He tenido que leer esta última semana por razones profesionales un libro sobre el papel de los intelectuales en el siglo XX, más concretamente sobre el compromiso del intelectual en el citado período. Es una obra colectiva –intervienen catorce autores- editada por dos profesores universitarios, Maximiliano Fuentes y Ferran Archilés y lleva como título Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Akal, Madrid, 2018). El volumen en sí es interesante y cito la referencia por si alguien tiene curiosidad pero, como se imaginarán, no lo traigo aquí a colación para reseñarlo o comentarlo, sino por algo muy distinto.
Según iba leyendo sus páginas y los distintos capítulos que lo integran, no podía dejar de pensar en el contraste tan brutal entre un ayer no muy lejano y el mundo que vivimos. En el ámbito francés, Camus y Sartre; en el italiano, los intelectuales arracimados en torno al PCI; aquí al lado, Fernando Pessoa, del que por cierto se acaba de publicar Sobre el fascismo, la dictadura militar y Salazar (La Umbría y la Solana, Madrid, 2018); en España, ¿qué les voy a decir, desde el 98 en adelante, o sea, desde Unamuno a Laín Entralgo, por citar dos referencias señeras?
Probablemente pensarán, llegados a este punto, que este es un artículo para lamentarme del susodicho contraste entre el ayer y el hoy. Es decir, el páramo actual –como diría Gregorio Morán– frente a la floración o la cosecha de antaño. El ayer esplendoroso, nimbado de nombres ilustres que siguen iluminándonos como auténticos clásicos, en oposición a la indigencia de lo que se publica hoy y a la clamorosa ausencia de referencias incuestionables. Pero no, esto no pretende ser simplemente un lamento sobre la base de una pretendida decadencia actual.
El mundo del ayer, por usar la célebre acuñación de Stefan Zweig, casi siempre resulta ser desde una cierta atalaya histórica, más interesante, fértil o sólido que la circunstancia que nos ha tocado vivir
Tampoco lo contrario, una vindicación del presente, me apresuro a precisar. Cada tiempo es el que es y, aunque resulte tentador usar el trazo grueso de la crítica implacable, una mirada más profunda a nuestro entorno y a nuestra trayectoria pasada nos muestra que es frecuente la percepción de que el mundo se derrumba: el mundo del ayer, por usar la célebre acuñación de Stefan Zweig, casi siempre resulta ser desde una cierta atalaya histórica, más interesante, fértil o sólido que la circunstancia que nos ha tocado vivir. Todo lo que era sólido se titulaba precisamente, como recordarán, uno de los últimos ensayos de Muñoz Molina.
Ahora bien, mi determinación de no descalificar el presente pero tampoco vindicarlo, no es, no puede ser obstáculo para que al modo notarial levante acta de los rasgos que según me parece a mí caracterizan nuestro tiempo y marcan distancias con el pasado. Hay algunos tópicos que, a pesar de ser ya eso, tópicos, no dejan más opción que su reconocimiento, al menos como punto de partida. Uno de los más importantes en mi opinión es la aludida falta de solidez o modernidad líquida, en la consabida expresión de Zygmunt Bauman que todos repetimos.
Otro, no menos inevitable, es el llamado fin de los grandes relatos, en especial el marxista, que acompañó la implosión del socialismo real. Si el marxismo fue durante varias décadas la religión alternativa, la fe de los que habían perdido su fe religiosa, su descrédito en la práctica y en la teoría nos ha abocado a la situación actual. Por eso la búsqueda de la identidad se ha hecho tan vehemente y convulsa, porque cada vez sabemos menos quienes somos. Y en esta búsqueda compulsiva siempre se llevan el gato al agua las simplificaciones: de ahí el éxito del nacionalismo y el populismo.
No digo que esto sea bueno ni malo, mejor o peor que antaño, sino simplemente que hemos perdido casi todas las certezas y ahora solo queda la incertidumbre, de la que muchos quieren huir… como sea. De este modo, tampoco confiamos verdaderamente en nadie. Ya pasó el tiempo de los sumos sacerdotes y los profetas. También ¡ay! el de esos guías laicos que eran los intelectuales. Se me dirá que siguen existiendo líderes. ¡Naturalmente! Pero, si se fijan, son cada vez más frecuentemente líderes del descontento: no se les vota tanto porque se confíe en ellos cuanto porque juegan a la contra. Así han surgido los Trump, Bolsonaro, Salvini o, entre nosotros, hasta el propio fenómeno de Vox.
