Recuerdo de mis años universitarios la importancia que se le daba en el ámbito familiar y académico a una buena formación. Esta relevancia, por supuesto, trascendía al plano laboral y, dependiendo de dónde hubieras cursado los estudios o cuantos posgrados acumularas, se abrían en una determinada dirección o cantidad las posibilidades de empleo, los emolumentos a cobrar o incluso, los países a los que se podía acceder, en pos de un futuro mejor. Tradicionalmente una formación adecuada suponía crecientes posibilidades de eso que llamaríamos coloquialmente “tener éxito en la vida”.
Puesto que no tengo descendencia y, teniendo en cuenta que, en algún momento nebuloso tras el cambio de milenio, perdimos la perspectiva acerca de lo que formarse significa, desconozco de primera mano como pesará en una relación paternofilial actual estándar este extremo y menos aún cómo se entiende todo este suflé en un entorno que cada vez intuyo más podrido y autocomplaciente, más alejado de los objetivos que yo creí que tenía. Puedo acercarme a familiares cercanos para preguntar como lo llevan en casa, pero no tengo estómago para volver a involucrarme en nada que tenga que ver con la docencia y sus aledaños, al menos de momento.
Quien lleva viviendo satisfactoriamente de su profesión unos cuantos años es un elemento útil y valioso para la sociedad y para sí mismo. No importa que en su currículo no haya certificado alguno, cosa hoy harto difícil en una sociedad que exige el sello de calidad, el título oficial y el marcado CE hasta para ejercer de ascensorista
El movimiento se demuestra andando. No está de más, en ocasiones, citar a Perogrullo. La valía profesional se demuestra trabajando. Quien lleva viviendo satisfactoriamente de su profesión unos cuantos años es un elemento útil y valioso para la sociedad y para sí mismo. No importa que en su currículo no haya certificado alguno, cosa hoy harto difícil en una sociedad que exige el sello de calidad, el título oficial y el marcado CE hasta para ejercer de ascensorista. Veinte o treinta años viviendo del trabajo pesan más que cualquier examen aprobado o que una estúpida oposición.
Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en que esa formación de la que hablábamos servía para sustituir la falta de experiencia laboral. Cursar una determinada carrera en un determinado lugar era rúbrica suficiente para certificar que el palomo, si no volaba todavía, rápidamente se adaptaría y sería capaz de levantar el vuelo, siendo productivo y rentable para sí y para su pagano. Sin embargo, los equilibrios en la sociedad son complejos y delicados y rápidamente se rompen. Esa necesidad honesta de acreditar conocimientos se tornó en cambalache. No me resisto a resaltar la tragicómica ironía que supone que, en los centros del saber, donde se enseñan tantas materias hondas y preciosas, entre ellas la economía, no caigan en la cuenta de que poner tanto economista en el mercado, muchos más de los que éste necesita, aunque cuenten con muchos estudios y sus maestrías, llámenlas como quieran, hace que su valor tienda a nulo.
El hecho cierto es que existen multitud de estudios no reglados y fuera de los círculos académicos tradicionales cuya demanda es creciente y a los que los jóvenes empiezan a acceder para demostrar que pueden tener un futuro, antes de llevar un tiempo viviendo de ello. La sociedad, a pie de calle, siempre acaba por encontrar un camino, demostrando una vez más que el mercado no es más que la forma pacífica de relacionarse que tiene el ser humano. Surgen necesidades y alguien se forma para servir a quienes las tienen, tenga o no la firma del rey el diploma.
Mientras la sociedad deambula por donde le viene en gana, sus élites dirigentes y transformadoras viven en su ensoñación particular. Bien sea creando ministerios ad-hoc que pongan de manifiesto cuán importante sienten que es la formación, bien jalonando sus propios currículos con todo tipo de certificados que den buena prueba de lo capaces que son sus señorías. Es imposible predecir hacia donde se dirigirá la integral de todas y cada una de las acciones y relaciones interpersonales que ocurren en el mundo, por mucho que ellos sigan empeñados en arrimarlas a su ascua, cual sardinas.
Tan alejada de la realidad está la Universidad como el periodismo. Son ambos campos copados e infectados por una política que transita a tres o cuatrocientos metros sobre el suelo, en su paraíso particular, mirando la realidad por encima del hombro. A tal punto llega el desafuero que se compran y venden favores y títulos. Al menos, en otros países donde la decencia aún existe en política, quienes mienten en estas cuitas, dimiten. Aquí ni esa vergüenza torera queda.
No creo que nadie dude de la valía de Ortega o Roig. Nadie se pregunta los títulos que tienen. De hecho, aproximadamente el 30% de los más ricos del mundo no tiene ninguno. La formación no era garantía éxito antes y no lo es ahora, en un mundo con exceso de oferta de titulados. En realidad, como decía el ex alcalde de Carmel, señora, si quiere garantías, cómprese una tostadora. Pero cuando el complejo de inferioridad te corroe y en tu foro interno sabes que no vales ni los chicles que pisas cuando andas, debes justificarte a toda costa, porque, puede que también sea muy en el fondo, pero todos los adultos sabemos que los políticos no sirven para nada, aunque a veces nos dé pereza o miedo reconocerlo y gobernar nuestras vidas. Ninguno vale el dinero que cuesta. Ninguno lo cobraría si no fuera a la fuerza. Por muchos títulos que tengan.
Foto: Good Free Photos.