Europa vive desde hace más de diez años una situación económica caracterizada por los bajos niveles de crecimiento y el escaso aumento de la productividad. Muchas empresas sólo pueden sobrevivir porque los tipos de interés, históricamente bajos, les permiten refinanciarse a muy bajo coste. En el ámbito académico, ha surgido el término de empresas zombi para estas empresas porque ya deberían haber desaparecido del mercado, pero no lo hacen debido al crédito barato. En cuanto se supere la crisis COVID y las leyes concursales vuelvan a entrar en vigor como antes, asistiremos a un sinnúmero de cierres empresariales. La situación entre los autónomos y profesionales no es mejor. Para asegurar la prosperidad en el futuro, sería necesario volver a aumentar la productividad. Así, las empresas zombis que no pueden mantenerse en el mercado desaparecerían, mientras que otras seguirían desarrollándose y surgirían otras nuevas, más innovadoras y, sobre todo, más productivas. Obviar estas circunstancias de transición económica debe considerarse un descuido de alto riesgo.

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¿Cuál es la posición de los ecologistas y apóstoles de la Agenda 2030 sobre esas circunstancias descritas? Básicamente, luchan por un cambio hacia una economía más sostenible, sin explicar exactamente en qué consiste tal transición. A esto le suman varios conceptos que provienen más o menos de la caja de herramientas de la «izquierda»: piden más impuestos para los ricos, quieren combatir la evasión fiscal, etc. Para todos ellos, la cuestión principal es distribuir la riqueza existente de forma diferente, pero no verán en ningún sitio que pretendan crear más riqueza para todos. No hay declaraciones concretas sobre el tema del aumento de la prosperidad. Para decirlo en pocas palabras: El plan económico ecologista no contiene ninguna política económica real. Peor: la acción económica debe estar sujeta a «reservas climáticas», condicionantes en nombre de la salvación del planeta, del clima. Se supone que todas las medidas económicas deben ser neutras desde el punto de vista climático y de la llamada “sostenibilidad”. Los ecologistas no tienen ningún interés en que crezca la prosperidad y, por tanto, tampoco en que desaparezcan las empresas zombis. Lo único que importa es que una empresa sea lo más neutral posible desde el punto de vista climático. Que sea improductiva en el proceso de transformación económica y bloquee los cambios necesarios en el tejido empresarial queda limitado a un segundo plano, casi como “un mal menor”.

Toda la doctrina ecologista y la que nace de la Agenda 2030 es proteccionista: oposición a acuerdos comerciales existentes, como el CETA y el UE-Mercosur, que está a punto de cerrarse si ellos no lo impiden. Además, el comercio también debería restringirse, nos dicen, mediante la regulación directa de los productos

Fijémonos en un aspecto fundamental de toda política económica:  el comercio (libre). El libre comercio en un mercado globalizado ofrece la posibilidad de volver a ejercer presión sobre Europa para aumentar la productividad. A diferencia de los países industrializados, los países emergentes siguen teniendo un alto potencial de productividad, y si se les diera la oportunidad de abastecer los mercados industriales con sus productos, esto favorecería su crecimiento al tiempo que las empresas de los mercados desarrollados se verían obligadas a ser más innovadoras para mantener su ventaja tecnológica. ¿Qué aspecto tendría una política comercial de «mejora de la productividad»? En primer lugar, se permitiría el libre acceso a todos los mercados. Esto no significa que todos los aranceles y otras barreras comerciales se supriman bruscamente, sino una apertura gradual de los mercados europeos. Hay que ampliar los acuerdos comerciales existentes y celebrar otros nuevos. ¿Cuál sería la consecuencia? Los países emergentes y en desarrollo tendrían un mejor acceso a un mercado de importancia mundial como es el de la Unión Europea. Dado que pueden ofrecer bienes producidos en masa mucho más baratos debido a sus menores costes de mano de obra, etc., las empresas europeas se verían obligadas a abandonar ciertos productos y a desarrollar otros nuevos e innovadores, lo que haría avanzar el cambio tecnológico mejorando también a su vez la prosperidad de los europeos.

