Si hay un tema común a la ética y a la teoría política es, sin duda, el de la relación que debe existir entre la razón y los sentimientos. Para la mayoría de los pensadores clásicos, no han existido demasiadas dudas acerca de que la razón debe sobreponerse siempre que exista, y es casi imposible que no exista, una tensión entre dos polos muy distintos en nuestra manera de comprender y relacionarnos con el mundo.
Sin embargo, en la edad moderna han surgido diversas críticas hacia la preconizada superioridad moral e intelectual de la razón. Y buena parte de las políticas que se imponen en las sociedades contemporáneas tienen un fundamento mucho más sentimental que analítico: son historias y narraciones, imágenes y gritos, cuentos, en definitiva, antes que argumentos.
Esa realidad ha hecho que la distinción entre democracia y demagogia, a la que ahora llamamos sobre todo populismo, no sea fácil de sostener, porque las razones son largas y pesadas, y las muchedumbres no tienen tiempo ni paciencia para asimilarlas, de forma que muchas veces los políticos, en el caso de que quieran ser decentes, se ven en dificultades para decir la verdad acerca de lo que se sabe cierto sencillamente porque esa verdad no es del gusto común. Porque no sirve para halagar y no contribuye nada al estado de complaciente indiferencia en el que muchos prefieren vivir ignorando las consecuencias inevitables de las opciones que prefieren, o creen preferir.
Se alaba a los políticos por aplazar los asuntos espinosos, por convertir el cortoplacismo en la cortina que oculta cualquier cuestión de fondo desagradable
Una defensa común frente a esa clase de riesgos es el aplazamiento sistemático y continuo de las cuestiones más espinosas, de las decisiones con costes. El dominio de este recurso ha llegado a ser considerado, asombrosamente, como una de las mejores cualidades del político, como la clave decisiva de cualquier posibilismo. Se alaba a los políticos por “administrar los tiempos”, por convertir el cortoplacismo en la cortina que oculta las cuestiones de fondo desagradables, que son especialmente abundantes.
Proliferan así las versiones burdas de esa estrategia, agendas que tratan a los electores como estúpidos irremediables, como esclavos de la propaganda, pero esas maniobras idiotas, sirven, en realidad, para hacer creer que lo que ocultan es lo realmente importante, cuando suele ser, simplemente, otra capa, levemente menos necia, de distracción. En resumen, que la política del corto plazo, la agenda del día a día se ha convertido en el trampantojo más eficaz del olvido de cualquier política realmente importante, de una amnesia irresponsable respecto a lo que está en juego.
Hoy la demagogia consiste en ofrecer una permanente actualidad sentimental, en que los ciudadanos no presten la menor atención a lo que debería importarles
Hoy la demagogia consiste, sobre todo, en ofrecer una permanente actualidad sentimental, en conseguir que los ciudadanos no presten la menor atención a las cosas que deberían importarles si lo pensasen medianamente bien. Y esta fase de la práctica política se está convirtiendo en el auténtico sostén de un estatismo cada vez más ambicioso, intolerante y corrupto. El sentimentalismo unido a la actualidad forzada, hacen posible que cualquier forma de análisis decente de los problemas se posponga a la explotación indecente de sentimientos que sirven para ofuscar, que nunca hacen verdadera política en forma de diálogo, flexibilidad y convivencia, sino su negación en forma de conflicto incesante, impreciso y oscurecedor.
El nuevo demagogo
El demagogo clásico, el que seducía a la chusma, no aparece ahora con esa función, sobre todo porque la chusma ha desaparecido como clase, se ha convertido en la gente, y ese nuevo líder complaciente ha decidido que la verdadera chusma son las élites, la casta, que no se somete a sus designios, que sospecha de cualquiera de sus deseos y demandas. El demagogo de ahora aspira a romper las reglas, a crear un nuevo mundo conforme a pasiones populares, y no tiene el menor respeto por la ley, las instituciones, por nada que venga del pasado, cuya negación específica y sañuda se ha convertido en un fondo de provisión inagotable para las revoluciones hacederas.
