Para los progresistas el ideal de progreso constituye un objetivo que nunca puede detenerse, de tal modo que, a base de ser insaciable, ha podido caer en el riesgo de ser algo rutinario y poco reflexivo. De hecho, cuando un progresista se cuestiona el progreso, casi siempre, lo hace no sobre el significado y el alcance de tal idea, sino sobre las formas que afirma ha adquirido y también sobre las características que él supone han sido sus consecuencias negativas.
Ahora mismo estamos en un momento en el que la opinión dominante es muy crítica respecto a muchas formas del progreso y busca convertir esa crítica en un factor corrector. Pero este estado de opinión implica fuertes paradojas que no siempre se ponen de manifiesto. Por ejemplo, la crítica ecologista, que propone todo un ideal alternativo, no suele tener en cuenta que la implantación incondicional de esa clase de ideales podría suponer riesgos muy graves para la especie humana, es decir que, como señaló Freeman Dyson, casi nunca se tienen en cuenta los costes alternativos, que son, en cualquier caso, difíciles de estimar, y así se facilita la tendencia a dejarse llevar por las intuiciones olvidando que la historia de la ciencia nos ha mostrado repetidas veces que ese es el camino dorado hacia los errores.
No cabe pensar en que los socialistas sean perversos, se les adivina la buena intención, pero debieran pensar un poco más en las consecuencias de lo que proponen, si es que eso resultase compatible con seguir siendo socialista, que vaya usted a saber
Una característica que exhiben bastantes de las ideas más críticas sobre las formas objetivas de progreso (el aumento de la población, la salud pública, las tecnologías, las libertades, la reducción drástica de los niveles de pobreza, etc.) es su dogmatismo, y por tal entiendo su feroz resistencia a poner en cuestión sus argumentos, a sopesar pros y contras, a calcular costes, en último término a razonar.
Una parte muy importante del progresismo contemporáneo se funda en la facilidad que nos concede el lenguaje para nombrar nuevos ideales; en efecto, nada es más fácil que defender meras palabras sin pararse a pensar en las contradicciones que esa forma de proceder pueda ocultar. Cuando se propugnan, por ejemplo, nuevos derechos, casi nadie se detiene a pensar que si los tales se hacen efectivos implicarán nuevas obligaciones y que la única alternativa a esa fatal necesidad es que los nuevos derechos que se proclaman sean pura palabrería, es decir nada. Orwell fue el primero que analizó con perspicacia esta clase de consecuencias, pero en el curso básico de progresismo es dudoso que se incluya la lectura de un autor tan corrosivo.
Hoy me quiero fijar en el caso de una palabra que se ha convertido en un talismán en el vocabulario progresista, el término inclusión. Una de sus mayores ventajas consiste en que se trata de un término, de entrada, muy preferible a su contrario, a cualquier forma de exclusión, como suele decirse. No hablo a humo de pajas, el término aparece una vez cada dos páginas en el documento marco del PSOE para su XL Congreso, y lo escribo así aunque me temo que los números romanos hayan sido eliminados por no inclusivos en la reforma matemática con perspectiva de género.
El término inclusividad y sus variantes empezó usándose en la jerga educativa de la UNESCO para aludir a las necesidades de aprendizaje de aquellos que son vulnerables a la exclusión social, es decir para normalizar la educación. No puedo detenerme en este punto, pero sustituir enseñanza, que era el término clásico, por aprendizaje y emplear el término normalizar revelan un fuerte componente autoritario, ambos atribuyen al poder una capacidad (aprender y decidir una forma de ser) que debiera estar en manos de cada cual a nada que se tuviese un mínimo de respeto por la libertad, pero vamos a la lógica de lo inclusivo.
