Si se dice una mentira lo suficientemente grande y se sigue repitiendo, la gente acabará creyéndola. La mentira sólo puede mantenerse mientras el Estado pueda proteger a la gente de las consecuencias políticas, económicas y militares de la mentira. Por ello, resulta de vital importancia que el Estado utilice todos sus poderes para reprimir la disidencia, porque la verdad es el enemigo mortal de la mentira y, por extensión, la verdad es el mayor enemigo del Estado”.

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Aunque a menudo esta definición de la “Gran Mentira” se le atribuye al jefe de propaganda nazi Joseph Goebbels, no hay evidencia de que fuera utilizada por él. Según el historiador Randall Bytwerk, la descripción original de la gran mentira apareció en Mein Kampf. Adolf Hitler la aplicó al comportamiento de los judíos. En concreto, acusó a los judíos vieneses de intentar socavar los esfuerzos de guerra de los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Hitler denunciaba la “habilidad incondicional de los judíos para la falsedad” y advertía que en la gran mentira siempre hay un poder de persuasión capaz de explotar la credulidad de la gente, porque las amplias masas de una nación se corrompen más fácilmente en los estratos más profundos de su naturaleza emocional que consciente o voluntariamente:

“así, en la simplicidad primitiva de sus mentes, caen más fácilmente víctimas de la gran mentira que de la pequeña mentira, ya que ellos mismos a menudo dicen pequeñas mentiras en asuntos pequeños, pero se avergonzarían de recurrir a falsedades a gran escala. Nunca se les ocurriría inventar falsedades colosales, y no creerían que otros pudieran tener la desfachatez de distorsionar la verdad de manera tan infame. Aunque los hechos que prueban esto sean presentados claramente a sus mentes, todavía dudarán y vacilarán y continuarán pensando que puede haber alguna otra explicación… Sin embargo, desde tiempo inmemorial, los judíos han sabido mejor que ningún otro cómo se pueden explotar la falsedad y la calumnia”.

En la cita inicial, la atribuida apócrifamente a Joseph Goebbels, hay dos afirmaciones relevantes relacionadas entre sí que, contra todo pronóstico, se han vuelto extraordinariamente pertinentes en nuestro mundo occidental. La primera es que el Estado debe utilizar todos sus poderes para reprimir la disidencia. Y la segunda, derivada de la anterior, que la verdad es el mayor enemigo del Estado.

lo advertía George Orwell en su novela 1984, lo que más teme el poder es la libertad de decir libremente que dos y dos son cuatro. Porque si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados

Lo lógico sería pensar que ambas advertencias se circunscriben a lo que entendemos y distinguimos con claridad como estados totalitarios. Sin embargo, no tienen que ver con lo que sería obvio, los comportamientos de las dictaduras declaradas, sino con actitudes cada vez más presentes en estados y organizaciones democráticas.

Todos contra las redes sociales

Pondré un ejemplo de rabiosa actualidad. La persecución de X (la antiguaTwitter) por las autoridades brasileñas que ha derivado finalmente en la prohibición de esta plataforma en Brasil. El argumento del juez Alexandre de Moraes para prohibir X es que, a través de esta red social, se difunden informaciones falsas que ponen en serio peligro el normal desarrollo de las elecciones municipales que se celebrarán el mes de octubre. Para sostener este argumento, Moraes ha recurrido a los ejemplos de lo sucedido en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de 2016 y el Brexit.

En realidad, no existen pruebas, mucho menos empíricas, de que las redes sociales subvirtieran ninguno de estos dos sufragios. Es cierto que en su día se difundieron hipótesis al respecto, incluso Netflix produjo un documental titulado El gran hackeo (2019) que las resumía y que tuvo bastante difusión. Sin embargo, análisis y estudios posteriores bastante más serios demostraron que las ideas resumidas en El gran hackeo eran falsas. Las redes sociales no alteraron los resultados ni de las elecciones presidenciales de 2016 en los Estados Unidos, ni del referéndum del Brexit en Inglaterra.

En el libro Vindicación (2022) dediqué un extenso capítulo titulado El gran bulo a hacer un repaso exhaustivo, con estudios, metaanálisis, antecedentes, declaraciones de los expertos implicados de uno y otro signo, y cronología incluida, del papel de las redes sociales en la victoria de Donald Trump en 2016. Y la conclusión, como no podía ser de otra manera, es que las redes sociales no subvirtieron los resultados. Simplemente, como en cualquier otra elección, los estadounidenses votaron lo que consideraron oportuno. Quizá se equivocaron, pero si así fue, se equivocaron libremente. No porque hubieran sido engañados por las redes sociales.

Esto significa que la principal pieza de convicción con la que el juez Alexandre de Moraes justifica el cierre de X en Brasil es rotundamente falsa. Detrás de su supuesta salvaguarda de la democracia brasileña lo que asoma es la imposición de una censura discrecional que atiende a los intereses partidistas del actual presidente de Brasil, Lula da Silva.

