Siendo la democracia, como es, un sistema imperfecto, se necesitan mimbres legales insobornables para mantener su esencia: la participación de los ciudadanos en el diseño de sus propias vidas y entorno. La democracia nace como respuesta al abuso de poder de las oligarquías. El parlamentarismo es el mecanismo de control de la acción del regente o gobernante. La justicia es la que, desde la más escrupulosa de las independencias, garantiza la mejor y más ambicionable de las igualdades: la igualdad ante la ley. Y de esos principios, no hemos sabido defender ninguno.

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Hoy quiero extenderme en el primer principio: la democracia requiere de la esfera pública. Sin un espacio público en el que las opiniones privadas se conviertan en juicios razonados, en el que se puedan debatir y solucionar los conflictos de intereses y se puedan tomar decisiones políticas, no hay democracia.

Las sociedades que carecen de espacio público se convierten en sociedades totalitarias. La esfera pública libre y dinámica no es sólo un efecto secundario de la democracia; es el lugar donde se construye la democracia.

La idea de libertad de estos «demócratas» de nuevo cuño es, sin embargo, clara: ser libre es poder votar, poder rellenar una papeleta ya diseñada por otros y meterla en una urna cada cuatro años. Que eso conlleve una representatividad enormemente limitada, una oligarquía partitocrática de intereses creados y grupos de presión no es algo lamentable, sino -para ellos y sus intereses- absolutamente necesario

Sin embargo, de forma preocupante, la evolución en las últimas décadas -de manera muy acelerada en el último lustro- ha ido en la dirección contraria: hacia condiciones totalitarias. El totalitarismo que se ha extendido no necesita un líder fuerte. El totalitarismo contemporáneo no basa su poder sólo en formas de intimidación estatal, sino que se rodea precisamente de conocimiento supuestamente experto y del aura del supuesto debate público. Predica la democracia y el parlamentarismo, pero al mismo tiempo hace todo lo posible por derribar sus fundamentos. En la mente de todos nosotros está la suspensión durante meses de la actividad parlamentaria, o las contundentes limitaciones a nuestras libertades por motivos de “protección sanitaria”. Para hablar de los cambalaches inventados para perpetuar el control sobre el poder judicial cuentan con mejores plumas que la mía. La de Guadalupe Sánchez, por ejemplo.

Nos han excluido del quehacer político. El sociólogo estadounidense Sheldon Wolin habló de un «totalitarismo invertido»: el que se ha desarrollado en el anonimato de un Estado controlado por poderosas asociaciones y grupos de interés.

Sólo con mirar el periódico por la mañana, se puede entender lo que se quiere decir. Eludiendo la construcción de la voluntad democrática, las empresas energéticas determinan las directrices de la política energética, los grupos de presión ecologista dictan los textos de las leyes y los burócratas «embellecen» los proyectos generadores de beneficios a gran escala en la fase de planificación para que sean lo más inatacables posible contra las objeciones racionales… y las irracionales (ya saben: “inclusivo, interseccional, digitalizado, igualitario y sostenible” aunque sea la nueva señalización de una calle) . Estas condiciones no son nuevas; recuerdan a los «chanchullos» descritos por Max Horkheimer, con los que se refería a esas «camarillas conspiradoras» de directivos, políticos y funcionarios que se aíslan del mundo exterior y dominan al resto de la sociedad con métodos de delincuencia organizada. El hecho de que la erosión de las instituciones democráticas haya sido aceptada hasta ahora sin oposición se debe, entre otras cosas, a un mundo mediático dominado por la prensa sensacionalista.

En lugar de organizar debates esclarecedores sobre los temas candentes de la actualidad, nuestros medios de comunicación proporcionan distracción y certezas inventadas. En lugar de promover la competencia política, se trata de repartir un par de hisopazos de «política basura» cuyo único objetivo es mantener a la gente ocupada y las cosas como están. No es de extrañar que el fatídico mensaje de que no hay alternativa al imperio de las limitaciones económicas (el famoso “o decrecemos o moriremos todos”) se haya arraigado profundamente en la conciencia de muchas personas, incluso en el pensamiento de los intelectuales. En el proceso, ha surgido un pragmatismo antiutópico al que los análisis teóricos parecen tan superfluos como la evaluación de los efectos a largo plazo. No es la producción sistemática de la pobreza y el hambre en nombre de la sostenibilidad lo que se considera censurable, sino la objeción crítica, que se descarta como «debate teórico o de conspiracionistas».

Es bueno que la espantosa uniformidad ideológica se esté viendo sacudida durante la crisis sanitaria. Una política cuya oferta difícilmente puede ser superada en términos de arbitrariedad ha aumentado enormemente el malestar de los ciudadanos con las instituciones del Estado. Es la propia sociedad civil la que se radicaliza y se enfrenta a la tarea casi insoluble que ya preocupaba a Theodor W. Adorno, a saber, «no dejarse embrutecer por el poder de los demás, ni por la propia impotencia».

Los retos políticos son grandes, mucho mayores que la cuestión de cómo evitar un «proyecto de parque eólico» sin sentido en los Montes de León o la creación de un observatorio de igualdad en un barrio de Sevilla. Los que no se dejan cegar por la situación se dan cuenta de que llenar los discursos y los titulares de Objetivos de Desarrollo Sostenible apenas son distracción frente a la continua puesta en tela de juicio de la Constitución, la aparición de unos presupuestos generales previamente pactados en despachos, trapicheo de voluntades y favores, lejos de las verdaderas inquietudes de la opinión pública.

Resulta que cada cuatro años acudimos ilusionados a las urnas, motivados por nuestro sentido de la responsabilidad democrática. Es nuestro momento, el de elegir a aquellas personas entre todos nosotros que nos representarán durante los siguientes cuatro años. Ellos, nuevos propietarios de mi soberanía se limitan, dicen, a representar mi voluntad. Nos dicen que son solamente nuestros servidores, nuestros abogados, nuestros paladines. Y justamente en esa afirmación anida el absurdo más profundo, la hiriente falsedad. Nadie puede ser mi servidor, mi abogado o mi paladín si carezco de las herramientas efectivas necesarias para controlar sus acciones y exigir responsabilidades por las mismas. Reclamo la esencia de la verdadera democracia: el impulso de una sociedad emancipada que no significa estado uniforme sino, según Adorno, «la realización de lo universal en la reconciliación de las diferencias».

La idea de libertad de estos «demócratas» de nuevo cuño es, sin embargo, clara: ser libre es poder votar, poder rellenar una papeleta ya diseñada por otros y meterla en una urna cada cuatro años. Que eso conlleve una representatividad enormemente limitada, una oligarquía partitocrática de intereses creados y grupos de presión, de medios de comunicación en los que suena la voz del que más grita y más cerca está del poder, no es algo lamentable, sino -para ellos y sus intereses- absolutamente necesario. Los más bajos instintos y las peores perversiones tienen su representación y el aplauso de la vulgaridad imperante y obligada, y a eso se le llaman elevados ideales y nobles propósitos. La responsabilidad, el esfuerzo, crear bienes y propiedad… son los pecados capitales de quienes, desde el debate público abierto, quieren imponer límites a lo que la política puede hacer sin contar con nosotros. Desgraciadamente nuestros representantes harán todo lo que esté en su mano por liberarnos de responsabilidades y ofrecernos a cambio el Paraíso de la Abundancia. Desde sus despachos.

Foto: Pool Moncloa/Fernando Calvo.


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