Hace unos días tuve una pequeña tormenta en mi Twitter (un lugar que más que tranquilo, definiría como mortecino) a causa del elitismo cultural, ese fenómeno que considera que la cultura sólo está hecha para paladares exquisitos.

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Aquí, vamos a utilizar el término de cultura (e, incluso, el de arte) con el mismo uso que se le suele dar a la sección de ese nombre en los periódicos: creaciones humanas vinculadas a las bellas artes y sus derivados, la literatura, y ciertos espectáculos musicales o cinematográficos.

Sobre las diferentes definiciones de cultura, hubo una serie de programas muy atractivos en la BBC Radio que analizaban todas esas variantes: cultura frente a barbarie, cultura como producción humana, cultura como conjunto de rasgos distintivos de una sociedad, la cultura de masas o la cultura erudita, que es, en esencia, la que tratamos aquí y que no está muy lejos del concepto de cultura que defiende nuestro colega José Antonio Gabelas aquí en Disidentia.

Pero regresemos al elitismo cultural. Este considera que la cultura en mano de ciertos mediadores que sólo persiguen su beneficio, o en manos de la masa que tratan un cuadro de Goya o un concierto de Bach como el que se come una hamburguesa de McDonalds, la cultura está en riesgo, y cuando algo está en riesgo, las alarmas se desatan y parece necesario establecer un programa de protección.

En realidad, ¿cuál es el riesgo que hay detrás de esos mediadores ambiciosos y ese público sin gusto?

De partida, desconocimiento. No son capaces de valorar el corazón de una obra de arte, la genialidad que encierra. Se limitan a quedarse con el hecho de que esa obra de arte puede estar de moda, es popular. Contra ese populismo, o bien buscamos esencias desconocidas que el vulgo jamás captará, o bien abogamos por estrechar los márgenes del arte, con definiciones reduccionistas (Mozart es arte, Taylor Swift, no), o apostando por artistas de comprensión dificultosa (Joaquín Sorolla está bien, pero es a Miquel Barceló a quien hay que mirar con más admiración).

Pero, sobre todo, el principal riesgo de mediadores sin moral y masas autorretratándose con cuadros famosos a sus espaldas es que mercantilizan la cultura.

En realidad, aquí la excusa es fácil. Si la cultura es una forma de mejorar el desarrollo humano, dar libre acceso a la cultura permitiría una mejora generalizada de todo el mundo. Por tanto, mercantilizar la cultura, ponerle un precio, significa ir en contra de ese desarrollo humano.

Ahora bien, recordemos que para el elitista cultural al mismo tiempo que la cultura no puede tener precio, debe ser accesible para todos, esa cultura ha de estar restringida, porque la mayoría no sólo no la entiende, sino que impide que los conocedores puedan disfrutarla como se merecen.

En definitiva, yo quiero que todos puedan valorar la escultura clásica griega o a Giacometti. Exijo que el arte sea de acceso libre, que los Estados garanticen su preservación y exhibición, pero a la vez soy consciente de que solo unos pocos podremos disfrutar del privilegio de saborear la cultura porque los demás sólo sabrán tomarse selfies con la fontana de Trevi a su espalda.

Por supuesto, si yo defendiera que una buena forma de valorar la cultura que la mayor parte de la población aprecia fuera el interés despertado en esa mayoría, sería calificado de hereje por el elitista cultural. ¿Eso quiere decir que la música de Luis Fonsi con su Despacito es mejor que una composición de Henry Purcell? No, quiere decir que si dejo a la gente elegir la cultura que desea consumir, optará por lo que le apetece, no por lo que la élite cultural considere que ha de ser escuchado.

He utilizado el término consumir, tan cercano al mercado ese que tanto teme el elitista cultural. Lo curioso es que tanto Purcell como Luis Fonsi, al componer su música, querían exprimir la creatividad que tenían dentro, pero además ganarse la vida y en las mejores condiciones posibles. Siempre habrá algún artista que reniegue del mercado, que no quiera tener clientes, que no desee vendar sus obras. Serán los menos.

Leonardo peregrinaba por Italia de ciudad en ciudad hasta terminar en la corte de Francia, buscando clientes para sus obras (de ingeniería o de arte). Miguel Ángel no tuvo empacho de huir con los fondos de la República florentina, pues además de republicano, era un bon vivant, y aquel dinero le sacaba de muchos apuros.

