El presidente de Guatemala, Jimmy Morales, acaba de anunciar que no renovará el mandato de la Comisión internacional contra la impunidad en Guatemala, CICIG, un organismo dependiente de Naciones Unidas que fue creado, a solicitud del propio gobierno de Guatemala en 2006, ante la incapacidad de las autoridades guatemaltecas para luchar contra las mafias insertas en el aparato estatal que vivían de la apropiación indebida de los dineros públicos.

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El anuncio de Morales ha generado una fuerte polémica entre los partidarios de la CICIG, que acusan a los detractores de favorecer la corrupción, y los detractores de la CICIG que acusan a los partidarios de dejar la justicia de Guatemala en manos de un organismo extranjero que se ha sobrelimitado en sus funciones.

Esa polarización en realidad no es tal, salvo en la mente de los más radicales, de uno y otro lado, que tratan de simplificar el problema reduciendo Guatemala a dos bandos enfrentados: corruptos versus vendepatrias, con dos agendas claramente definidas. Los corruptos desean mantener el estatus de las clases pudientes actuales y los vendepatrias están dispuestos a aceptar que Guatemala sea mangoneada por grupos internacionales de extrema izquierda.

En ningún conflicto que involucra a millones de personas hay dos posturas únicas

Esta simplificación no por ridícula deja de ser inquietante. Sobre todo, porque en ningún conflicto que involucra a millones de personas, como es este caso, hay dos posturas únicas. En el caso de la CICIG, junto a partidarios y detractores hay quienes no opinan del tema porque les da igual, quienes no saben nada y pasan de todo, o, sobre todo, posturas intermedias: me opongo a la CICIG pero quiero luchar contra la corrupción; quiero que continúe la CICIG, pero no quiero ninguna reforma electoral amparada por esta que pueda suponer la toma del poder por grupos de extrema izquierda; no sé que es la CICIG, pero necesitamos una clara mejora en el sistema judicial…

Sin embargo, la reducción al absurdo, conmigo o contra mí, el nosotros y el ellos, es la forma más rápida que cualquier amigo del enfrentamiento va a imponer para lograr que este enfrentamiento se produzca. Es más, la reducción al absurdo ha de ser capaz de formularse en términos únicos, con una carga simbólica fuerte, que denigre al contrario antes que permitir conocer su opinión. Así, los contrarios a la CICIG son corruptos, los proclives son comunistas.

Por supuesto, no hay más que hablar con unos y con otros para darse cuenta que hay personas opuestas a la CICIG muy íntegras y personas que apoyan a la CICIG que siempre respetarían la propiedad privada. Pero lo importante no es entender al otro, su postura, sus matices, sino anularlo dentro de una masa que se opone a la masa contraria en la que yo me integro con gusto si favorece mis ganas de combate.

Las personas contrarias a la independencia de Cataluña son todos fachas y quienes favorecen la independencia son todos nazis

Este reduccionismo absurdo, obviamente, no es exclusivo de Guatemala. Si analizamos el caso de Cataluña en España, veremos que ocurre algo similar. Las personas contrarias a la independencia de Cataluña son todos fachas (seguidores del difunto dictador Francisco Franco) y quienes favorecen la independencia son todos nazis, por defender una independencia supremacista y xenófoba.

Obviamente, radicales que se puedan incluir en uno de esos dos extremos existen. Pero son una minoría. Una minoría que grita mucho, que los medios buscan para rellenar los titulares, que en las conversaciones banales utilizamos para reforzar nuestro sesgo de confirmación, pero una minoría que aboga por esa simplificación del problema en dos bandos únicos, uno de los cuales ha de machacar al otro para lograr su objetivo.

Personalmente, tengo una postura propia en el caso de la CICIG, favorable a ese organismo, por tanto, desde el punto de vista reduccionista soy un comunista, y una postura propia en el caso de Cataluña, contraria a la independencia, con lo que según los simplificadores soy un facha.

He logrado ser de extrema izquierda y de extrema derecha al mismo tiempo por el simple hecho de expresar mi opinión sobre dos temas concretos

Es decir, he logrado ser de extrema izquierda y de extrema derecha al mismo tiempo por el simple hecho de expresar mi opinión sobre dos temas concretos. Posiblemente, lo que estoy haciendo es transmitir el fruto de mis reflexiones, más que seguir consignas únicas. Pero en el debate airado no hay sitio para la reflexión, sólo para esas consignas.

Junto a los ejemplos que he puesto, podría colocar otros que vienen con respuestas enlatadas. Puedo estar a favor o en contra de los aranceles que Trump está imponiendo a China (estoy en contra, soy de izquierdas), o a favor o en contra de la reforma laboral de Macron en Francia (estoy a favor, soy de derechas).

El problema de esas respuestas enlatadas es que coartan mi libertad para expresar las ideas, especialmente, porque en el momento de expresarlas dejaré de ser yo para, en manos de mi interlocutor, ser integrado en determinado grupo.

Podría optar por pasar. Yo tengo mis ideas y no tengo necesidad ni de expresarlas, ni de defenderlas. Pero a los escépticos se los lleva la corriente, porque la libertad no es un don entregado por los dioses que una vez recibido se tiene y ya está. La libertad se construye día a día y cada uno de esos días se puede ver mermada (o acrecentada).

La polarización de los debates es una de las formas más comunes en las que hoy se merma la libertad. Cuando nos encasillan, pero también cuando nos encasillamos nosotros mismos para sentirnos protegidos por el grupo, no llamar la atención o por ese pasotismo que citaba antes.

La polarización de los debates es una de las formas más comunes en las que hoy se merma la libertad

No tengo opinión sobre todo. Es más, personalmente tengo opinión sobre pocas cosas. Tampoco he de defender a muerte cada una de mis posturas. Pero si dejo que me encorseten o me encorseto yo mismo, voy dejando retazos de mi libertad por el camino.

La polémica de la CICIG de Guatemala tiene un primer reflejo amplio: hasta qué punto permitir que un organismo internacional intervenga en los asuntos de un país. Pero tiene un segundo reflejo más inquietante y más cercano: hasta qué punto expresar mi punto de vista sobre la CICIG me abre o cierra puertas, me enemista con colegas o me une a rivales con los que no comparto nada más.

Sin embargo, no podemos dejar que los extremistas polaricen los problemas, porque o bien terminan por hacer estallar el conflicto, o bien terminan por anular mi libertad al aceptar su reduccionismo.

Foto: ToNic-Pics


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