La forma representativa de las democracias que surge con el mundo moderno ha estado siempre relacionada con el tamaño. En primer lugar con el tamaño de la población, que acarreaba la imposibilidad física de participar directamente en asambleas soberanas o de gobierno, y, en segundo lugar, con el tamaño del territorio, puesto que el poder de decisión política no afectaba únicamente a ciudades sino a reinos o naciones. Esas condiciones exigían la delegación del poder popular en unos cuantos a los que habría que elegir, sean cuales fueren los procedimientos, y de ahí la idea de representación y el nacimiento de las diferentes formas parlamentarias o de cortes.

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La renuncia ciudadana a participar suponía, según lo pensaron los teóricos de la época, la confianza en que el poder político respetaría la privacidad y la libertad de los ciudadanos, que no se entrometería en sus asuntos, salvo en la medida en que se quebrantasen leyes comunes, que serían pocas e importantes. Esto es lo que Benjamin Constant consideró como característico de la “libertad de los modernos”, su confianza en que el poder político les protegería de la violencia y la injusticia y respetaría su libertad. Frente a esa libertad moderna, la “libertad de los antiguos” había consistido no en la libertad frente al poder político, sino en formar directamente parte del mismo, en participar directamente en la toma de decisiones siendo parte de la asamblea que las acordaba.

La presión social de nuevos grupos demandantes de protección y privilegios, ha comenzado a ser casi irresistible

Este era el panorama histórico vigente casi hasta la mitad del pasado siglo, pero el enorme crecimiento de los Estados y la anulación progresiva de la frontera entre lo privado y lo público han traído novedades preocupantes. Las democracias han gestionado como han podido esta nueva etapa, pero la presión social de nuevos grupos demandantes de protección y privilegios, ha comenzado a ser casi irresistible. En las sociedades de masas la democracia puede existir, pero tropieza con dificultades cada vez mayores, tanto porque se cuestione su representatividad, como porque se cuestione su eficacia. La dialéctica gobernantes-gobernados se presta a ser utilizada en toda clase de demandas, desde las más razonables a las más surrealistas.

Las fuerzas  políticas que aspiran al Gobierno se las ven y se las desean para enarbolar propuestas capaces de suscitar mayorías, pero la dinámica social acaba premiando con mucha frecuencia las posiciones minoritarias bien agitadas frente a los deseos de esa mayoría que únicamente aspira a vivir con tranquilidad y a progresar económicamente, al margen de que, en muchas ocasiones, se vea fuertemente golpeada por las consecuencias de desajustes y crisis. Tal vez el fenómeno más característico de estas décadas sea el que la derecha y la izquierda, las fuerzas clásicas de la segunda mitad del siglo XX, han modificado acusadamente sus perfiles para acomodarse a esas nuevas realidades que aparecen en la “aldea global”, por emplear la expresión de Mc Luhan.

Lo más interesante, y lo más grave, es que frente a una democracia entendida como un debate racional entre ideas, que es a lo que corresponde la idea popperiana de “destituibilidad pacífica” de los gobiernos, y a la bienintencionada suposición de que sea posible articular un debate social que mezcle de manera armoniosa los ideales y los intereses, emerge por todas partes una demanda de “reconocimiento” de colectivos sociales muy bien organizados. Esa clase de demandas rompe por principio con la idea de representación, y por eso se dedica por completo a la acción directa, a la toma de la calle (y de las calles “sociales”) y a la intimidación, porque sabe que su fuerza no está en el voto sino en la imposición, y que es más fácil conseguir sus propósitos mediante la presión que mediante el voto, un voto que “no nos representa”.

Esta clase de fenómenos evocan fuertemente la idea de “libertad de los antiguos”, lo que significa, de manera inmediata, la ruina del ideal representativo, que es un ideal, como es obvio, de diversidad, de negociación y diálogo, un ideal estrictamente político. Pues bien, el colectivismo de las minorías, sean mujeres, sindicatos, o empresarios, pasa directamente por encima de cualquier esquema representativo y pretende negociar directamente sus soluciones (sus privilegios) con el poder, convencido de que su realidad no admite ninguna de las especies de tergiversación que supone compartir la representatividad con otros intereses más plurales y contrapuestos. Como es obvio el nacionalismo supremacista utiliza exactamente esa clase de estrategias, y también supone, por ello mismo, ser muy “moderno”.

Un tribunal navarro juzga un caso de agresión sexual e, inmediatamente, el ministro de Justicia, nada menos, se pone de parte de un colectivo especialmente interesado y activo

Un episodio muy reciente en la política española puede servir de ejemplo, especialmente grave, de todo ello. Un tribunal navarro juzga un caso de agresión sexual e, inmediatamente, el ministro de Justicia, nada menos, se pone de parte de un colectivo especialmente interesado y activo, para deslegitimar esa sentencia aludiendo a una deficiencia personal de uno de los jueces. Como cabe suponer que el ministro no sea del todo necio, es evidente que lo que ha hecho es intentar un pacto con ese colectivo beligerante (pacto, ese sí, absolutamente idiota) al precio de saltarse todos los principios y procedimientos que molestan a tan parcial tribunal popular de excepción.

Es decir, que el Gobierno está dispuesto a lo que sea necesario con tal de conservarse en el poder, y para ello recurre a un intento desesperado: el de sumar los votos de quienes lo quisieron, y no tienen, a su entender, otro remedio que seguirle votando, a la desmovilización de quienes lo deslegitiman dando a entender que reconoce generosamente sus motivos de queja y que nadie mejor que ellos, frente a jueces y otros ilusos que sigan creyendo en la democracia y el respeto a la ley, para hacer realidad sus más narcisistas deseos de reconocimiento.

Dejo en el aire la pregunta de si esta rendición al narcisismo político de las (y los) demandantes de una Justicia más cariñosa no se puede entender como una advertencia a otros jueces que tal vez se estén propasando en sus exigencias a los supremacistas catalanes, gentes con las que Rajoy, Catalá y sus secuaces parecen dispuestas a convivir de manera tan amigable como se demande.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web