El museo del Prado surge del afán coleccionista de Felipe IV, quien le encargaba a Velázquez recorrer Italia a la búsqueda de buen arte que comprar.

El Estilo Internacional en Arquitectura, ese empeño de Le Corbusier y la Bauhaus por hacer unas construcciones más humanas, más sociales, triunfa cuando Richard Neutra se dedica a construir mansiones para los artistas de Hollywood utilizando esos principios de diseño en principio tan sociales.

Joaquín Torres, arquitecto contemporáneo, conocido por construir las casas de futbolistas de renombre y otros famosos, no se estudia en las Escuelas de Arquitectura. Es un tipo vendido al mercado. A Rem Koolhaas, sí se le estudia. Quizás porque Koolhaas escribe libros complejos, entre la conciencia social y la fumada de diseño, al tiempo que no tiene empacho de cobrar una fortuna del tiránico gobierno chino, por ejemplo, al realizar la sede de la televisión nacional de ese país. Por supuesto, un profesor de proyectos hablará del gesto proyectual al estudiar ese edificio, y no de lo bien que Koolhaas se adapta a los mercados más procelosos.

Mi colega Warren Orbaugh siempre comienza la primera clase del año recordando que un artista lo será si tiene clientes. Hasta Van Gogh, que sólo vendió unos pocos dibujos y un cuadro en vida, llegó a la fama, merecida, cuando el mercado lo descubrió.

¿Eso quiere decir que no hay más arte que el que rige el mercado? No, eso quiere decir que cada cuál consume la cultura como desea, pero que en ningún caso podemos desligar la cultura del mercado, porque los artistas aspiran a vivir de sus obras, y para eso requieren de clientes que quieran adquirirlas.

Llegamos, entonces, a la siguiente etapa de la cultura: su disfrute. De acuerdo, dejamos que el artista se pliegue al mercado para vivir. Pero, una vez concebida la obra de arte, convertida en manifestación cultural, ¿ha de mercantilizarse? ¿Puede haber personas u organismos que ganen dinero por conservar y exhibir cultura?

En realidad, la pregunta debería plantearse al revés: ¿podemos conservar y exhibir las obras culturales sin fondos para hacerlo? A partir de ahí, ¿qué criterios seguir para conseguir esos fondos?

Recordemos, el elitista cultural considera que la cultura ha de ser libre y gratuita para todos, para asegurar la mejora de todos. Pero un museo, un monumento, un teatro de la ópera o una biblioteca son costosos de mantener. Y, sobre todo, deben su existencia al público que desee hacer uso de ellos. Si no llega nadie, ¿podemos mantener un museo, un monumento, un teatro de la ópera o una biblioteca? Según el elitista cultural, sí. Porque, recordemos, para ese elitista cultural, sólo la minoría entiende la cultura, por lo que un museo con poco éxito, o una sala sin muchos visitantes, no es un fracaso. Al contrario, es la prueba viva de que sólo unos pocos pueden valorar el arte.

Considero que es todo lo contrario. El museo del Louvre superó los 10 millones de visitantes (lo comentaba en un artículo previo aquí en Disidentia), no porque esté de moda, sino porque ofrece la cultura de una manera que atrae a mucha gente. Al que quiere un estudio fino de los pintores neoclásicos franceses o al que sólo quiere ver la Victoria de Samotracia. Al que recorre las salas buscando al asesino del Codigo da Vinci o al que trata de entender la vida doméstica del París medieval en las pequeñas salas de historia del Louvre.

Todos ellos son consumidores de cultura. Cada cual siguiendo sus tentaciones y preferencias. Ni mejores, ni peores. Sencillamente, dejándose llevar libremente por lo que les gusta.

Quedarse extasiado con la música de Edgar Varèse y no hacerlo con Maná no nos convierte en mejores personas, más cultas o más generosas. Sencillamente, demuestra que somos seres humanos con sentires diferentes.

Hoy muy poca gente escucha a Varèse y mucha a Maná. ¿Eso significa que nadie ha de volver a interpretar la Ionisation? No, significa que si los seguidores de Varèse quieren garantizar la pervivencia del maestro, en vez de encerrarse en su elitismo cultural (somos pocos porque sólo nosotros entendemos y exigimos que los demás financien nuestro gusto) deberán apostar por mostrar de forma atractiva esa música. Porque, al final, la cultura que no se consume, que no se populariza, está condenada a desaparecer.

Foto: Ian Williams


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