Ser un individuo se ha convertido en una  complicada aventura diaria, con un importante balance de riesgos, bastante incómodo de soportar. Sabemos que la negación es un mecanismo de defensa muy frecuente para enfrentarse al conflicto, puede ser mucho más fácil y menos problemático no significarnos , dejar que nuestras ideas contrarias a la opinión de la mayoría, o a lo establecido, permanezcan encerradas. El silencio  siempre es una opción.

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La corrección política ha conseguido marcar un territorio de poder en el que las colectividades han dictado la opinión pública, y por tanto, lo que hay que saber, lo que se debe decir y cómo hay que sentir y pensar. El pensamiento gramsciano, centrado en el uso y ocupación del poder, con el foco en las diferentes instituciones culturales, ha dejado un semillero muy fértil que la nueva izquierda ha reciclado convenientemente. La burguesía que explotaba a los trabajadores ya no se lleva, es mucho más moderno asignar roles y valores a los colectivos sin lugar a réplica, salvo que te crucifiquen. Vemos en las portadas de los medios hombres blancos  que se ensañan con las mujeres, y con los negros y otras minorías étnicas, incluso aparece  la ontología del colectivo, donde se  puede observar cómo el género humano maltrata a los animales y es el causante único y principal del cataclismo climático.

Entre los despojos que deja en la cuneta la llamada guerra cultural para unos, destrucción de la cultura para otros, se encuentra el individuo que flota inerte en la superficie de la corriente. Se niega su existencia. Ya sólo existen los grupos homogéneos y enfrentados

Estos ismos han sabido mutar y adaptarse a los tiempos que vienen, al vaivén de la posmodernidad muy gaseosa. Aquellos que en los años sesenta estaban en las calles, luego ocuparon las universidades y finalmente los despachos. Los años 70 prendieron en Estados Unidos la mecha que  se apropiaría de un liberalismo entendido como oposición frontal y hostil al capitalismo que se propagaría por Europa, y  por el resto de América, pero no para buscar una reforma del sistema, sino para destruirlo. Explotaron las emociones y los sentimientos de los más jóvenes para repetir la historia de sus abuelos y padres, que también quisieron ser progresistas.

Las universidades se convirtieron en foros de adoctrinamiento. Estados como Florida, Nueva York, Pensilvania, Ohio y otras universidades convirtieron los “Estudios Culturales” en el catecismo ideológico, con más espacio y créditos académicos al multiculturalismo que a los fundamentos de la democracia. No es una casualidad, como se recoge en liberalismo.org, que en los años 90 la Comisión de Revisión de Estudios Sociales del estado de New York emitiera un informe llamado “educación multicultural”, que rechaza los “previos ideales de asimilación a un modelo angloamericano.” Por si no quedara claro esta comisión califica el denominado curriculum tradicional, centrado en los temas fundacionales de América del Norte, como etnocéntrico y favorable al nacionalismo blanco.

Seríamos muy ingenuos si pensáramos que detrás de estas políticas existe un deseo de respetar y promocionar las minorías étnicas, cuando  el objetivo real es hundir la civilización tradicional. Una instrumentalización de la academia y de la cultura para la  disolución de Estados Unidos como nación, para convertirla en un mosaico de tribus identitarias y hostiles,  que no sale gratis. Supone un freno al progreso cultural de los propios grupos sociales más desfavorecidos, dado que agrava su aislamiento e impide su integración, y socava las instituciones de los países receptores.

Este imposición dictada  desde  los postulados identitarios, establece un multiculturalismo que rechaza no solo a Estados Unidos y su historia, también la Civilización Occidental. Se niega la historia, y por consiguiente su cultura. Bórrese la huella del mundo grecorromano,  la ética judeo-cristiana, el humanismo clásico y renacentista, la racionalidad científica, y el individualismo liberal demócrata. La música, la filosofía, la literatura que ha generado Europa no importa. El adanismo cultural lo barre todo, quien lo identifica o discrepa sufre una muerte civil porque es un fascista, un racista o un machista, o la suma de todo.

Cada uno de nosotros como individuos tenemos el derecho de conocer nuestra historia, sin distorsiones ni adoctrinamientos, para amar nuestra cultura y saber quiénes somos.  Esta negación de la cultura conduce a una negación del individuo,  que vaga perdido en la corriente de la colectividad, sin referencias, sin visibilidad, sin espacio  para la expresión. Una horda de nuevos bárbaros que enarbolan la bandera del presentismo, sin historia y sin cultura,  recorre América y Europa.

Frente a esta oposición y enfrentamiento, la historia universal es tozuda en evidenciar que evoluciona y progresa en la hibridación cultural, que las culturas no son bloques de cemento en una estantería. Los españoles son una mezcla de íberos, celtas, romanos, árabes, judíos, cristianos. Los ingleses disponen de diferentes etnias como los irlandeses, asiáticos, afro-caribeños, la documentación de las crónicas anglosajonas advierten desde la marcha de los romanos de Britania, hasta los reinos anglosajones, con el tránsito de celtas, daneses, normandos y sajones. Pero esta hibridación  demográfica natural, producto en cierta medida del proceso histórico en sus causas y consecuencias, no necesita teologías de la liberación, ni catecismos ilustrados con los ismos posmodernos, su precio ya lo conocemos: destrucción de la cultura y persecución al disidente.

El dictado de esta imposición cultural impulsada por las universidades, y extendida a las escuelas norteamericanas, latinomericanas, europeas, está apoyado por un entramado mediático muy hostil a la prensa conservadora. Aún se recuerda aquella entrevista que realizó el New York Times en 1957 con el célebre periodista Herbert Mathews a Fidel Castro en su campamento guerrillero de Sierra Maestra. Bastantes años después, tuvo su réplica en Europa con la entrevista realizada por Ignacio Ramonet en 2006, entonces director de Le Monde Diplomatique, que formó parte de su libro-panegírico sobre el personaje. Era injusto, explica Ramonet, (sobre lo cual no hay que perder detalle), que las nuevas generaciones son “víctimas inconscientes de la constante propaganda contra Cuba”,  y no percibieran al “hombre de visión mundial”, “siempre con nuevas ideas”, ”insurgente mítico. No hay que extrañarse, para quien tenga el cuajo de leerse el libro, de tragarse algunas que otras píldoras más, a saber,  “Cuba es más democrática que Estados Unidos”, “la constitución cubana es más democrática que la francesa”. Conocí a Ramonet hace más de una década en unas jornadas que organizó el ayuntamiento de San Sebastián, su ego se derramaba del mismo modo con que se comía en el puerto un espléndido besugo, no me sorprendió esta lectura plagada de referencias a sí mismo, así como la galería de imágenes donde también aparece el director ajustándose el nudo de la corbata.

Entre los despojos que deja en la cuneta la llamada guerra cultural para unos, destrucción de la cultura para otros, se encuentra el individuo que flota inerte en la superficie de la corriente. Se niega su existencia. Ya sólo existen los grupos homogéneos y enfrentados. Me extraño al recordar hace bastantes años, un comentario de café con un neoyorkino, cuando afirmaba que hubo un tiempo que no había nada más parecido a un republicano que un demócrata.

Foto: Hello I’m Nik


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