Podemos cuestionarnos la calidad de la democracia brasileña, pero, al menos en teoría y según las calificaciones internacionales, Brasil es un orden democrático. Sin embargo, parece evidente que este país iberoamericano está derivando hacia el autoritarismo. Quizá, como se trata de un país del continente americano, donde tradicionalmente la democracia es conflictiva, le restamos importancia. Que en América los órdenes democráticos sean constantemente desafiados nos parece tan natural como respirar. Pero ¿y si algo similar estuviera sucediendo en Reino Unido, país europeo con una larga tradición democrática? Más aún, ¿y si la Unión Europea, amparándose en la misma pieza de convicción del juez Moraes, que las redes sociales subvierten la democracia, impusiera también la censura? Esto es ni más ni menos lo que está sucediendo.

En reino Unido, como advertía brillantemente en este mismo medio José Carlos Rodríguez, el gobierno está pensando en aprobar una ley que le permita restringir el contenido no ya ilegal, sino que considere “dañino”. Esto significa que los límites de la libertad de expresión dejarán de estar definidos objetivamente por las leyes británicas para pasar a ser subjetivamente definidos, valorados y supervisados por el gobierno.

Exactamente lo mismo se propone la Unión Europea con la aprobación de la Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés). En virtud de esta regulación, las grandes plataformas están obligadas a eliminar rápidamente el contenido ilegal, el discurso de odio y la denominada desinformación. Al igual que en el Reino Unido, la valoración y determinación de qué contenidos deberán ser censurados no dependerá ni de leyes objetivas, ni de instituciones independientes. Determinar qué opinión es ilegítima o qué contenido es desinformación será competencia de la Comisión Europea, que a su vez es la autora de esta regulación. La Comisión se erige así en juez y parte sin dejar opción a la mediación de ninguna institución neutral.

En España la historia se repite. El presidente del gobierno ya anunció hace meses su intención de establecer una regulación que fuera más allá de las leyes para perseguir los bulos en las redes sociales y la información falsa en línea difundida por lo que calificó como “pseudo medios”. Más recientemente, la vicepresidenta primera del gobierno María Jesús Montero afirmó que el «gran reto» en este curso político es la «regeneración democrática» y anunció «una intensa agenda» para «que nadie pueda manipular» lo que piensan los ciudadanos: «La manipulación está detrás de las noticias falsas». Lo advertía George Orwell en su novela 1984, lo que más teme el poder es la libertad de decir libremente que dos y dos son cuatro. Porque si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.

Aprendices de Goebbels

En base a “la gran mentira”, esto es, que la libertad de expresión en las redes sociales pervierte la democracia, los gobiernos democráticos están manifestando una peligrosa pulsión totalitaria. No son ni Xi Jimping, ni Kim Jong-Un, ni Nicolás Maduro, ni Alí Jamenei o Vladimir Putin, son políticos supuestamente democráticos como Kier Starmer, Lula da Silva, Pedro Sánchez, Thierry Breton, Ursula von der Leyen o Kamala Harris, quienes están persuadiendo al público occidental de que el Estado debe utilizar todos sus poderes para reprimir la disidencia.

“Nuestra manera de tomar el poder y utilizarlo habría sido inconcebible sin la radio y el avión”, afirmó en agosto de 1933 Joseph Goebbels. Desde entonces hasta el presente, la comprensión general de lo que quiso decir Goebbels es que la radio había sido, junto con el avión, un invento clave en la toma del poder por el nazismo. Pero en realidad fue el avión el que les ayudó a tomar el poder. La radio les ayudó a conservarlo.

La radio sólo se convirtió en un instrumento fundamental para los objetivos nazis después de que Hitler fuera elegido canciller en enero de 1933. Goebbels rápidamente se hizo con el control del nuevo medio porque el Estado ya controlaba su infraestructura y contenido. El control estatal sobre la radio de la República de Weimar había tenido como objetivo defender la democracia. Sin embargo, sin quererlo, sentó las bases para la máquina de propaganda nazi.

Para terminar, añado a continuación como la OSS, (acrónimo de Office of Strategic Services) resumía la utilización de la gran mentira por parte del nazismo:

“Sus reglas principales eran: nunca permitir que el público se enfríe; nunca admitir una falta o un error; nunca conceder que puede haber algo bueno en tu enemigo; nunca dejar lugar a alternativas; nunca aceptar la culpa; concentrarse en un enemigo a la vez y culparlo por todo lo que salga mal; la gente creerá una gran mentira antes que una pequeña; y si la repites con suficiente frecuencia, la gente tarde o temprano la creerá”.

Ahora, hagamos un sencillo test, cojamos cada una de estas condiciones descritas por la OSS a propósito del nazismo y contrapongámoslas a las actitudes de nuestros muy democráticos gobernantes actuales. No sé si le pasará a usted lo mismo, pero yo no logro quitarme de la cabeza la imagen de Joseph Goebbels sonriéndo desde el infierno.

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