El espectáculo de la transformación de un líder de proveniencia socialdemócrata en un autócrata es desolador y apabullante, ilustra de modo dramático las peores expectativas respecto a que la política pueda ser, como debiera, una escuela de civilidad, y confirma, lo ven hasta los ciegos, que la pasión por el poder puede arrasar cualquier atisbo de racionalidad y de moderación, de respeto a las leyes y a las libertades públicas.

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La llegada de Sánchez al poder ha sido una gymkana, todo menos el resultado de una mayoría abrumadora. En ese proceso, Sánchez dio pruebas de audacia, resistencia y astucia y se acabó adueñando de uno de los dos grandes partidos del sistema electoral que, como es obvio, no estaba en su mejor momento. Luego maniobró en la oscuridad hasta conseguir el abandono de Rajoy, pues no fue otra cosa, ya que la persona de la que ahora les hablo se fue por su bien, según declaración propia, de forma que una moción de censura, que hubiera sido muy improbable en cualquier otro caso, le abrió las puertas de la Moncloa. Un historial como éste debiera haber favorecido un estilo cauto de gobierno, pero a Sánchez optó por lo contrario, una política de gestos fatuos y palabras esdrújulas, ejecutada con falsa prudencia pero con determinación, puño de seda en guante de hierro, y le dio tiempo para pasear a Franco en helicóptero, gastar el dinero de todos como un poseso y esperar que los españoles le premiaran su torería con el resultado que hiciese olvidar un ascenso político tan accidentado.

Lo que sí es seguro es que si los españoles no somos capaces de poner en píe una alternativa que ponga a Sánchez en su sitio, nos mereceremos largos años de lo mismo, y esa es su esperanza en la que trabaja con dedicación y, de momento, con acierto. Sin esa alternativa no hay virus que valga, no habrá desastre económico ni hundimiento de expectativas que pueda hacer el trabajo político imprescindible

No fue así, las elecciones no le reconocieron su gran labor y hubo de agarrarse a lo que poco antes había calificado como una pesadilla, a un gobierno Frankenstein con la parte monstruosa bastante crecidita. Una nueva pirueta que descalificaría a cualquiera, pero que no es más que otra muesca en el revolver de un pistolero que ha dado muestras de estar dispuesto a todo. Cuando acariciaba la idea de planes milagrosos la COVID-19 se le puso de frente. Una nueva oportunidad para ejercer cierta grandeza, pero Sánchez decidió que era mal enemigo y que podría ser mejor asociarse con él para ganar la larga guerra de propaganda que le separa de su ansiada mayoría. El virus ha sido para Sánchez una oportunidad de lucimiento sin precedentes, porque el presidente está convencido de que no importan los muertos ni las víctimas colaterales, por incontables que sean, y a fe que siguen sin contarse bien, ni la salud pública, sino su imagen victoriosa. Su relato ha sido una ducha escocesa: del no hay temor a ninguna pandemia, al “todos al suelo”, para proclamar, sin el menor pudor, su entusiasta victoria, “hemos vencido al virus” a finales de junio, y tras contar muy bien los que no habían muerto gracias a su determinación, porque, según sus palabras, nada menos que 450.000 españoles le deben la vida. Ha manejado la información científica pertinente con una destreza admirable, y hasta es probable que algunos descerebrados propongan a Simón para el Nobel, aunque sea el de la Paz.

Más ducha escocesa tras esa proclamación: todos a la playa, a gozar que el virus no podrá con vosotros. Por si acaso les pasó el muerto, con perdón, a las Comunidades Autónomas, no sin inventar un nuevo marco político llamado cogobernanza. Ya sin virus de que preocuparse, ha podido dedicarse con tranquilidad a su juego favorito, a hacer política, y de tanta entrega han salido algunas escenas memorables como el paseíllo de Moncloa tras arrancar unos miles de millones en Bruselas, o la visita a una Ayuso indómita ahogada en un mar de banderas. Pero ha habido tiempo para mucho más, nombrar Fiscal del Estado a la novia de Garzón, sujetar los ímpetus viajeros de Don Felipe, y amenazar a los jueces con que iba a nombrar para el Consejo a quienes le pareciesen más adecuados sin prestar demasiada atención a la aritmética de la Constitución, porque eso de los tres quintos ya no tiene mucho sentido ahora que ya no hay mili.

Parece evidente que Sánchez está convencido de que ya nos hemos dado cuenta de que aquí nadie manda un pimiento si no es él. A Pablo Iglesias lo tiene en remojo, por listo y por faltoso, le aplica una medicina milenaria, caricias a plena luz y puñaladas en la oscuridad, verán cómo lo amansa y lo usa para ladrar, sin duda es un buen candidato para tal oficio. Una muestra de su poder omnímodo lo ha dado con Madrid, pues sospecha que en la villa y corte no le acaban de mirar con buen ojo y ha decidido dar una lección de poderío. Hace falta mucho arrojo para declarar un estado de alarma en Madrid con los datos disponibles y una sentencia contraria y bien razonada del TSJ. Si lo ha hecho es una prueba evidente de que puede hacerlo, por las mismas razones que emborronó una tesis doctoral, porque conserva legiones de lacayos que se lo consienten.

Todo lo que nos pasa con Sánchez pende de una realidad constitucional poco previsible para los diseñadores del sistema: que no es destituible y tiene poderes tan abundantes como si tuviese una mayoría absoluta y muy sobrada. Atado a ese poste, Sánchez cree que podrá doblegar la voluntad ciudadana empleando mucho más el palo que la zanahoria, mejor dicho, empleando un palo de verdad y una zanahoria de relato. Tiene tres años para intentarlo y, salvo que un rayo lo fulmine, no hay poder capaz de obligarle a abandonar el colchón que, con gran sentido de la previsión, mandó comprar nada más llegar a Moncloa. Los que podrían derribarle no lo harán jamás, porque siempre sacarán más con Sánchez que sin él, además es pensar en lo excusado imaginar que los que no acaban de creerse las mamandurrias que disfrutan, veintitrés ministerios y cuatro vicepresidencias, vayan a poner en riesgo tal bicoca.

Su proyecto exige mucha firmeza y bastante chulería, porque el pueblo español es muy sensible a la bizarría y la majeza. Va a mandar sin la menor vacilación, va a cambiar el Diccionario entero si hace falta, pero la gran duda es si los españoles le van a comprar el remedio. No tiene mucha lógica que lo hagan, pero el corazón tiene razones que la razón ignora, y son muchos los españolitos obligados a reírle las gracias y a mirar torvamente a quienes se resistan a los encantos del presidente. ¿Se le rendirá Madrid como lo hizo en parte con José I? Por desgracia, José I pudo llegar a ser preferible para muchos porque enfrente estaba el Rey Felón. Ya veremos.

Lo que sí es seguro es que si los españoles no somos capaces de poner en píe una alternativa que ponga a Sánchez en su sitio, nos mereceremos largos años de lo mismo, y esa es su esperanza en la que trabaja con dedicación y, de momento, con acierto. Sin esa alternativa no hay virus que valga, no habrá desastre económico ni hundimiento de expectativas que pueda hacer el trabajo político imprescindible.  No basta mostrar sus enormes errores e irresponsabilidades en la pandemia, ni sus disparates de todo tipo, porque mientras los españoles no den su confianza a una propuesta de esperanza y esfuerzo, de libertad y grandeza, que, de momento, nadie ha sabido pergeñar, Sánchez hará lo que se le ponga en gana, y no habrá manera de destituirle de forma pacífica en las próximas elecciones que es lo único que cabe hacer en democracia.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web