Cada día de confinamiento que pasa los españoles no anestesiados por la propaganda-bulo gubernamental adquieren conciencia de lo que puede ser vivir en una dictadura. Las dictaduras inteligentes son aquellas en las que el poder se ejerce de una forma panóptica. Dicho concepto, el de control panóptico, se lo debemos al filósofo utilitarista Jeremy Bentham quien realizó varios estudios sobre la mejor forma de ejercer un control sobre los reclusos penitenciarios. Michel Foucault popularizó la noción de poder panóptico tanto en sus estudios críticos sobre el sistema penal represivo de la modernidad en su obra Vigilar y castigar y sus estudios sobre las formas microfísicas del poder que se instalan en la modernidad y nos gobiernan más allá del ámbito puramente institucional.
El poder panóptico es un poder invisible que al mismo tiempo es muy eficaz dirigiendo nuestras acciones pues resulta inobservable para aquellos que se someten a su acción. El poder panóptico es también un poder asimétrico pues otorga más poder al gobernante que al gobernado, justo lo contrario de lo que debería ser un poder democrático en el que el gobernante debería estar sometido a una mayor fiscalización de sus actos que el propio gobernando al que se le presupone una autonomía moral y política. Hans Kelsen afirmaba que la esencia de la democracia radicaba en la pretensión kantiana de la autonomía normativa. Que sean los propios gobernados los que se sometan a las leyes que aprueban sus representados.
Lo que se persigue es profundizar aún más en la cosmovisión socialdemócrata en la que hemos estado inmersos hasta hoy. Menos autonomía para el individuo y más poder panóptico del Estado para que nos acerque aún más hacia la sociedad perfecta soñada por los discípulos infieles del proyecto kantiano
En la democracia post-coronavirus se restaura la idea de la democracia como instancia heterónoma. Nos sometemos a normas que el gobierno, sin la consabida fiscalización democrática, nos impone en aras a proteger no sólo nuestra salud sino incluso la rectitud de nuestras conciencias. El gobierno se convierte en guardián de nuestra rectitud moral. Nos protege de instancias impuras como los medios de comunicación críticos con su gestión e incluso de nosotros mismos. Nos insta a abandonar cualquier tipo de recelo o crítica hacia su gestión. Ya sea porque somos disminuidos morales incapaces de gestionar nuestros miedos e inseguridades por nosotros mismos o porque no somos lo suficientemente racionales como para discriminar por nosotros mismos lo que es una verdadera información de lo que es un puro ejercicio de propaganda o de manipulación partidista de una tragedia colectiva. La infantilización creciente que lleva aparejado el paradigma socialdemócrata en su formulación posterior a mayo del 68 nos ha conducido a la situación en la que nos encontramos ahora. Como niños que somos ante los ojos del gobierno debemos dejar que nuestros mayores, la clase política que nos dirige, nos proteja frente a una eventualidad como la que ahora vivimos.
No sé si habrán reparado los lectores en que la mayoría de los grandes intelectuales, tanto nacionales como extranjeros, en lo que se apoya el llamado consenso socialdemócrata son herederos (aunque no demasiado fieles) del kantismo moral y político. Con el advenimiento de la modernidad y la crisis de la metafísica la objetividad del universo moral queda quebrada. El auge de las ciencias naturales basadas en el método experimental privó a la filosofía práctica, esa que nos indica cómo debemos obrar y cómo organizarnos como cuerpo político, de una fundamentación sólida de sus postulados. El conocimiento sobre las verdades morales, al sustraerse del ámbito de lo experimentalmente verificable con carácter objetivo, quedaba disuelto en la subjetividad del individuo o en lo que una instancia ajena a él mismo dictaminase: ya fuera una autoridad política o religiosa.
Kant intenta recuperar esa autonomía moral del individuo y al mismo tiempo conservar una pretensión de objetividad en el seno de la filosofía práctica. Junto a una dimensión fenoménica, mesurable y medible que nos otorga la experiencia y cuya cientificidad quedaba garantizada por el avance de las ciencias en aquel momento (especialmente la física newtoniana), Kant afirmaba la existencia de una dimensión en la realidad no puramente observable pero no por ello menos objetiva. Esta dimensión de la realidad, que Kant llamó nouménica, constituía el ámbito donde se afirmaba la libertad y la autonomía del individuo. La objetividad de este reino de los fines, en los que los individuos se reconocían a si mismos como iguales en dignidad y en autonomía moral, se garantizaba a través de la propia acción de los individuos capaces con sus acciones de edificar ese mundo moral donde quedara garantizada la libertad y la autonomía moral.
La pretensión kantiana de erigir una moral basada en la autonomía y en la dignidad del ser humano entroncaba con la idea ilustrada de fomentar la mayoría de edad intelectual de la humanidad frente a las tutelas religiosas y políticas que hurtaban a los individuos su libertad. La socialdemocracia ha recogido ese testigo kantiano, esa pretensión de edificar una sociedad basada en un nuevo reino de los fines, donde los individuos sean considerados un fin en sí mismo pero nunca un medio. Sin embargo, la socialdemocracia ha acabado traicionado la esencia del proyecto kantiano, pues ha acabado postulando la construcción de esa social de individuos libres y dotados de dignidad en sí mismos prescindiendo de un aspecto capital del pensamiento kantiano: la idea de la autonomía moral del individuo. Las causas de este abandono de la creencia en la autonomía del individuo son varias. Por un lado la influencia de lo que Paul Ricoeur llamó las filosofías de la sospecha.
Tanto en las filosofías de Marx, como en la de Nietzsche o en psiconanálisis Freudiano hay una profunda desconfianza y recelo hacia la idea de que el individuo sea realmente autonónomo. Ya sea porque está inmerso en relaciones económicas que lo esclavizan y no le dejan trascender la pura supervivencia (marxismo), ya sea porque impulsos inconscientes lo dominan (psiconanálisis) o bien porque no se ha podido desprender una herencia judeocristiana que lo somete a una moral de esclavo. Para estos autores estos elementos alienantes, que muchas veces pasan desapercibidos para el propio individuo, impiden que seamos plenamente autónomos. Debemos confiar en una instancia ajena a nosotros para alcanzar ese reino de los fines, ese Estado del bienestar perfecto en la formulación socialdemócrata moderna.
Ese proceso de profundización en la falta de autonomía del individuo se ha visto agudizado con el triunfo de corrientes de pensamiento en la parte final del siglo XX que son claramente herederas de las filosofías de la sospecha que han acabado formando parte de la capa basal del pensamiento socialdemócrata. Para todas ellas el individuo es una instancia cuya identidad queda forjada por estructuras de poder capitalista que lo configuran de una determinada manera y que impiden la realización de una versión contemporánea del reino de los fines kantiano. La crisis del COVID-19 evidenciaría que el capitalismo y la democracia representativa liberal son obstáculos para la construcción de ese reino de los fines, de esa sociedad de seres iguales. En situaciones de grandes tragedias colectivas siempre se plantea la eterna cuestión sobre si debemos o no cambiar algo como sociedad. La pretendida crítica que se hace desde instancias socialdemócratas hacia el mundo en el que vivíamos instalados hasta la aparición del COVID-19 no es tal. En realidad, lo que se persigue es justo lo contrario profundizar aún más en la cosmovisión socialdemócrata en la que hemos vivido inmersos hasta ahora. Menos autonomía para el individuo y más poder panóptico del Estado para que nos acerque aún más hacia la sociedad perfecta soñada por esos discípulos infieles del proyecto kantiano.