Cuando un médico tranquiliza a su paciente que padece dolores de cabeza diciéndole que se trata de una simple cefalea, esta haciendo un uso legítimo de su autoridad, pero no le esta diciendo nada que el paciente no supiera. Aquí funciona uno de tantos mitos de la información, el que supone que ser capaz hablar con términos más o menos esotéricos implica un conocimiento superior, salvador en el caso del médico. En lo que decimos, pensamos y tememos acerca de la información hay un importante nudo de equívocos y paradojas, como cuando se dice que vivimos en la era de la información y no reparamos en que con una enorme frecuencia nos sentimos náufragos en un mar de confusiones, es decir que no será para tanto.
Ahora mismo hemos padecido en España un amago de infarto a propósito de la pretensión del INE de comprarle a las telecos paquetes de información sobre la movilidad de los ciudadanos, y es que ha habido multitud de almas virginales dispuestas a poner el grito en el cielo ante tamaña especie de espionaje. Lo que no deja de ser como si el paciente con cefalea se escandalizase del diagnóstico de su médico tras hacer una consulta al DRAE. Y es que alborotar porque el INE quiera conocer esos datos sin haber caído en la cuenta de que Hacienda sí que lo sabe casi todo de nosotros y nuestro dinero resulta un poco bobo. Que yo recuerde nadie protestó porque los responsables de carreteras pusieran unas balizas capaces de medir la intensidad del tráfico. Quienes no estén conformes con la comparación argüirán con que la cantidad muta en cualidad cuando las cifras son enormes, como es el caso, pero eso no deja de ser otro de los mitos de la información, el que ignora la diferencia entre información y conocimiento, y los que desconocen que información y desinformación pueden y suelen vestirse con los mismos trajes.
Cierta izquierda que quiso ver en el ‘momento Obama’ a las redes sociales como la aurora de un mundo nuevo anda ahora mosqueada con que sean otros los que usen esas pretendidas magias, y no están lejos de deslegitimar el éxito de sus contrarios cuando les da por ganarles elecciones, es decir que han pasado, en poco más de horas veinticuatro, de la amenaza del enfriamiento a la emergencia del calentamiento global. Su análisis suele ser muy simple, si triunfa el mal será por algún maleficio.
Siempre que existe un mito aparecen los que se quieren forrar explotándolo. Y no hace falta saber mucho para darse cuenta de cómo les sacan los cuartos a los partidos para convencerles de que su caso tiene arreglo con el big data, es decir, con independencia de las gilipolleces que le propongan al público
Pero el único truco que hay en todo esto es el emplear lógicas impropias para analizar lo que está pasando, el confundir información y conocimiento y el olvidar que quienes en verdad nos retratan con la información que obtienen de nosotros y no, por cierto, de manera voluntaria, son el Estado y los poderes públicos, nunca las empresas que trabajan una información costosa de obtener y difícil de analizar para mejorar sus técnicas de estímulo al consumo, algo que, aunque les moleste reconocerlo a los histéricos y antisistema, no obliga a nadie, es decir que nunca sucede que el 20 de junio una multinacional muy poderosa nos reclame, guste o no, unos cientos de euros, y los retire del Banco, como sí hace Hacienda que está muy al tanto de nuestra cuenta corriente, ingresos y salarios. La creencia en que el manejo del big data pone en riesgo nuestra libertad y es capaz de determinar nuestras elecciones y conducta es, como mínimo, muy exagerada, y bastaría para demostrarlo el caer en la cuenta de que con big data seguimos haciendo aproximadamente las mismas tonterías que hacíamos cuando los ordenadores iban a pedales, incluso cuando no se había inventado el telégrafo.
Siempre que existe un mito aparecen los que se quieren forrar explotándolo. Y no hace falta saber mucho para darse cuenta de cómo les sacan los cuartos a los partidos (que en España disparan con pólvora del Rey) para convencerles de que su caso tiene arreglo con el big data, es decir, con independencia de las gilipolleces que le propongan al público. Casos he conocido de políticos preocupados por hacerse con los mejores en estas técnicas, sin haber dedicado siquiera un minuto a pensar por dónde y por qué le aprieta el zapato al ciudadano. Quienes tengan interés en detalles del asunto harían bien en seguir este hilo de Javier Benegas en Twitter.
Información, inteligencia, conocimiento, verdad, libertad y decisión son conceptos que, amen de no estar lo claros que suponen quienes viven de sobarlos, se encuentran en planos bastante distintos, y no demasiado bien conocidos, del análisis de la conducta humana, y pretender que el manejo de técnicas sofisticadas de análisis o de inteligencia artificial, sea eso lo que fuere, pueden conducir a que nuestras vidas se conviertan en peleles de los poderosos es una forma muy deficiente de analizar lo que de verdad nos condiciona y lo que debiera importarnos. La información suele ofrecerse como un bálsamo de Fierabrás, pero hay que estar tan loco como el Quijote para tomarse en serio esa monserga. No es que no sea importante lo que se puede hacer con ella, pero pensar que esos análisis sirvan para cambiar nuestras vidas o para manipular nuestros pensamientos son ganas de abandonarse al nirvana intelectual y moral, y eso sí que puede representar un riesgo serio para lograr unas vidas humanas buenas y dignas.
Hay un verso de T. S. Eliot que dice que “Los humanos no pueden soportar mucha realidad”, pero peor sería que nuestra necesidad de creer nos llevase a caer en manos de supercherías bastante fáciles de desenmascarar con la información suficiente para mantener un mínimo de buen sentido, algo al alcance de cualquiera, aunque, como es obvio, no todos lo consigan.