“La mujer del César no solo tiene que serlo, sino parecerlo”. No es muy conocido el origen de esta frase tan utilizada para enfatizar la importancia de las formas. Aunque ha pasado a la historia por su acepción más vulgar, resaltando la obligación de la mujer de ser fiel al marido, en realidad define una actitud más compleja que aúna la ética y la estética.

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La historia se remonta a Pompeya, una de las tres esposas que Julio César tuvo a lo largo de su vida, quizá la menos conocida de ellas. En el año 62 a.C. Roma se recuperaba de la conjuración de Catilina, siendo Julio César pontífice máximo. Su esposa, Pompeya, organizó la tradicional reunión de primeros de diciembre de las mujeres más relevantes, en el rito a la Bona Dea en la domus publica, la residencia oficial que compartía con su esposo. Vestales, sacerdotisas y esposas de los políticos más influyentes se dieron cita en los ritos de culto a la fertilidad, vetados a los varones. Un joven patricio, Publio Clodio Pulcro, logró introducirse en la femenina fiesta vestido con una túnica de largas mangas, velo y una banda en el pecho. Pero su voz grave le delató, siendo expulsado por el grupo de féminas allí congregadas. Los rumores que comenzaron a correr por toda Roma difundieron la idea de que Publio Clodio tenía intención de seducir a Pompeya.

Si la toga deja de ser obligatoria habremos sucumbido una vez más a la laxitud, al relativismo y a la devaluación de la bondad a través del fracaso de lo bello. La justicia es ética y debe seguir siendo estética

Aunque la esposa del Julio César nada tuvo que ver en las intenciones del intruso, el sumo pontífice se divorció de ella para alejar cualquier vestigio de duda acerca de su fidelidad. Se le atribuye la frase “la mujer del César debe estar por encima de toda sospecha”, que posteriormente derivó hacia la mencionada al inicio de este artículo.

Esta introducción me sirve para entrar de lleno en la eterna diatriba entre la ética y la estética, debate seguido históricamente por la filosofía. La ética es concebida como modo específico de autogobierno de la libertad humana que, en palabras de Aristóteles y su Ética a Nicómaco, se define como «toda arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden». La estética, sin embargo, es la ciencia que estudia las leyes del desarrollo del arte y de la creación artística. Mientras que para algunos autores ambas disciplinas se hallan intrínsecamente unidas hasta el punto de considerarlas las dos caras de una misma realidad, otros las diferencian completamente.

El bien y la belleza. ¿Es lo mismo lo bueno que lo bello? ¿Podemos decir que todo lo bueno es de alguna manera bello y que todo lo bello contiene bondad?

Debatía el otro día en redes sociales acerca de la bondad del ser humano y llegué a la conclusión de que actualmente, para considerar a alguien “bueno”, nos conformamos con individuos que respiran y metabolizan sin aportar nada a la colectividad más allá de su discreción. “No se mete con nadie, él en su casa y a lo suyo”. La tibieza se convierte así en virtud humana. En mi opinión, ser bueno es algo más que esto, es hacer el bien, no callarse ante la injusticia, no dejar que alguien abuse de su posición de poder frente a otro más débil. Callarse, dejar que pasen injusticias, permitir que alguien sufra sin intentar hacer nada por él, es, en el mejor de los casos, ser “no-malo”. Algunos decían que yo confundía la bondad con el activismo y con la heroicidad. Triste país, entonces, si se dignifica la pasividad para elevarla a la categoría de bondad y, sin embargo, al bueno, al que realiza acciones positivas de mejora de su entorno se le considera activista.

La misma sociedad, paralelamente, resta importancia a la estética como forma de expresar lo bello y lo justo. A la vez que se da una importancia cada vez mayor a la proyección pública de la imagen a través de las redes sociales, a la estereotipada belleza producto del culto al cuerpo, al desprecio a la vejez, a la enfermedad y a la gordura, a medida que se valora cada vez más el número de  “likes” y la necesidad ser “popular”, sin embargo se desprecia la estética en sentido filosófico. No importa el uso correcto del lenguaje, ni carecer de faltas de ortografía al escribir si sabes qué es “crush”, “LOL” o “queer”. No es relevante saber quién era Averroes o Alfonso X El Sabio. No se valora el pudor, la elegancia o el respeto al otro, al enfrentar estas características a una pretendida libertad individual sin límites.

