Es muy común, y comprensible, que se haya comparado la presente epidemia del COViD-19 con la guerra, de forma que se puede apurar la metáfora y buscar en lo que está ocurriendo algunos rasgos que caracterizan los conflictos bélicos para tratar de ver si eso ayuda a comprender mejor lo que está ocurriendo. Suele decirse que la primera víctima de la guerra es la verdad, y no hay mucho que cavilar para ver que también eso está sucediendo ahora.
La razón por la que la verdad se convierte, para unos y otros, en un enemigo tiene que ver con el hecho de que la verdad otorga una especie de poder, y, en un sentido muy específico, protege la libertad, según la profunda sentencia del evangelio de San Juan. En una guerra, y casi en cualquier negocio, crece el interés en confundir al enemigo, porque es muy conveniente que no llegue a conocer con precisión nada de lo que ocurra, de forma que la propaganda, la proliferación de mentiras interesadas, es parte esencial de la lucha. Se trata de desanimar al enemigo y no hay que tener miedo a exagerar a contar cosas increíbles porque, como vio con exactitud Goebbels, el verdadero mago en esta clase de contiendas, una mentira bien repetida llega a ser indiscernible de cualquier verdad.
En el caso de la epidemia, la verdad pura y desnuda suele suponer serios inconvenientes para muchos, aquellos que saben y temen que una información correcta y oportuna les cause enormes perjuicios. Aunque en la lucha contra la pandemia no haya otro enemigo que la enfermedad misma, hay muchos grupos interesados en que las cosas se vean de una manera conveniente a su posición. Los gobiernos suelen esgrimir la disculpa de no causar pánico para minimizar la información sobre los daños, y, al menos en nuestro caso, han jugado de manera muy irresponsable a que una alerta temprana no perjudicase sus intereses políticos inmediatos.
Es inconcebible que algunos profesionales hayan podido colaborar en esta clase de confusas lloreras, olvidando que la profesión médica puede exigir con frecuencia sangre, sudor y lágrimas sin que nunca sea necesario aumentar el clima de dolor o la desesperanza, ni fomentar el miedo
La ocultación de la verdad es una variante específica de la mentira cuando se hace con la intención de evitar no el daño a terceros sino la lesión de los intereses propios. Muchos profesionales ocultan la información que poseen, entre otras cosas, porque el manejo conforme a sus intereses es parte de su negocio. Nadie se extraña de que abogados, periodistas, investigadores, agentes de bolsa, médicos o jueces, por citar solo unos ejemplos, no digan siempre lo que saben, porque entendemos que elaborar una buena información es parte de su trabajo y tienen derecho a manejarla conforme a determinadas reglas. Pero entre esta discreción en el trabajo y la mentira hay una gradación en la que no siempre es fácil decir cuándo termina la lógica y cuándo comienza la maldad.
A todos tiene que sorprendernos que en las informaciones que vamos recibiendo sobre la pandemia haya datos que resultan muy estridentes, como, por poner un ejemplo obvio, que la relación entre afectados y fallecidos en Alemania sea mucho menor que en Italia o España. No creo que esa diferencia represente una realidad bien definida, sino que con gran probabilidad se deberá a diferencias en el patrón de medida de los afectados y de los fallecidos, pero es evidente que los que se ven hermoseados por una imagen más benigna de su situación no se han apresurado a explicarlo con claridad.
En un estado de guerra, la información correcta circula con dificultad y no solo debido a la propaganda. En el caso de nuestra sanidad pública, que goza de muy buena fama, la opacidad es fácil que se deba a que los sistemas de tratamiento de la información no son homogéneos no ya entre CCAA sino entre hospitales y aun entre servicios distintos dentro de un mismo hospital, algo que supongo que nadie sugerirá como uno de los méritos indiscutibles del sistema. En buena medida esas disfunciones se deberán a celos y pugnas competenciales entre profesionales y administradores, pero es evidente que es un fallo que habría que corregir en interés de los usuarios, y para que la evaluación del funcionamiento del sistema pueda basarse en datos contrastables y no en lo que a cada cual le ha dicho su vecino. Si alguien hiciese alguna vez el cálculo de los millones de euros invertidos (con mucha probabilidad por encima de los centenares) en la informatización de la sanidad es posible que descubriésemos, no sin sorpresa, que el dinero destinado a un bien público no siempre se emplea de la manera más diligente, aunque el control del gasto público no haya suscitado todavía la atención que merece dado el rechazo vehemente que suscita la corrupción política.
En toda guerra hay víctimas, héroes, y villanos. Los primeros están bastante bien identificados en el escenario actual, pero me gustaría dedicar un minuto de atención a algunos de los villanos del caso. Pertenecen a este género los que han presentado a algunos empresarios honrados que se dedican a fabricar material sanitario como contrabandistas y traficantes de sangre, pero también todos aquellos que se dedican a difundir sus verdades sin tener en cuenta el efecto que pueden suscitar en un público propenso al miedo y que podría caer en el pánico sin ninguna ventaja concebible para nadie. Sea por afán de protagonismo, sea por debilidad de carácter han abundado por las redes los mensajes supuestamente salvíficos de quienes advertían, declarándose testigos directos y expertos en el asunto, de que la situación está siendo mucho peor de lo que el común pueda imaginar. Es inconcebible que algunos profesionales hayan podido colaborar en esta clase de confusas lloreras, olvidando que la profesión médica puede exigir con frecuencia sangre, sudor y lágrimas sin que nunca sea necesario aumentar el clima de dolor o la desesperanza, ni fomentar el miedo. Doy por supuesto que la inmensa mayoría de los médicos, enfermeras y otros oficios del sistema, han cumplido con enorme dignidad y sacrificio su tarea, sin mirar apenas en ellos mismos, pero que haya habido algunos que diciendo ser de esa grey se haya prestado a confundir, alarmar y lloriquear es tan asqueroso y reprochable como el cobarde que huye a la menor amenaza dejando indefensos a los suyos.
Vivimos en sociedades que tienden a fomentar un sentimentalismo sensiblero que, en épocas de crisis honda como la que padecemos, está por completo fuera de lugar. Hemos llegado a entronizar a quienes con escasa razón se proclaman víctimas y, casi, a considerar como deformaciones el valor, la resistencia y el coraje, una mala dotación emocional para afrontar situaciones como las que tantos están padeciendo y muchos soportamos. Ya llegará la hora de ajustar cuentas con los demagogos, los mentirosos y los irresponsables, pero ahora mismo no debiera haber la menor simpatía hacia quienes aprovechen el malestar general para aguzarlo, aunque se escuden en la excusa de contarnos su caso.