En 1949, Ortega y Gasset se quejaba de la enorme imprecisión de los términos esenciales con los que se busca comprender la vida social para concluir: “se da el escandaloso hecho de que mientras se ha estudiado —vanamente, claro está— cuál es la buena política frente a la mala, nadie se ha resuelto a preguntarse ¿qué es la Política?, sea buena o sea mala; es decir, por qué en el Universo existe esa realidad tan extraña, tan insatisfactoria, mas, a lo que parece, tan inevitable que llamamos política.”
Frente al socorrido recurso de presentar a la política misma como un desatino, como algo prescindible, incluso como una plaga o una conspiración contra el interés de los más, hay que reparar en que si vivimos en sociedades que son mejores que las que nos han precedido, cosa que solo niegan los profetas de desgracias que se supone inevitables, y los que apenas saben sumar con los dedos, se debe a que hemos sabido aplicar políticas valiosas, es decir, mejores que peores y que han sido eficaces a la hora de perseguir el progreso común.
Los españoles hemos dejado de ser un ejemplo que estimulaba y estamos volviendo a ser los torpes del pelotón. Nuestro PIB, que es un indicador bastante fiable de progreso o estancamiento económico, apenas se ha movido para bien desde finales de los noventa
La política representa no solo algo necesario en la vida humana sino algo que la mejora y la dignifica porque la pacífica y permite construir sociedades mejores. Las grandes naciones, sean cuales hayan podido ser sus defectos, lo son gracias a que han sabido poner en práctica políticas que les han permitido ser lo que son. No hay sociedades ricas y virtuosas por naturaleza, solo las políticas convivenciales, pacificadoras y acertadas, cuando se consigue articularlas en grandes períodos históricos, son las que permiten diferenciar una nación en que se puede vivir y prosperar de otras naciones en las que la vida humana siempre está en riesgo y en las que la pobreza y la más necia y estéril desigualdad se adueñan de un panorama sin apenas esperanza.
Cuando en España se habla bien de la transición, sin que sea necesario ocultar sus defectos, lo que se intenta es transmitir que el fin de toda política tiene que ser lograr y sostener una convivencia pacífica que sea capaz de hacer mejores las condiciones de vida de todos. Sin duda, lo que nos está pasando ahora es que muy buena parte de los políticos se olvida de ese fin trascendente, de que cualquier política tiene que promover un modus vivendi y no reducirse a buscar un modo de legitimación de las mayorías que les exima de cualquier control. Quienes así actúan creen y desean estar en guerra, de modo que lo único que importe es tener más poder que el discrepante, tener la capacidad de arrasarlo, de sacarlo del campo de juego para que no vuelva a molestar.
Es muy verosímil que ese mal no sea específicamente español porque en todo el mundo, desde el trumpismo a los wokistas, cunde la idea de que hay que imponer las convicciones propias (a veces lo llaman guerra cultural, un auténtico oximoron) a todo trance y que hay que buscar la mayoría por las buenas o como sea, es decir pisoteando los principios básicos y desdeñando lo que es imprescindible para convivir sin tener la tentación permanente de dedicarse a exterminar al que no piensa como nosotros, a matarse. En la medida en que ese tipo de actitudes se ha instalado en la política española, ya desde hace unos cuantos años, hemos de preguntarnos si nos ha ido bien o nos ha ido mal.
Un examen a grandes rasgos debiera ser suficiente. Los españoles hemos dejado de ser un ejemplo que estimulaba y estamos volviendo a ser los torpes del pelotón. Nuestro PIB, que es un indicador bastante fiable de progreso o estancamiento económico, apenas se ha movido para bien desde finales de los noventa, y en el seno de la UE empezamos a dar que hablar también por nuestros afanes de limitar la independencia de la justicia y por la aparente incapacidad de adoptar políticas de consenso ante situaciones que nos desbordan. Todo eso ha pasado y los electores no parecen haberse dado mucha cuenta, pese a que los signos son más que evidentes.
Tal vez nos hayamos vuelto demasiado optimistas, frente a la negativa imagen tradicional que hemos tenido que soportar durante el siglo XIX y hasta 1975. Es posible que eso represente una reacción razonable frente al derrotismo (“si habla mal de España es español”) que se nos ha atribuido muchas veces, pero habría que cuidar de no pasarse de rosca. Me permitirán un par de ejemplos de esa falta de exigencia frente a las políticas que se nos aplican.
Tenemos una cierta tendencia a la autocomplacencia y a presumir de virtudes y méritos que no hay manera de comprobar, como sucede cuando se afirma (se afirmaba, más bien) que tenemos el mejor sistema sanitario del mundo, que el CNI es el mejor servicio de información del planeta o cuando se presume de tener la segunda red más larga de alta velocidad (olvidando que transporta menos viajeros que muchas otras o lo que ocurre con los trenes de Extremadura, Asturias, Teruel y muchos otros lugares), es decir, siempre que nos dejamos engatusar por baladronadas similares. El problema es que si creemos vivir en el mejor de los mundos no vamos a poner mucho esfuerzo en mejorarlo y que, además, siempre hay gente interesada en promover esa imagen de excelencia que no se tiene de píe.
Así ha sucedido hace muy pocos días al publicarse de nuevo el índice de Shanghái, que compara la calidad de las universidades de todo el mundo, en el que las universidades españolas vuelven a quedar en posiciones muy desairadas: con enorme celeridad han surgido los expertos dispuestos a mostrar que la gallina no está tan ciega como parece, es decir que en lugar de preguntar por las razones de la mediocridad general del sistema universitario lo que han abundado han sido críticas al modo de confeccionarse el índice, amen de inverosímiles argumentos que trataban de disfrazar de virtud la mediocridad imperante.
Esa falta de exigencia ciudadana frente al supuesto mérito y los efectos de las políticas públicas y la ausencia de conciencia del enorme gasto que conllevan (y que algunos sueñan con el absurdo de que nadie deberá pagarlo) es lo que permite que los radicales consigan llevar el debate a su terreno, porque en lugar de discutir de hechos y de cuestiones constatables y mensurables nos invitan a pelearnos en torno a cuestiones maniqueas, a viejísimas querellas, a ideales que nunca nadie ha visto dar pan en parte alguna. La consecuencia es que la radicalización de la contienda política permite apartar la mirada de lo inmediato, es casi como la fábula del cuervo y el zorro en que el córvido pierde el queso, un relato que Samaniego culmina con esta sabia advertencia: “quien oye aduladores, nunca espere otro premio”.
Los zorros que se llevan el queso son todos aquellos que nos invitan a regodearnos en nuestras supuestas virtudes, en la pureza ideológica, en la superioridad moral, en la excelencia nacional, en un sinfín de bagatelas, en lugar de darnos cuenta de lo que han hecho con el dinero que nos requisan cada vez que ganamos un euro o que gastamos otro. La consecuencia obvia es que si los países abandonan la senda virtuosa que los lleva a progresar, como parece ser nuestro caso, es porque se dejan arrebatar por las malas pasiones que propagan las malas políticas. El remedio es recordar que la política no debiera ser una forma disimulada de la guerra de exterminio sino el resultado de una conversación inteligente e incesante entre todos sobre las innumerables cosas que a todos nos importan, aunque nuestros zorros de guardarropía quieran engañarnos diciendo que si gritamos con ellos nos llevarán al paraíso, ya han visto que no es verdad.
Foto: Joakim Honkasalo.