En 1984, una compañía llamada Apple, liderada por un jovencísimo Steve Jobs, lanzaba el Macintosh; en sentido estricto, el primer ordenador personal del mundo. Puesto que Apple significa manzana en inglés, el nombre Macintosh hacía referencia a una variedad de manzana, la preferida de Jef Raskin, el empleado que propuso esta denominación.

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El lanzamiento del Macintosh fue toda una revolución inmortalizada de forma sonberbia por el cineasta Ridley Scott con un spot que hacía referencia a la nóvela distópica de George Orwell, 1984. Pero también tenía de fondo un componente romántico porque apenas unos años atrás la deslumbrante Apple la constituían cuatro jóvenes encerrados en un garaje.

Cuando digo que en la historia de Cobas se contraponen nuestras virtudes y nuestras miserias, no lo digo por la fragilidad de la memoria o por la ingratitud de un país que vitupera a sus genios. Apunto a otra terrible debilidad

Mientras el spot de Scott se propagaba por el mundo, muy lejos de los Estados Unidos, en un país bastante más pequeño y con muchos menos recursos, otro grupo de jóvenes entusiastas, también encerrados en un garaje, cosechaba el primer éxito de una revolución distinta. El país de esa otra revolución, bastante más modesta, era España. Y la diminuta compañía se llamaba Kobas.

Antonio Cobas junto a la JJ Cobas 125 c.c. con la que Alex Crivillé se coronó campeón del mundo en 1989.
Antonio Cobas junto a la JJ Cobas 125 c.c. con la que Alex Crivillé se coronó campeón del mundo en 1989.

Como toda gran historia, esta también tiene diferentes protagonistas, distintos nombres propios con un papel e importancia igualmente distintos. Pero fuera cual fuera la contribución de cada uno, sin la suma de todos ellos, o bien esta revolución nunca habría sucedido, o bien habría sido muy diferente. De hecho, lo sucedido no cabe dentro de una sola empresa. Kobas no es toda la historia, es un hito de la historia. Están también Siroko, JJ Cobas o la mismísima Honda.

Ocurre, sin embargo, que en los relatos épicos siempre hay un protagonista principal. Y este relato, aunque sea moderno e incruento, es bastante épico, sobre todo, si se tienen en cuenta las enormes diferencias entre la España de los 80 y esa potencia industrial y económica abrumadora que es Estados Unidos. Por eso, precisamente, esta historia española es mucho más que épica: es extraordinaria. Y tiene un gran protagonista: Antonio Cobas (1954-2004).

Antonio Cobas fue de esos tipos geniales que, por estos lares, sin necesidad de sabotaje anglosajón alguno, solemos vituperar. Mientras que en otros países a sus genios los aclaman, les hacen monumentos, los incorporan a los libros de historia e incluso convierten en una película, aquí, con suerte, les regalamos algunos titulares el día de su muerte y después los olvidamos para siempre. Por eso he decidido recordar a Antonio Cobas con este modesto artículo. Y también porque en su asombrosa historia se contraponen con nitidez las virtudes y miserias españolas.

Antonio era un ingeniero autodidacta que cumuló un imponente conocimiento técnico, pero que, por encima de todo, tenía un don: la creatividad. Esa capacidad de ver o imaginar lo que los demás no somos capaces de ver y menos aún imaginar. Como nos descubre Vic Monllau en un artículo, antes de especializarse en el mundo del motor Cobas acumuló una importante experiencia en la ingeniería de alta precisión, calibrando los paneles de control de las centrales nucleares. Después, sus primeros pasos los dio en la competición automovilística, concretamente en la Fórmula 1430. Y más tarde se pasaría a las dos ruedas.

Su primera moto, la Siroko, vio la luz en 1978, y rápidamente se hizo muy popular no sólo en el Campeonato de España, sino también en los de otros países. El propio Ángel Nieto competiría a lomos de una Siroko en sus últimos años en activo. Este prometedor comienzo animó a Antonio a crear la marca Kobas en 1982, con cuyas motos correría el mundial de ese mismo año Sito Pons, logrando dos temporadas después, en 1984, su primera victoria en el mundial de 250 c.c.

Aquí es obligado citar a otro protagonista, Jacinto Moriana. Moriana era un pequeño empresario que había ganado un buen dinero con su negocio de compraventa de automóviles, y al que llamó la atención el talento de Cobas, precisamente, cuando Cobas se había quedado sin dinero para competir de forma regular con sus motos. Moriana contactó con él y rápidamente decidió convertirse en su mecenas. Más tarde, en 1983, ambos acabarían asociándose y creando una nueva empresa: JJ Cobas.

Antonio Cobas ha sido uno de los mejores ingenieros del mundo en chasis. Ideó y desarrolló motocicletas extraordinarias como la JJ Cobas de 125 c.c. con la que Álex Crivillé a ganó su primer campeonato del mundo en 1989, o las Kobas de 250 c.c. con las que Sito Pons compitió y ganó un Gran Premio del Campeonato del Mundo en 1984. Pero Antonio Cobas no sólo fue clave en las carreras deportivas de Alex Crivillé o Sito Pons, también lo fue en las de Joan Garriga, Carlos Cardús, Luis Miguel Reyes, Alberto Puig o Carlos Checa; aquella incipiente Armada Española que acabaría convirtiendo a nuestro país en una primera potencia mundial en la competición motociclística.

