La certeza es que mientras escribo estas líneas todos nos encontramos en una situación de confinamiento, que produce una gran inquietud por lo que pueda venir. El modo de aislamiento que cada cual adopte también indicará el tipo de soledad que puede, desee y esté dispuesto a aceptar.

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A lo largo de la historia de la humanidad el arte ha sido un espacio propio para la vivencia creativa en la interiorización, un diálogo continuo con el exterior, donde la reflexión, la memoria, la expresión, han fertilizado esta historia con sus obras. Un tiempo después muchos tuvieron la oportunidad de disfrutar de este esfuerzo siempre que lo hayan querido, y de un modo gratuito. Esta gratuidad no es vacía, ni casual, corresponde al interés y el cultivo de la atención, la memoria, la reflexión, lo que requiere un tiempo y dedicación.

Una consulta al término “soledad” ofrece como traducción española del inglés loneliness, con origen sajón, y también solitude, de origen latino. Dos visiones contrarias en dos polos opuestos. La primera negativa, pues describe una soledad impuesta por diferentes causas que conduce a la melancolía y la tristeza. La segunda es elegida, voluntaria, buscada, asociada a la interiorización y la paz interior.

Este deseo de la modernidad de reunirse para no sentirse solos es un síntoma desafortunado. Cada persona necesita aprender desde la infancia cómo pasar tiempo con uno mismo

El arte en sus múltiples manifestaciones es una fuente inagotable para la experiencia de la soledad como construcción del yo, interiorización y búsqueda de la espiritualidad. Un diálogo interno con el mundo exterior y sus estímulos. En Habitaciones de Cristal, se recoge el funcionamiento del mapa neuronal, que describe en su libro “El cerebro creó al hombre” Antonio Damasio, uno de los neurocientíficos más prestigiosos de las últimas décadas. Ese órgano superior que cabe en la palma de nuestra mano, que apenas pesa kilo y medio, es un misterio formado por 100.000 millones de neuronas y más de un trillón de conexiones.

A pesar de los avances en estas dos últimas décadas con la neurociencia, este paquete de neuronas es un enigma para la ciencia, aunque tenemos algunas certezas. Las neuronas son sensibles a lo que ocurre a su alrededor, son excitables y disponen de prolongaciones fibrosas (axones) que les permiten enviar señales, tanto al cuerpo como al exterior.

El cerebro reside, y se comunica con el cuerpo, las neuronas generan y mantienen constantes conexiones y redes. Como consecuencia, Damasio señala que se concentran en el sistema nervioso central, desde donde envían y reciben mensajes al organismo y al exterior en dinámicos circuitos. De modo que la mente consciente aparece cuando la acción de estos circuitos se organizan en complejas redes. Y lo que es más excitante para el tema que nos ocupa, estas redes dibujan patrones o mapas que se representan en imágenes, formadas de estímulos sensoriales.

De manera que disponemos de un sistema nervioso dentro de un organismo en constante comunicación con el exterior, en un diálogo bidireccional cerebro-cuerpo. Lo que recibe del cuerpo le permite actualizar “su mapa documental multimedia” en tiempo real. Lo que emite al cuerpo son órdenes para producir un cambio. Si un objeto se aproxima, velozmente me cubriré con la mano y/o intentaré esquivarlo en fracciones de segundo, desde una rápida advertencia cerebral. O si tengo una infección, la sangre acudirá rápidamente al lugar para generar la capa defensiva y mantener el equilibrio homeostático del organismo, desde una advertencia cerebral.

“Las obras de arte son soledades infinitas y con lo que menos se pueden tocar es con la crítica. Sólo el amor puede captarlas, celebrarlas, y ser justo”, Rainer Maria Rilke invita al viaje interior, en el que el creador se adentra en sí mismo. El pintor, músico, escultor, novelista percibe el espejo exterior. El arte es un cazador recolector, la pieza anda libre y a su vez queda detenida en el visor del autor que con su obra inmortaliza su autoría. Un arte que culmina con el silencio y la soledad del que lo disfruta, una y otra vez, sin que se repita, ni canse la experiencia, con una gratificación espiritual continua.

La pintura es una de las manifestaciones artísticas que opera en la individualidad del artista, siempre desde un legado anterior. No sorprende que célebres pintores retrataran la (su) soledad en sus obras. Dos figuras tristes, con rostro deforme, al lado del frío y sucio mármol, con la mirada perdida, y un espacio vacío a su lado, en un ambiente decrépito del Café de la Nouvelle Athenes, describe la escena de “Bebedores de absenta” de Edgar Degas.

Hopper fue un hombre solitario e introvertido que escapa entre sus barrotes de su cárcel interior por la pintura. Sus cuadros destilan una atmósfera de soledades urbanas, mustias y deprimentes. Ahí tenemos “Noctámbulos”, que tantas interpretaciones tuvo, en el que seduce a sus admiradores con su aire melancólico, con una historia para cada visitante, en la que reencuentran su propia intimidad.

Por poner otro ejemplo, John Everett Millais nos dejó “Ofelia”, exultante de soledad emocional. Recoge la tragedia de Hamlet, en la que Shakespeare narra el inevitable suicidio tras la pérdida de su padre Polonio y el rechazo sentimental de Hamlet. A diferencia de los ejemplos anteriores la profunda soledad interna no está reflejada en el ambiente, ni en el exterior, sino en el descarnado abandono y ausencia de sus seres queridos.

El cine también colecciona antológicos espacios de soledad. Un camino trazado en la exploración del autodescubrimiento con “Fresas salvajes” de Bergman, o la devastada sensación que percibe Susana (Mónica Vitti) después de un accidente, inmersa en un vasto desierto mental y físico. O el gélido y siniestro asesino en “Silencio de un hombre”, en el que J.P. Melville, emplea la distancia y el frío de la cámara. Jeff Costello es alguien sin nada, ni nadie, solo pertenece a sí mismo. ¿Adónde ir sino cuando quieres llegar a ti mismo?, exclama.

¿Qué le gustaría decirle a los jóvenes?, pregunta el entrevistador a un Tarkovsky. El cineasta ruso, que explora la pausa y el silencio, abre la puerta al aprendizaje de la soledad:

“No sé, creo que solo me gustaría decirles que aprendan a estar solos y procuren pasar el mayor tiempo posible consigo mismos. Me parece que una de las fallas entre los jóvenes es que intentan reunirse alrededor de eventos que son ruidosos, casi agresivos. En mi opinión, este deseo de reunirse para no sentirse solos es un síntoma desafortunado. Cada persona necesita aprender desde la infancia cómo pasar tiempo con uno mismo. Eso no significa que uno deba ser solitario, sino que no debiera aburrirse consigo mismo porque la gente que se aburre en su propia compañía me parece que está en peligro en lo que a autoestima se refiere.”

Para terminar este viaje, que quedará muy inconcluso, recuerdo “De dioses y hombres”, del director francés Xavier Beavois, con una historia real, centrada en ocho monjes cistercienses que fueron rehenes y asesinados por fundamentalistas islámicos. Sin apenas palabras, con una cámara que acaricia cada gesto, cada silencio, la vida en soledad de los monjes se convierte en experiencia estética compartida con el espectador. “¡No! La ramas sois vosotros. Si os vais, no sabremos donde asentar nuestras patas”, dice un día Christian a otro vecino. En un narrativa apenas con palabras, este breve diálogo contiene la vitalidad de la presencia de esta comunidad en tierra extranjera.

Foto: Dmitry Schemelev

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