Hoy en día el intelectual a la vieja usanza, el intelectual comprometido del que hablaba al comienzo de este artículo, pasa poco menos que inadvertido
En términos estrictos, el intelectual clásico sigue existiendo, claro está. Pero social y culturalmente ha caído en la irrelevancia. A casi nadie le interesa lo que haga o diga o deje de decir. Hoy en día el intelectual a la vieja usanza, el intelectual comprometido del que hablaba al comienzo de este artículo, pasa poco menos que inadvertido. Hace poco me decía un buen amigo que quizá hasta lea estas líneas que, modestia aparte, él consideraba –creo que con bastante razón- que había escrito páginas que no desmerecían de un Ortega y Gasset. Pues bien, con ellas ni había ganado dinero ni reconocimiento ni simple visibilidad: no había pasado de ser un modesto profesor universitario sin el más mínimo eco fuera de un reducidísimo círculo de afines.
Se me dirá que el intelectual comprometido ha sido sustituido por el intelectual mediático. Aceptemos el planteamiento: la fuerza de los hechos nos obliga a ello. Pero permítaseme algunos reparos conceptuales: ¿pueden casarse los dos términos que forman este sintagma? ¿No es un oxímoron? ¿Cómo pueden hacerse compatibles el reposo reflexivo y la urgencia periodística? ¿Cómo preservar los matices del discurso ante la necesidad de titulares? ¿Cómo conjugar la profundidad del análisis con la levedad del flash o teletipo? ¿Cómo conciliar el tiempo para el estudio y la investigación con la exigencia de ubicuidad: internet, radios, televisiones, periódicos, conferencias, mítines…?
Paradójicamente (o quizá no tanto), cuanto mayor es la levedad del intelectual mediático, más necesidad hay de negarlo u ocultarlo. Cuanto menor es la talla del intelectual, cuanto menos sabe de hecho, más necesidad tiene de dogmatizar y sobreactuar con seguridad. Ya nos hemos acostumbrado, como la cosa más normal del mundo, que cualquier novelista de éxito imparta doctrina sobre las cuestiones más alejadas de su actividad, desde la política crediticia del FMI a las sugerencias del foro de Davos. O artistas –reconocidos pintores, por ejemplo- firmando manifiestos sobre el cambio climático o contra las privatizaciones en la enseñanza o la sanidad.
El discurso intelectual se ha banalizado y la reflexión seria se ha frivolizado
Conviene insistir en que estas apreciaciones no pretenden ser otra cosa que un mero reflejo de la realidad, tal como las ve quien esto escribe. Hay una crítica implícita, sería absurdo negarlo, pero también, por otra parte, un reconocimiento, el de que es muy probable que las cosas no puedan ser de otro modo dadas las exigencias de la sociedad en la que vivimos. Del mismo modo que la enseñanza tradicional ha perdido la batalla, por lo menos aquí y ahora, ante la irrupción de los pedagogos y los nuevos psicólogos, el discurso intelectual se ha banalizado y la reflexión seria se ha frivolizado.
Quiero terminar con un apunte personal. No sé si habrán tenido ustedes una experiencia o una impresión parecidas. Mi ámbito competencial, como creo que le pasa a la mayor parte de los ciudadanos, es muy limitado. Saber, lo que se dice saber, sé de muy pocas cosas y aun de estas no estoy muy seguro. Pues bien, en algunas ocasiones me ha pasado que estos opinadores universales entran a saco en lo mío y entonces me digo para mis adentros “no tienen ni puñetera idea, pero ¡qué aplomo!” Estoy convencido de que yo si estuviera en el plató frente a ellos, convencerían al público sin dificultad de que ellos eran los expertos y yo un simple aficionado. Aplausos encendidos y pasamos a publicidad.