La Honda NSR500 de 1989 en la que Antonio Cobas realizó numerosas modificaciones con la mirada atenta de los ingenieros japoneses.
La Honda NSR500 de 1989 en la que Antonio Cobas realizó numerosas modificaciones con la mirada atenta de los ingenieros japoneses.

Pero la trayectoria de este genial español no terminó donde acabaron sus pequeñas empresas. Llegó a ser un ingeniero de referencia para la todopoderosa Honda, Aunque nunca se incorporó a la estructura oficial de esta marca, fue y me atrevo a decir que sigue siendo el ingeniero no japonés más respetado por los japoneses. Sus modificaciones y consejos estuvieron detrás de la Honda NSR500 que ganó 10 campeonatos mundiales de 1984 a 2001, seis de ellos consecutivos. Y también dejó su impronta en la Honda RC211V, que desde 2002 hasta el presente ha sido el canon de MotoGP.

Estos logros deberían ser más que suficientes para que Antonio Cobas figurara en los libros de texto. Sin embargo, todavía hay más logros que destacar. Cobas no fue sólo un genial ingeniero de chasis, cuya aportación, el deltabox (chasis de doble viga) es hoy prácticamente la norma en las motocicletas deportivas, fue también el creador del primer carenado fabricado en fibra de carbono del mundo, y el primero en incorporar la telemetría en la competición motociclística mediante un pequeño ordenador de a bordo y un software de recopilación de datos ideados por él mismo.

Desgraciadamente, a Antonio Cobas se le detectó un cáncer en 2003. Un año después, concretamente el 14 de abril de 2004, nos dejó de forma prematura a la edad de 52 años.

Cuando digo que en la historia de Cobas se contraponen nuestras virtudes y nuestras miserias, no lo digo por la fragilidad de la memoria o por la ingratitud de un país que vitupera a sus genios. Apunto a otra terrible debilidad que, desgraciadamente, siempre condicionó las ambiciones de Cobas y que, a la postre, impidió que sus logros fueran la semilla de una industria incipiente.

La historia de Antonio Cobas es, como he intentado demostrar con sus hechos, la historia de un genio, pero también es la historia de una falta crónica de recursos y, sobre todo, de una verdadera cultura financiera. Pequeños empresarios, apenas dueños de algún diminuto negocio, fueron los únicos que arriesgaron su dinero. Nunca hubo un inversor como tal o entidad dedicada a la inversión de capital que arriesgara un solo euro.

Al contrario que Steve Jobs y su Apple, que rápidamente pudo contar con un generoso capital aportado por terceros, las diferentes empresas que Cobas lideró jamás tuvieron de su lado a los verdaderos capitalistas, bancos de inversión y empresas de capital riesgo españoles. De haberlos tenido, quién sabe si su herencia habría generado mucha más riqueza en un país tan necesitado como el nuestro. De hecho, sospecho que lo que convierte a Cobas en un genio casi sobrenatural, además de su enorme talento, es precisamente esta desesperante aversión al riesgo de nuestros señores del dinero y la terrible tradición de un país enemigo declarado de los emprendedores.

Acostumbrados desde hace demasiado a hacer negocios a tiro hecho y a mantenerse a salvo de la competencia gracias a la inestimable colaboración del poder político, los grandes capitalistas españoles, sean personas o entidades, a la hora de la verdad son, dicho coloquialmente, más agarrados que un moco en la cara de un niño. Sólo cuando algún fuera de serie, como, por ejemplo, Amancio Ortega, logra milagrosamente generar una estructura suficiente sólida y muy rentable, se rascarán el bolsillo. Y lo harán porque saben que no pueden perder, sólo forrarse. No porque sean mínimamente audaces.

Un servidor que, antes de dedicarse al periodismo, ha estado metido de hoz y coz en el mundo de la empresa, puede dar fe del enorme potencial que, al estilo de Cobas, hay en esta piel de toro. Y también como, de forma trágica, se desperdicia sin remedio por culpa de una élite empresarial, financiera y política cuya mentalidad, a la hora de la verdad, está a años luz de las de otros países. Y no me refiero a compararnos con los Estados Unidos o con ese mundo anglosajón al que los más necios de entre los necios culpan de nuestras miserias, cuando somos nosotros mismos nuestros más encarnizados saboteadores. No es necesario hacer comparaciones que mueven a risa. Basta con imaginar lo que podría hacer un Antonio Cobas en la actual Eslovenia o, incluso, en la actual República Checa, y lo que seguiría sin poder hacer en España casi 20 años después de su muerte.

Qué impresionante es la historia de Antonio Cobas y, sin embargo, qué sabor tan agridulce nos deja. Ojalá seamos capaces de honrarle cambiando todo aquello que dejó a media luz el brillo extraordinario de su estrella, para que los que vengan detrás puedan, de una puñetera vez, brillar con luz propia.

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