Nuestra realidad actual parece abrazar una ética que ya no defiende la tendencia hacia lo bueno y lo justo, sino hacia una moral propia y líquida en la que cabe todo y donde apenas hay límites. Una ética individualista y egocéntrica en la que se desdibujan los valores ideales a los que tradicionalmente ha tendido el ser humano. Una ética que no va acompañada de una verdadera estética, porque esta última se ha quedado vacía de contenido al no estar sustentada en la tendencia hacia lo bello y lo justo.

Esta situación no es algo propio de los últimos años, sino que es el resultado de una tendencia progresiva, lenta y persistente. El relativismo moral está tan arraigado en las nuevas generaciones que las lleva a confundir el respeto a la diversidad y a lo diferente con la aceptación de cualquier postulado, por descabellado y deshumanizado que este sea. Se impone que la aceptación de las razones y opiniones del otro sea un comportamiento deseable, aunque dichas razones y opiniones sean objetivamente egoístas e inhumanas, perfilándose así una nueva moralidad, que, en definitiva -y volviendo a lo dicho anteriormente en relación con la bondad- reputa bondadoso al individuo que “no se mete con nadie”, “vive y deja vivir” y “va a lo suyo”. Una sociedad en muchas ocasiones a la deriva de lo que verdaderamente es beneficioso para el conjunto de las personas.

La falta de valores éticos globales que lleven al hombre a desear lo bueno, hace innecesaria a su vez la estética, que es sustituida por volátiles corrientes de moda y de cultura mainstream. La relegación de las humanidades como disciplinas universitarias a la irrelevancia, no es otra cosa que una de las consecuencias del avance inexorable del hombre hacia una sociedad centrada en el consumo, en la hiperespecialización profesional, en la soledad afectiva y en la búsqueda de la felicidad a través de lo material. Una sociedad fácilmente manipulable en la que ser ignorante y alardear de ello es admirable. No en vano el lingüista Noam Chomsky en su célebre teoría sobre las diez estrategias de manipulación de las masas por los medios de comunicación, establecía que una de ellas era mantener al público en la ignorancia y la mediocridad, haciendo que sea incapaz de comprender las tecnologías y los métodos utilizados para su control y su esclavitud. «La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposible de alcanzar para las clases inferiores».

Todas estas conclusiones tan apocalípticas en realidad no son otra cosa que una exageración acerca de las tendencias que pueden apreciarse en el hombre moderno y que la globalización de la información amplifica. La bondad existe, esa bondad proactiva en la que se alza la voz ante lo políticamente correcto para decir la verdad y en la que se ayuda a los demás a ser mejores, pero que queda oculta bajo toneladas de no-bondad disfrazada de virtud. La ética sigue siendo el modo específico de autogobierno de la libertad humana como tendencia haca el bien verdadero y no el bien aparente al que se refería Aristóteles. Y esa ética sigue necesitando de la estética para difundir y valorar lo bello: el respeto, la delicadeza, la gratitud y la humildad.

En la administración de justicia hemos asistido gracias a la pandemia a una controversia que, si bien puede parecer adjetiva o poco relevante, en mi opinión es la definición gráfica de la crisis en la que nos hallamos y que acabo de desgranar en los párrafos precedentes.

La Justicia, como virtud de la ética, como deber ser, moral y forma de conducirse rectamente, encuentra su relación con la estética en las formas que tan difícilmente son entendibles por los legos. Un juicio no deja de ser una representación gráfica de la justicia y forma parte imprescindible se su estética, como una obra de teatro en la que los actores tienen atribuido un papel predeterminado. Por ministerio de la ley el juez preside el juicio y lo dirige, es la autoridad máxima en la Sala y a él le corresponde decidir la controversia que se suscita ante sus ojos. Junto a él, el fiscal, con su papel de acusación pública -entre otras atribuciones menos conocidas-, representa el interés del Estado en ejercer el derecho punitivo. Los abogados despliegan la defensa de los implicados, en una suerte de sustitución personal en la que ponen voz y conocimiento al ciudadano al que representan. El resto de intervinientes igualmente tiene su papel en la obra. Las formalidades, los ritos, los turnos, los plazos, los trámites, son todos predeterminados y constituyen el cauce por el que discurre la virtud de la justicia, como un acueducto traslada el agua de un lado al otro. Sin proceso, no hay justicia, sin justicia, no hay proceso. Un todo unido de forma indefectible.