De la jerga educativa, el término pasó pronto a otros ámbitos a través de una fuerte implantación en una nueva normatividad que se ha pretendido imponer en la lengua. En español, por ejemplo, el lenguaje inclusivo ordena que no se hable, por ejemplo, de “los socialistas”, sino de “los socialistas y las socialistas” (y así lo hace hasta la náusea el documento al que nos hemos referido más arriba), pero es fácil observar que esa forma de inclusividad acarrea una imputación de exclusión que habría que demostrar porque pretende negar al hablante su capacidad de referirse tanto a mujeres como a hombres en muchísimas ocasiones en que se emplea el artículo “los” con tal intención. La lengua está tan llena de ejemplos que muestran el absurdo de esta pretensión que debiera haber bastado con la advertencia de los especialistas para abdicar de un uso tan bobo, pero cuando hay pocos éxitos que ofrecer éste es de los irrenunciables, y tampoco son muchos los que vayan a exigir que cuando se hable de “las personas” se deba decir “las personas y los personos” por poner un ejemplo trivial.
El caso de la inclusividad que se pretende imponer a la lengua muestra bien a las claras la necedad de la pretensión, pero también su falta de lógica, su olvido de que en cualquier aspecto de la vida humana, sin apenas excepción, cuando se pretende imponer una solución a cualquier problema es conveniente pensar en si los inconvenientes que pudiera acarrear podrían dar al traste con las mejores intenciones. Y eso pasa con tanta inclusividad, que termina por generar nuevas, peculiares y absurdas exclusiones.
Por ejemplo, se pretende anular las creencias morales de muchos católicos imponiendo cánones discutibles, al tiempo que se mira para otro lado con prácticas que cabría considerar más rechazables de otras religiones para las que se reserva el marbete de la aceptación cultural, sin reparar en que si lo uno estuviere mal, lo otro no podría estar bien, pero ya queda dicho que algunos progresistas suelen tener problemas con la lógica. Es paradójico que la pretensión de inclusividad no repare en que no debiera generar nuevas exclusiones, aunque algún malpensado pudiera temerse que es justo eso lo que se busca, un cordón sanitario adecuado para proteger a los buenos y verdaderos inclusivistas y dejar fuera a los malvados que se autoexcluyen de adoptar los nuevos dogmas.
El inclusivismo que han adoptado los socialistas abunda en ejemplos de esa tendencia, tal vez inconsciente, pero también en otros que tienen algo de cómico. Citaré algunos casos del documento mencionado. Al hablar de los efectos de la pandemia (sobre los que todo el mundo sabe que el Gobierno no ha tenido nada que ver) se afirma que han afectado sobre todo a las mujeres, aunque sin aportar ningún dato, debido a diversas causas, pero también porque “les ha afectado en la inclusión segregada de las mujeres en los empleos más precarios” es decir que se avanza en la caracterización de diversas formas de la inclusividad que, como en este caso, puede ser muy engañosa. Tal vez el ejemplo más divertido del mantra sea el que se emplea a propósito del deporte para el que se propone “Hacer del deporte un espacio amable para la transmisión de valores como la igualdad, la inclusión o el respeto a la diversidad”, afirmación que me ha recordado la queja de Alfredo Di Stefano cuando algún periodista escribía que los defensas del equipo contrario habían sido “amables”: “yo nunca me he encontrado con uno que me dijera, pase, pase, don Alfredo”.
No cabe pensar en que los socialistas sean perversos, se les adivina la buena intención, pero debieran pensar un poco más en las consecuencias de lo que proponen, si es que eso resultase compatible con seguir siendo socialista, que vaya usted a saber. De vez en cuando todavía piensan como si pudiera haber formas de exclusión razonables, como cuando afirman de las notas de la asignatura de Religión que su “no inclusión en los cálculos de la nota media para procesos educativos superiores, es un nuevo paso hacia una educación basada en los principios de la laicidad”, pero son tan pudorosos que no hablan de “exclusión” si no de “no inclusión”, no sea que se les deteriore el fetiche, pero al menos admiten la existencia de una inclusión excluyente.