido, pero muy poco. En los últimos 50 años, el salario real (descontada la inflación), ha crecido un 9,5 por ciento.
Pero los emolumentos económicos no lo son todo. El ambiente de trabajo no puede dejar de ejercer alguna influencia, sobre todo si está condicionado por una enorme burocracia al servicio de una intolerancia ideológica convertida en dogma oficial.
Aquí publiqué dos artículos sobre un profundo estudio realizado por el Centro para el Estudio del Partidismo y la Ideología (CSPI). El primero se refiere a lo que el autor del informe, Eric Kauffman, llamaba “totalitarismo duro” en las universidades, que se da cuando esa marea ideológica de fondo, intolerante y sectaria, desemboca en sanciones administrativas.
Por supuesto que no es lo más frecuente, pero decía entonces, basándome en otro informe: “La Fundación para los Derechos Individuales en la Educación (FIRE) ha elaborado una base de datos de incidentes, que “han crecido de forma continuada en los 2000’, a causa sobre todo de los activistas de izquierda, y alcanzaron un pico en 2015, cuando Nicholas Christakis fue acosado por un grupo de estudiantes de Yale, y Jonathan Haidt y Greg Lukianoff publicaron su artículo seminal sobre el fenómeno en Atlantic, The coddling of the american mind. Desde entonces, este tipo de incidentes se ha estancado en número, a un nivel más alto que en la década anterior”.
El otro artículo lo dedicaba al “totalitarismo blando”, “como el acoso laboral, o el sometimiento del pensador independiente al ostracismo, o la invitación a la autocensura: el suicidio intelectual como penitencia y enmienda permanentes, hasta que la muerte libere al reo del tormento de cargar con la culpa de pensar distinto”. Los datos que allí se dan zanjan la cuestión: ese totalitarismo blando es muy eficaz expulsando a una parte de los profesores de la Universidad.
Por otro lado, no es necesario discrepar del todo con el canon para sentir el ambiente opresivo que puede llegar a vivirse en las universidades, porque cualquier pequeño disentimiento, o desliz, puede acarrear consecuencias desagradables; algunas, graves.
De modo que los profesores se van, bien a la empresa, bien a la administración, bien a otro tipo de instituciones más libres, llamadas “academia alternativa”; think tanks, organizaciones sin ánimo de lucro, y demás.
Pero eso no quiere decir que las universidades mengüen. Todo lo contrario. Williams señala que el precio de la matrícula ha crecido en las últimas cinco décadas un 567 por ciento en términos reales. Es decir, que se ha multiplicado por 6,67 en este tiempo. En términos reales.
¿A qué recursos se ha destinado toda esa renta? A contratar empleados administrativos. “El personal administrativo y profesional adscrito a la universidad, que no enseña ni investiga, ha aumentado al doble del ritmo de crecimiento de los estudiantes, y 10 veces más que el del profesorado titular. Los administradores superan ahora al personal docente en una proporción de 2 a 1 en las universidades de todo el país”, dice Williams.
Y sigue: “Una parte importante de estos puestos administrativos existe para garantizar el cumplimiento de los mandatos estatales y federales. Las grandes universidades estatales emplean un departamento entero para el cumplimiento del Título IX, docenas de profesionales para garantizar el cumplimiento de las densas directrices del Departamento de Educación. El cumplimiento de la normativa puede suponer entre el 3 y el 11% de los costes totales de funcionamiento”.
Es decir, que las Universidades han sido parasitadas por el Estado por una doble vía: la financiación del coste, un coste que sube a ritmos difíciles de creer, y que financia la otra vía: la imposición de un control administrativo e ideológico por parte del Gobierno Federal.
Afortunadamente, aún hay instituciones privadas que, en la medida de sus fuerzas, se dedican a ampliar el conocimiento desde cierta independencia.
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