Y aquí es donde se dan la mano los ecologistas, los populistas de derechas y los populistas de izquierdas: en general, las ideas ecologistas son proteccionistas. No reclaman directamente barreras comerciales para los productos extranjeros. Cierto. No se mencionan nuevas tarifas arancelarias, cierto. Pero toda la doctrina ecologista y la que nace de la Agenda 2030 es proteccionista: oposición a acuerdos comerciales existentes, como el CETA y el UE-Mercosur, que está a punto de cerrarse si ellos no lo impiden. Además, el comercio también debería restringirse, nos dicen, mediante la regulación directa de los productos. Esto se puede ilustrar bien con dos propuestas muy de moda hoy en día.

Por un lado, los ecologistas exigen que los productos importados en la UE cumplan sus normas mínimas de calidad y protección del medio ambiente. Esto suena bien al principio y en interés del consumidor, pero pasa por alto un punto crucial. Especialmente para los países emergentes, es muy difícil satisfacer tales demandas, aunque sólo sea la falta de infraestructuras institucionales de vigilancia y control necesarias. No se trata de rendir homenaje a la liberación desenfrenada de contaminantes o a la producción de mercancías peligrosas. Pero es ingenuo o torticero imponer tales requisitos a los países pobres cuando está claro que no pueden cumplirlos. Exigir simplemente, que los países emergentes pasen de 0 a 100, por así decirlo, es poco realista. Además, se plantea la pregunta: ¿quién lo financiaría?

El segundo punto es la demanda de una ley sobre la cadena de suministro, que se está debatiendo actualmente en Alemania, por ejemplo, y que probablemente se aplicará pronto en toda la UE. La idea es que las empresas sean responsables de las condiciones de trabajo de sus proveedores y tengan que garantizar que ciertas normas que se aplican aquí también se cumplen en otros países.

De ello se derivan varios problemas:

  • Independientemente de que ninguna empresa del mundo puede controlarlo todo, estas prácticas encarecerían los productos europeos. Al igual que en el caso de la protección del clima (¿cuántos países logran alcanzar lo comprometido en París?), los consumidores de países no pertenecientes a la UE cambiarían a otros bienes producidos con normas que no se ajustan a las directivas europeas, simplemente porque serán más baratos. En el caso de que un proveedor sólo produzca para clientes de la UE, perdería negocio -su producto es más caro- y tendría que despedir personal, por ejemplo, lo que no ayudaría a nadie a nivel local. Por otro lado, si cede a la presión y consigue aplicar las normas adecuadas, el proveedor puede tener otro problema: el cambio le supone unos costes que tiene que repercutir, al menos en parte, en todos sus clientes. Es de suponer que estos no sólo provendrán de la UE. Esto le sitúa en desventaja competitiva frente a las empresas que no producen para el mercado de la UE, sino para otros países a los que también sirve. Por lo tanto, perderá ventas en ellos, lo que conlleva la correspondiente retroalimentación negativa.
  • También hay que señalar que, a pesar de todas las críticas justificadas a las condiciones de trabajo locales, estas empresas representan un importante factor económico. Entre otras cosas, aseguran los ingresos de las familias. Analicemos el tema especialmente emotivo del trabajo infantil. El objetivo de suprimir el trabajo de los menores de 14 años es importante y también lo apoya el autor de estas líneas. Sin embargo, esto no debe ocultar el hecho de que, especialmente en los países pobres, los ingresos de los niños son fundamentales para la familia. Si ya no se permite que los niños trabajen en la fábrica, tendrán que hacer otra cosa y se deslizarán por zonas grises (prostitución, por ejemplo). Ciertamente, eso no es agradable, pero una política prudente también debe orientarse a las realidades y a lo que es factible.

Ahora bien, es justo admitir que los ecologistas incluso concederían derechos a los países en desarrollo a cambio de sumarse a tales “reglas”. Por ejemplo, se les permitiría proteger sus propios mercados para que puedan vender ellos mismos sus productos nacionales. Esto suena bien al principio, pero teniendo en cuenta lo expuesto más arriba, se convierte en un bumerán: los países podrían entonces ofrecer sus productos a nivel nacional, pero no habría forma de que llegaran a los mercados europeos. Objetivo ecologista cumplido: consumo de proximidad para todos, a precios impagables en cualquier sitio.

Es obvio que, en el caso de la política económica y comercial, los ecologistas no son competentes. Oficialmente, dicen promover el llamado comercio justo, pero si se observa más de cerca, apenas refuerzan con sus propuestas el proteccionismo más rancio por la puerta de atrás.

Foto: Miguel Bruna.


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