El demagogo de hoy convierte la discusión pública en el debate de cuestiones menores, a las que se impregna de un fuerte contenido simbólico
Para el demagogo hodierno, lo imposible no es sino una palabra sin sentido, precisamente porque el par posible/imposible depende radicalmente de la realidad efectiva, y ese nuevo taumaturgo quiere instalarse e instalarnos en el mundo de la pura imagen, un universo de sentimientos, de signos, de relatos, una fantasía que cree que, del mismo modo que la tecnología puede resultar indiscernible de la magia, el ilusionismo en política lo puede todo. Su habilidad específica va a consistir en convertir la discusión pública en el arte de debatir cuestiones menores, pero a las que se impregna de un fuerte contenido simbólico, con la pasión necesaria para que una mayoría suficiente se olvide de lo que realmente ocurre.
El problema de la migración, el hecho de que se nos venga encima un mundo, se convierte en un auto sacramental destinado a exaltar la inclusividad, la justicia universal, los derechos humanos, cualquier idea que se pueda asociar fácilmente con sentimientos excelsos, con el límpido esplendor de las almas bellas, y luego ya veremos. El problema de la unidad nacional que afecta a España se convierte en manos de esta nueva especie de demagogos en un mero malentendido, en algo que se va a arreglar con buenas maneras, y eso que los supremacistas insisten en que lo de la educación les importa un pito.
Una vez más, la demagogia va a consistir en convertir la gran cuestión que nos plantean los supremacistas en una pelea de corto plazo, todo lo necesario para que el tinglado aguante, a ver si se convence a alguien de que la situación mejora, o incluso que, por arte de magia, el problema ha dejado de ser grave, incluso de existir.
El demagogo se concibe como un mago de los tiempos, como un maestro de escena que da entrada y salida a las cuestiones que pueden mantener en vilo la atención embotada de las audiencias. Para ello necesita que los aparatos públicos continúen su crecimiento incesante, que la actividad privada acabe siendo prácticamente marginal, o, mejor, que tenga el tamaño y la estructura adecuada para manejarla con facilidad, para hacer que los realmente poderosos se pongan del lado conveniente, que el acuerdo subterráneo entre el estatismo mágico y la economía subsidiada e intervenida permita que siga fluyendo el nivel de prosperidad adecuado para que el público no caiga en el truco, para que siga creyendo que está en buenas manos.
El peligro para los demagogos
Se anunciará, por ejemplo, que habrá ajustes fiscales, y eso seduce a los resentidos que todavía sueñan con someter y poner en su sitio a los ricos, pero luego todo queda en cobrar impuestos a las propinas y en subir unos céntimos el diésel de los ciudadanos que creyeron poder ahorrarse unos euros apuntándose a ese combustible, pero el terreno ya se ha preparado haciendo ver que es lo menos que pueden hacer por dañar de manera tan grosera al medio ambiente, nada menos.
Para la nueva especie de demagogos nada hay más peligroso que la gente ilusa que cree poder pensar por su cuenta
Para esta nueva especie de demagogos nada hay más peligroso que la gente ilusa que cree poder pensar por su cuenta, los ciudadanos capaces de calcular las relaciones entre su esfuerzo fiscal y los bienes públicos que se les ofrecen de manera gratuita, gente aviesa que no acaba de creer en su suerte por caer en manos de gentes tan desprendidas de cualquier egoísmo, tan entregadas a las grandes causas de la igualdad, a la conquista del cielo.
Tales individuos son una amenaza porque podrían forzar la vuelta a una política digna de tal nombre saliendo del angosto desfiladero de las mentiras del día, de los favores pagados. Es claro que eso exige un esfuerzo de ilustración, y los demagogos cuentan con la ventaja de que la educación no está para formar ciudadanos críticos, sino gente de bien, sumisa y obediente, personas capaces de seguir creyendo que no tenemos derecho a poner en cuestión las grandes líneas de la política al uso, que basta con que el Estado se ocupe cada vez más de todo.
La batalla no está todavía perdida, pero son muy diversas las partes del mundo en que se va perdiendo la batalla frente a las agendas y calendarios sentimentales al servicio de la movilización permanente y la ceguera consentida.
Foto Robin
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