Samuel tiene 37 años y está nervioso. Bebe su cerveza, a tragos cortos, y se preocupa por la claridad de sus expresiones. Reúne valor y me dice: “Vivo en una prisión. No soy libre”. El marco no puede ser más inadecuado. Estamos sentados en una cafetería tradicional de una ciudad de tercer orden, en un país centroeuropeo. En la distancia, un grupo de turistas posa junto al castillo medieval que delimita el casco antiguo de la comarca. Samuel llegó al país hace algunos años y conquistó lo que mucha gente llama “una situación económica sólida”. Sin embargo, no parece contento. No irradia la luz de los tocados por la varita mágica.

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Me explica su situación. La empresa para la que trabaja (una multinacional que ocupa una posición dominante en su nicho de mercado) decidió adoptar un sistema de trabajo que es el último grito de la moda en la administración de negocios relacionados con el software: el “scrum”. El término nació en un artículo de la Harvard Business Review (¿Dónde, si no?), en 1986. El concepto fue progresivamente adoptado por diversos académicos y especialistas en administración de empresas y management, hasta llegar a su estado actual. Dicho artificio consiste en la creación de equipos de trabajo que intercambian tareas cooperativamente.

Son clave, me cuenta, las reuniones durante las cuales cada empleado debe (en quince minutos) relatar su experiencia laboral del día anterior, así como describir sus errores y avances. El grupo, en ese caso, puede conocer la situación específica de cada etapa de la producción y cada miembro puede reemplazar a quien haga falta. Samuel es incisivo en sus comentarios. No le interesa mostrarse en público. No quiere abrir su corazón a compañeros circunstanciales de jornada laboral. Vale la pena aclarar, para más inri, que casi todos los desarrolladores de software que conozco son gente ensimismada, volcada en su mundo interior y relativamente asocial.

La situación de Samuel me recuerda algo que flota en el aire desde hace mucho tiempo. Desde la consolidación de las empresas como principal motor de la economía capitalista, el ambiente laboral se convirtió en un aspecto ineludible de la vida cotidiana de (para manejarnos en términos conocidos) Occidente. Como no podía ser de otra manera, los modos, estilos, costumbres y normas imperantes en el trabajo impactaron fatalmente en el quehacer cotidiano de las personas.

Gremios y sindicatos

Durante la primera mitad del siglo XX, los gremios y sindicatos asumieron el papel de presencia inmanente en la vida laboral de las grandes empresas e industrias, que inicialmente estaban reguladas por relaciones aproximadamente vasallescas. La Empresa seguía siendo el universo cosmogónico pero (ante la paulatina aparición de instituciones públicas que hacían su juego en los negocios y en la cumbre del Estado de Bienestar) la salud, las vacaciones, el ocio, las amistades y las relaciones humanas; todo estaba enmarcado por las actividades sindicales.

El gremio proveía la infraestructura y las dinámicas vertebradoras de la existencia obrera. Diversos equipos de fútbol, por decir algo,  reflejan en sus nombres los esfuerzos de los trabajadores de alguna industria específica, desde el PSV Eindhoven holandés (fundado por obreros de la Philips) hasta el FC Lokomotiv ruso (trabajadores ferroviarios) pasando por el SPAL (Società Polisportiva Ars et Labor, Sociedad Polideportiva de Arte y Trabajo, artesanos manuales) italiano. La vida se componía de esas cosas.

La empresa se convirtió en el espacio vital de los trabajadores; en el Ser Supremo regulador de pasiones, necesidades y emociones

La evolución del trabajo (y sus relaciones con el capital) derivó hacia una situación novedosa. La empresa se convirtió en el espacio vital de los trabajadores; en una suerte de Ser Supremo regulador de pasiones, necesidades y emociones. Las entrevistas laborales, por dar un ejemplo, comenzaron a indagar en los aspectos más profundos de la existencia individual. En las conversaciones informales podía escucharse, como quien habla del Gran Hermano, “a la Empresa no le gusta que...” o “a la Empresa le conviene que…”. En ciertos niveles jerárquicos, aparece una perturbadora e insólita primera persona del plural: “en X, creemos que el éxito consiste en…”, escuchamos decir a un gerente de pérfida sonrisa.

La empresa como demiurgo

El horario laboral se extiende hasta más allá de los límites del día o del fin de semana clásico. Se estimula la competencia entre compañeros de trabajo y se premia la consecución de objetivos individuales, en desmedro de los colectivos (que sólo se destacan cuando sirven a los intereses de la Empresa). Y hay más: hay viajes, vacaciones, fiestas, comidas y ropa “de la Empresa”; la Empresa como demiurgo.

Los trabajadores asumieron la identidad construida por la Empresa, un credo colectivo compuesto por valores y virtudes ensalzadas por el capital

Los trabajadores, a diferencia de lo ocurrido durante el apogeo del sindicalismo, asumieron la identidad construida por la Empresa. El credo colectivo no se generaba “desde abajo”, en base a ciertas épicas asamblearias y reivindicativas, sino plenamente “desde arriba”, compuesto por valores y virtudes ensalzadas por el capital concentrado. Mientras el empleado cumple con su papel y se integra en el universo de la Empresa, no hay problemas.

Cuando se produce un despido, no hablamos solamente del final de una relación laboral. Hablamos de la expulsión del individuo, que queda fuera de un sistema de valores, ideas y creencias forjadas durante años y en el que deja a sus amigos, lugares, espacios de interacción y un largo etcétera. Inquietante, en grado sumo.

¿Qué nos deparará el siglo XXI? ¿Quizá niños adoptados por la Empresa, como en El show de Truman? ¿Ciudades administradas íntegramente por la Empresa? Cosas veredes… Mientras tanto, Samuel apura el último trago y se va, rumbo a una nueva jornada laboral, plena de alegría artificial.


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Eduardo Fort
Soy Porteño, es decir, de Buenos Aires. Escéptico, pero curioso. Defensor de la libertad -cuando hace falta- y de la vitalidad de las Ciencias Sociales. Amante del cine, la literatura, la música y el fútbol. Creo en Clint Eastwood, Johan Cruyff y Jorge Luis Borges. Soy licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid y colaboré -e intento colaborar- en todo medio de comunicación donde la incorrección política sea la norma.