Dentro de las formalidades que tenemos en estrados, se encuentra la obligación de llevar toga, un ropaje negro en lana, seda o poliéster cuya forma y color hemos heredado del antiguo Consejo de Castilla y que es igual para todos los que se sientan en estrados. Lo único que diferencia al juez del resto de intervinientes es el escudo de su pecho y, en su caso, las puñetas, esos encajes blancos que se cosen en las bocamangas y que también pueden llevar otros agentes, como los fiscales. En todo lo demás las togas son iguales.

Con la pandemia, el Ministerio de Justicia exoneró a todos del uso de la toga en estrados, al tratarse de una vestimenta que los abogados toman de la “Sala de Togas”, un ropero que pertenece el colegio de abogados, por lo que las togas pasan de unos a otros. Lógicamente, por cuestiones de higiene, se consideró que era peligroso intercambiar las togas mientras durase la epidemia. Desde que se retomara la actividad judicial tras el confinamiento, los abogados y procuradores han actuado en Sala sin ella. Los jueces y fiscales, sin embargo, la hemos seguido llevando porque la nuestra nos pertenece y solo la usamos nosotros.

Se han generado encarnizados debates entre los juristas acerca de si es necesario que la toga vuelva algún día, tras la prórroga de exoneración de su uso efectuada hace escasos días por el Ministerio de Justicia, a solicitud del Consejo General de la Abogacía Española. Quienes no le dan importancia al uso de la toga y, por ello, apoyan su eliminación definitiva, se basan en la consideración de que el hábito no hace al monje y que la verdadera dignidad de la profesión de abogado, fiscal o juez es la rectitud con la que debes conducirte en el ejercicio del cargo. Un mal profesional lo es con o sin toga, al igual que un buen profesional no lo es menos por no llevar toga. No se puede estar en contra de esta afirmación porque es rigurosamente cierta. El problema surge cuando no estamos únicamente ante una cuestión adjetiva de estética trasnochada, como algunos han querido defender. La toga, como la canalización del acueducto, ayuda a que el proceso discurra por los cauces correctos.

Aunque la toga tiene una función simbólica en el marco del teatrillo que constituye el juicio, posee, en mi opinión, otras finalidades más importantes. En primer lugar, genera confianza en el ciudadano al ver cómo quienes van a decidir sobre su caso están vestidos de una manera determinada que permite catalogar a los distintos profesionales. En segundo lugar, iguala a todos los operadores jurídicos intervinientes que se sientan en estrados al mismo nivel y vestidos de la misma manera, sin distinciones de categorías. Y, finalmente, dignifica la función de impartir justicia obligando a los que contribuyen a ello a vestirse de una manera determinada en señal de solemnidad y respeto.

El cese del uso de la toga es considerado por muchos como un avance necesario hacia una moderna administración de justicia, que debe abandonar lo rancio y lo adusto para presentar una cara más amable. No se le da la importancia que otros tantos le damos. Apelan a la ética abandonando la rancia estética, como si esto fuera posible. Por mi parte solo puedo afirmar que desde que la toga no es utilizada en Sala por los profesionales, el tono de las intervenciones ha empeorado, hay más conflictividad y más agresividad entre ellos, como si la toga sirviera de parapeto mental para la contención y el respeto, un aviso constante de que no estamos en un lugar cualquiera, sino en una corte de justicia tratando temas relevantes para los ciudadanos.

Si la toga deja de ser obligatoria habremos sucumbido una vez más a la laxitud, al relativismo y a la devaluación de la bondad a través del fracaso de lo bello. La justicia es ética y debe seguir siendo estética. Por supuesto que la toga no protege al cien por cien de las malas praxis profesionales pero sí permite entender que el buen profesional no solo tiene que serlo, sino también parecerlo. A la justicia lo que es de justicia.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.